Su melosa voz la apaciguaba; no tenían el número
premiado, pero sí que se tenían el uno al otro. Además, eran jóvenes y
saludables, ¿qué más querían?
Él
siempre había sido un auténtico desastre con el dinero, y ya saben el
dicho: "desafortunado en el juego, afortunado en el amor".
Y ella lo quería a pesar de sus defectos; él conseguía hacerla reír en momentos críticos.
Y aquel era uno de esos momentos críticos: estaba a punto de nacer su primer hijo y no tenían casa.
No
se sabe si fue el destino quien los llevó a aquella diminuta y modesta
pensión donde él suplicó y rogó una habitación; a cambio, él trabajaría
de lo que fuera.
La
ancianita se apiadó de los jóvenes, viendo el estado avanzado de
gestación de la joven. Les cedió una de sus mejores habitaciones y le
pidió a la joven que no se preocupara: "El de arriba proveerá", dijo,
guiñándole un ojo al joven mientras señalaba al ancho cielo.
A
las doce de la noche, y gracias a la habilidad de la ancianita, la
joven dio a luz a un hermoso retoño de ojos verdes y cabello ondulado de
un color negro azabache, que envolvió en pañales y se lo entregó a la
madre primeriza, quien, con una amplia sonrisa, mostró su hermoso bebé a
un padre más que feliz.
¿Sabéis
qué día nació aquel pequeñín? El día de Navidad, y, como todos los
recién nacidos, vino al mundo con multitud de dones. Solo que esa será
otra historia.
M. D. Álvarez
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