La
Navidad, en mi país, no es como se ve en la televisión. En vez de estarnos
rodeados por la nieve, con un hogar
encendido pleno de leños quemándose, las personas envueltas en abrigos gruesos
y comiendo grandes cenas calientes para apalear de la forma más deliciosa el
álgido invierno, en mi país la cosa es muy diferente. Durante las Fiestas
estamos recién entrados en pleno verano, en la época más húmeda para ser más
claro, y siempre hace un calor insoportable en la víspera. Las Navidades, aún
así, están llenas de una alegría intrínseca que está asociada a mucho más que
recibir regalos, la religiosidad y al estar en familia. Representan algo más. Algo
que presencié tiempo atrás, y que me gustaría compartir con ustedes.
Si
bien yo vivo en la ciudad actualmente, todos los años, durante las fiestas,
toda mi familia se junta en un pequeño pueblito de la provincia de Córdoba,
llamado Villa del Rosario, en Argentina. Para darles una idea de cómo es el
lugar, basta con decir que la mayoría de las calles son de tierra y que
internet recién está llegando. Las casas de techos bajos, algunas de barro
todavía en pie, no tienen más de una planta. Las mismas carecen de rejas, y los
niños pueden jugar hasta altísimas horas de la noche en la calle, descalzos,
sin peligro a nada. Allí todo el mundo se conoce; se sabe quiénes son «buena gente», quiénes son los
ladrones, quienes son las «buenas
muchachas»,
quiénes son las prostitutas del pueblo, así como quiénes son los «buenos muchachos» y quiénes los borrachos
habituales. En esos poblados así, tan perdidos en lo yermo, tan aislados los
habitantes de todo lo demás salvo de ellos mismos, se saben y tertulian como
cosa normal cada detalle de las vidas privadas de sus miembros: las salidas del
pueblo, las labores de los hombres de la familia, las procedencias familiares
marcadas de características atávicas, todos los nacimientos, todos los
fallecimientos, así como las infidelidades (éstas especialmente) y los amoríos.
Allí todavía pueden escucharse dichos y palabras campestres para describir las
cosas o sucesos asociándolos a comportamientos animales, a tal punto que podían
llegar a ser inentendibles para los que nacieron y se criaron en la ciudad. Si
un muchacho «le
arrastraba el ala» a
una muchacha, significaba que la estaba cortejando. Si un hombre estaba «trinando despacito» se refería que
agonizaba por alguna enfermedad. O si hombre, siendo soltero o de otro pueblo,
era “golondrina”, era albarrán, mientras que si se decía eso de un padre de
familia, conocido por el pueblo, se refería a que abandonaba a su familia de
tanto en cuanto. Los niños podían sufrir enfermedades como “culebrilla” que era
el Síndrome de Ramsay—Hunt o de «pata
de cabra» que
es una mancha típica en los recién nacidos en la zona lumbar.
Es un
lugar donde los personajes de poder son los curanderos, los sacerdotes y los
viejos. Y con viejos me refiero a los ancianos, mayores de sesenta años, los
“abuelos”, como se les dice allí. Todo el mundo los trata de este modo; no hay
nadie que no los llame de esta manera cuando se los saluda o se habla con
ellos. ‹‹Buen día abuela››, ‹‹¿Cómo anda
abuelo?››, ‹‹¡Qué calor! ¿No abuelo?›› y así para todo… Siempre me pregunté si
esto les sería molesto, ser asediados con el apodo de “abuelo” por perfectos
desconocidos, pero nunca me animé a preguntárselo a ningún anciano. Ni siquiera
a mis abuelos, los biológicos, por parte de madre, que vivían en el pueblo. Y
de ellos voy a hablar ahora, los protagonistas de esta historia.
Mis
abuelos se llamaban Hipólito y Blanca, ya no viven. Murieron hace unos dos
años, pero desde que ella pereció, las reuniones familiares ya no son lo mismo.
Ellos estuvieron casados por más de treinta años, pero convivieron juntos no
más de cuatro. Él no fue el primer esposo de mi abuela, ya que ella enviudó muy
joven y de aquél primer casamiento, nació mi tío Humberto, que ya no vive
tampoco. Mi abuelo era un vago. Era de esos tipos que ‹‹no habían nacido para
trabajar››, como aseguraban mis tías, y toda su vida había rondado por los
pueblos aledaños, viviendo como jornalero, a veces albañil o, en otras,
conserje. Ningún trabajo le había sustentado más de tres meses, lo que hizo
perpetrar en su nombre y en sus hombros la mala fama de «mal obrero», sustentada firmemente
por su desenfrenada pasión por el vino y por los juegos de azar. Mi abuela, en
cambio, se tuvo que hacer cargo de ocho hijos sola, uno de ellos, mi madre.
Panadera y costurera, solo vivió para trabajar hasta que el cansancio quemó en
sus párpados graves ojeras violetas que nunca se irían, hasta que sus manos
callosas habían perdido la sensibilidad en algunas partes de tanto amasar y
remendar. Con esos dos trabajos tuvo que lidiar con impuestos y compras de
alimentos para cenas frugales,
encargarse de las tareas del hogar, llevar y traer a sus hijos a la
escuela, y soportar el mal visto de las vecinas, que la trataban
despectivamente, como si fuera una mala mujer, solo por no estar su esposo
viviendo con ella. Su vida estuvo marcada de dolor, insomnio y martirio, tanto
social como físico, que soportó hasta que la sociedad entendió la verdad, hasta
sus hijos se hicieron adultos y paso los sesenta años. Después de allí, solo se
dedicó a cuidar y consentir a los demás nietos, excepto a mí y a mis hermanos,
hasta el final de sus días.
Verán:
mis tíos, que a diferencia de mi madre se quedaron en el pueblo, cada uno no
tuvo menos de cuatro hijos siendo demasiado jóvenes, fenómeno, la paternidad adolescente,
bastante común en Villa del Rosario. Por ese motivo mi abuela dedicó gran parte
de su vida a criar de esos “inesperados” nietos aún teniendo que lidiar con los
vericuetos, berrinches y escándalos de sus hijos, padres—adolecentes. Los hijos
de esos nietos, repitiendo el extraño modelo de sus padres, hicieron
prácticamente lo mismo y cada uno tuvo, al menos, tres hijos cada uno. En las
reuniones familiares, especialmente en Navidad, me era imposible conocer el
nombre de todos esos nuevos parientes y siempre había, al menos, uno o dos
niños nuevos en la familia. Siempre, infaltable, alguna prima embarazada.
Era
durante las Fiestas, y esta que les voy a contar en particular, donde se podía
verse en su máximo esplendor esas abstrusas auras que coronaban a mis abuelos.
Apenas llegábamos a Villa del Rosario, en automóvil desde la ventanilla, la
misma escena se repetía ante nosotros todos los años: en la vereda frente a un
enrejado de caña criolla y alambre que delimitaba la destartalada casa de mi
abuela de la calle de tierra, ella, Blanca, cruzaba la senda a paso lento, bajo
el sol fulminante del mediodía, rodeada de niñitos. Venía del almacén, a media
cuadra de distancia, encorvada, chiquita, siempre sonriente pero de una manera
dolorosa, cargando bolsas con sus dos flacos bracitos venosos, y marchaba en
frente como frágil bogavante de una multitud de pequeñuelos. Al vernos llegar
no nos reconocía inmediatamente, teniendo que lidiar que las cataratas que
nublaban su vista en parte, pero luego de milisegundos enfocando y desenfocando
la vista, moviendo la cabeza atrás y hacia adelante, una sonrisa amplia y un
‹‹¡¡Hola mi’ja!!›› era el saludo que ella le daba a mi madre, primero, con una
alegría inmensurable. Rápido marchaba a buscar un abrazo de su hija, cargando
con las bolsas de la compra, despreciando el húmedo calor agobiante que reinaba
el ambiente, y luego nos saludaba a nosotros, también abrazándonos. Ella olía a
lana vieja, a humedad mezclada con agua de rosas y a humo, todo en una mezcla
suave, atenuada por los lavados de la ropa con agua fría de la bomba y del
jabón blanco, puro. Su rostro estaba surcado de arrugas, la piel tostada en
múltiples marrones por el sol y sus dientes amarillentos por el mate (la
bebida) y la falta de cuidado contrastaban con su pelo mal teñido de negro,
despuntando canas en las bases. Siempre vestida de entre casa, con ropas
simples, viejas y descoloridas, cubría con ellas su cuerpito escuálido,
delgadísimo hasta el horror más firme por las labores inacabables de criar a no
sé cuantos nietos y bisnietos. Era esto mucho más que una carga para ella; era
su estilo de vida, sufrido, marcado por la pobreza y la pesadumbre del trabajo
sin fin, por el calor agobiante de Villa del Rosario, por la humedad pegajosa
del viento, y por los duros años de vacas flacas. Juntos entrábamos a su
pequeña casita de ladrillos sin revocar, mal pintada, con piso de cemento crudo
y nos sentábamos en viejas sillas de metal frente a una mesa rectangular
gruesa, de madera cuarteada, taraceada con flores y ribetes en los bordes y en
las patas que, en la actualidad, son imposibles de encontrar. Allí mi madre, mi
padre y mi abuela comenzaban sus conversaciones, larguísimas, tiernas, que
abarcaban todos los temas de un plenario regular: la familia de mi padre, el
clima, las penurias de la cotidianeidad, mis tíos maternos (a los que en un
rato veríamos), los ‹‹bochornosos›› sucesos locales y demás. Mientras tanto, yo
y mi hermano, íbamos a saludar a mi abuelo, a esa escuálida sombra del humano
que había sido alguna vez.
Sentado
en una silla, a la par de una pared baja que separaba la propiedad del vecino
con la de mi abuela, se hallaba el viejo boca abajo mirando, como perdido, la
yema de sus dedos entrechocándose muy suavemente. Jugaba con ellas, como si
disfrutara obsesivamente de la sensibilidad en aquel entretenimiento que solo
tenía significado para él mismo. Su cabello blanco, más corto en los costados
que en la parte de arriba, hacían que su cabeza tuviese una forma rectangular y
oblonga. Su ropa mugrienta y andrajosa, una camisa a cuadros grises de diversas
tonalidades, bombacha de gaucho de un beige verdoso y alpargatas de arpillera
llenas de huequitos, hacía resaltar el fuerte marrón de su piel, mientras que
desprendían un vaho etílico horrendo, testimonio por su pasión por el vino. Sus
ojos verdes, hundidos en su faz con dos gruesas y moreteadas ojeras eran como
olivas bordeadas por un tono rosado enfermizo, que eran sus globos oculares. A
su par había una herrumbrosa y negra pavita para calentar agua, posada sobre
una rejilla dentro de un viejo tacho metálico de pintura que usaba como
brasero. Era un monumento a la miseria, una imagen verdaderamente lastimosa,
agregando que a su patética postura, como esperando en una banqueta un tren que
nunca pasaría, una pesada soledad, que se hacía tan presente que hasta parecía
tangible, lo ceñía de manera ominosa. Yo sabía, aun siendo niño, que pasaba
días enteros sin hablar con nadie pues mi abuela había dejado de dirigirle la
palabra años atrás. Ella no le hablaba nada en lo absoluto, a pesar de que le
hacía de comer. Él solo pedía el almuerzo, se sentaba en la mesa y ella le
servía en un roñoso plato de plástico color verde agua, quebrado y pegado
varias veces, cuyas rajas marrones de las junturas se hacían más profundas con
el pasar de los años. Luego el viejo dejaba todo para lavar, caminaba a la
silla de donde había venido, en la que se encontraba todo el tiempo, y allí
permanecía hasta que la noche caía. Los vecinos ni siquiera le saludaban. Le
odiaban por dejar a mi pobre abuela tantísimos años a cargo de sus siete niños,
sola, sin ayuda ni soporte, como por su fama de flojo, mujeriego y alcohólico.
Le desconocían algunos, mientras que otros lo trataban solo como «el viejo mugriento que
vive con doña Blanca»
cuando hablaban de él. Lo sé porque algunos se sorprenderían mucho al saber lo
que los niños escuchan, incluso aunque no lo parezcan. Mis tíos, así también
como mi madre, habían tomado la misma resolución de no hablarle, aunque sí le
saludaban rápidamente, como al vuelo. ‹‹Buen día, mijo›› respondía mi abuelo a
todos, con la voz carrasposa pero cantarina, grave mas cargada de una
amabilidad tan extraordinaria que, creí siempre, había sido uno de sus
principales atractivos para con las mujeres. Pero pronto al verse olvidado, al
notar que nadie se interesaban realmente por cómo estaba o cómo se sentía, se
quedaba con una sílaba en el aire y volvía rápidamente la cabeza al suelo,
mirando el éter apenado, como reprendido por sus males.
Sabía
que él desconocía mi nombre, como tampoco conocía el de ninguno de los niños que pasaban en frente suyo
constantemente. ‹‹Hola abuelo…›› le decía, mirándolo con algo de temor y él,
mostrando sus dientes ahuecados y amarillentos en una sardónica sonrisa, me
respondía ‹‹Buen día mijo›› y me acercaba a darle un beso en la mejilla,
asqueado por su aroma. Luego me alejaba con mi hermano siguiéndome detrás y
volvía a la mesa dentro de la casa, mientras veía llegar a mis demás parientes,
uno a uno, familia por familia.
Con
los preparativos de la Nochevieja, las horas se volvían minutos, aunque el
calor recalcitrante, el tufo denso que dominaba el día, parecía aumentar a
medida que la oscuridad de la tarde llegaba. Se sacaban las mesas y sillas al
patio descubierto de la casa, se acomodaban los manteles con platos y pan desde
muy temprano, invitando a las moscas a un festín improvisado, para luego tener
que espantarlas constantemente con trapos y manotazos. Los cuerpos sudorosos de
los primos y tíos se refrescaban en una pileta de lona llena de agua puesta en
el patio, cuyo contenido se iba nublando con cada zambullidla de los recién
llegados a la casa. Se sacaba, también, un pequeñísimo y enclenque árbol de
navidad de treinta centímetros de alto que se adornaba con viejas bolas
descoloridas, tiras y moños de colores flúor, luces navideñas y regalos,
debajo, sobre un viejo refrigerador oxidado que no funcionaba, que hacía de
mesa. Esa imagen del arbolito casi quebrándose sobrecargado de adornos
descoloridos, sucio y sobre tan horrenda base, era la representación viva de la
pobreza en la que se hallaba mi familia del campo, un monumento a lo terrible
de aquella marginalidad y de lo poco que realmente significaba para ellos aquel
ornamento navideño, lo que para mí y mi mente infantil y citadina, era el
insulto máximo a la festividad.
Por
otro lado, en el fondo del patio, el humo del carbón quemándose se alzaba
profusamente, con la mayoría de los varones de la familia alrededor, hablando y
riendo sin cesar. El fuego crepitaba refulgiendo amarillos y naranjas, como
vociferando ansioso que se le diera uso con la mayor de las prontitudes. Se
preparaba, en una larga mesada hecha de largos tablones de madera, sostenida
por dos caballetes del mismo material, bajo el sol de la tarde rubicundo,
cortes de carne vacuna para azar. Chorizos, morcillas, costillares enteros,
nalgas, lomos, y tripas como hígado y corazón, eran sazonados profusamente con
sal, pimienta, orégano y otras especias, para luego ser cubiertos con
repasadores anticuados por las moscas.
Aquello era todo un ritual varonil; un lugar armado y hecho para los
hombres donde los temas de conversación eran futbol, política, trabajo, pesca,
y, por supuesto, mujeres. Pero esto último era casi cuchicheado, a razón de que
el orador de turno no fuera oído por su respectiva esposa. Los más jóvenes,
aquellos cuyas sotabarbas comenzaban a llenarse de bello, solo oían
atentamente, con una sonrisa firmada e indeleble en los labios. No sabían mucho
del asunto, pero aprendían los modos de los hombres y el dialecto adulto,
aleccionándose para futuros encuentros. Aquello era escuela, era ser iniciado
en el mundo de la adultez y un entretenimiento que, a su vez, era
instrumentación y formalidad. Los mayores, los maestros del diálogo y del
humor, se inclinaban a cada rato sobre el fuego para remover las brasas, avivar
el fuego o agregar más carbón o maderos, cual haciendo genuflexiones ante un
ídolo pagano, aquel arte que era «hacer
el asado».
Para refrescar el cuerpo acalorado, las gargantas resecas y los pensamientos
picarescos, bebían, y mucho. A cada rato se abría una botella de vino o de
gaseosa, y hacían tintinar largos trozos de hielo recién sacado de las
heladeras dentro de los vasos. También desaparecía, de la retahíla de cajones
de sidra de manzana dispuestos en la pieza del abuelo, una o dos botellas,
siendo el cajón postrero intocable, guardado para el brindis de las doce. Mi
abuelo no era parte de esa fiesta de la masculinidad. A todo esto él seguía
sentando en la misma silla, alejado a dos o tres metros del grupo pero con la
vista fija en las conversaciones que tenían sus pares, sonriendo de momentos,
serio en otros, feliz de escucharlos mas angustiado de no ser incluido en eso
del que era miembro en el pasado. En su rostro anfractuoso por los años de mala
vida se veían la añoranza de momentos similares, en sus ojos una luctuosa
pesadumbre los llenaba de lágrimas que jamás saldrían. Era rezagado sin querer,
olvidado de la vista y del afecto varonil, como un paria. Verlo daba gran
lástima.
Las
mujeres, por otra parte, estaban todas juntas sentadas en ronda, en otra parte
del patio, cebando mate con termos y porongos artesanales. Mucho más ruidosas
que los hombres, sus risas, peroratas y habladurías eran fuerte murmullo
constante. Otras iban y venían de la cocina, cortando verduras para ensaladas,
preparando alimentos para bebés o marchando a dar de mamar fuera de la vista.
La abuela era el centro de aquella reunión. Su sonrisa para con todos era la
más tierna, con tanta dulzura y cordialidad que despertaba un afecto natural
hacia ella, que hasta la hacían verse triste y meditabunda, lo que provocaba
insaciables ganas de ir abrazarla por largas horas, con todo el amor con el que
se estrecharía a una persona amada que ya no está. Su voz quebradiza pero firme
se alzaba por entre todas las demás; algunas se callaban para escucharla con
aires solemnes, sobre todo las nuevas nueras y novias en la familia. Sus
maneras eran vistas con cuidado, era interrumpida poco, y tenía algo para decir
sobre cada asunto. Los temas eran salidas, amoríos y aventuras sentimentales,
trabajo, hijos y escuela, vestimenta y moda, recetas de cocina y trucos en la
gastronomía. Los asuntos sexuales no tenían cabida con la abuela en frente,
pero las insinuaciones o los juegos de palabras, frases con doble sentido,
frecuentemente eran festejadas por ella. En las otras oportunidades hacía solo
un gesto despectivo con la mano, diciendo ‹‹¡Bah!››.
Los
niños, por último, solo jugaban en grupos con agua, en la tierra, con pelotas,
juguetes piedras y más. Muchas veces eran llamados para hacer mandados de
momento, como comprar hielo en bolsa y bebidas gaseosas, aprovechando estos
para sisar a sus padres en cada envío. Esos dinerillos se gastaban en
golosinas, en pirotecnia y en globos para llenar con agua. Yo no podía
relacionarme con ellos de forma concreta; para algunos juegos era demasiado
grande mientras que para otros me faltaba dote física, pero notaba que la tarde
calurosa, sin una brisa que corriera como para aliviar la pesadez, no era un
impedimento para no jugar y correr. Aquellos que habían llegado a la reunión
alebrados tras los pantalones o faldones de sus madres, se habían desenvuelto
completamente, andando a los trotes de aquí para allá. Las niñas más mayorcitas
conversaban más, tomando como modelos los comportamientos de sus madres,
dialogando casi los mismos temas pero de forma medrosa, inocente, predominando
los devaneos vividos y sus resabios.
La
noche iba llegando, y los parientes en turbamulta se iban sentando en las
sillas de la mesa principal, larguísima, mientras y las risas y habladurías lo
eran todo. Para las nueve se servían las carnes asadas, los embutidos y demás
manjares de la parrilla con las ensaladas de diversas formas y colores,
acompañados de muchas botellas de vino, sidra de manzana y demás, y todos
comían hasta las once de la noche, luego de una larga sobremesa de, al menos,
una hora. Las manos de los comensales varones limpiaban sus calvas sudorosas
mientras tomaban los cubiertos y engullían su comida, mientras que las mujeres
usaban las servilletas para abanicarse los rostros, constantemente despegándose
la ropa del cuerpo con la punta de sus dedos.
El
calor era verdaderamente insoportable.
Inmediatamente
después de la pingües cena, los platos y utensilios eran levantados rápidamente
por la mujeres más grandes, comandados por mi abuela Blanca, y se llenaban de
vuelta los manteles con platos hondos más pequeños llenos de garrapiñada, budines, confites de almendras, turrones de
maní trozados y porciones de pan dulce. Casi nadie los tocaba al momento, sino
que se esperaba a que fueran pasadas las una de la mañana, ya que la fiesta
seguiría hasta, por lo menos, las cuatro de la mañana. Sin embargo las
botellas de sidra seguían abriéndose, juntos
con bebidas de ananá y fresa de naturaleza similar, servidas en copas de
cristal que la abuela guardaba en un aparador destartalado en la cocina.
El
conteo para las doce se hacía una cosa de minuto a minuto, mientras el arbolito
de Navidad se iba llenado de regalos a sus pies, y la excitación de los niños
aumentaba exponencialmente con cada nuevo presente. Los ojeaban a todos,
buscando cada uno su nombre en las etiquetas, desesperándose cuando alguien
tenía, aparentemente, más regalos que otro o midiéndolos a vista, para saber
quién tenía el más grande. Estos últimos eran una cuestión de orgullo y de
especulación, que hervía por finalizarse cuando la abuela diera la orden para
que alguna prima o tía los repartiera de forma ordenada. Otros esperaban con
sus bolsas de pirotecnia en la mano, amparados por los varones más jóvenes que
tenían tantas o más ansias que sus protegidos en hacer explotar los petardos y
encender las mechas de las cañitas voladoras. Las mujeres seguían sus
parloteos, ahora seguidas por las más jóvenes, que servían la mesa. Los
hombres, satisfechos de comida pero no tanto de bebida, se aferraban a sus
copas dispuestos beberlas en cuando los juegos artificiales explotaran en la
calurosa noche, anunciando las doce.
De
pronto, secándose nuevamente el sudor de la calva con la mano, inconsciente de
las manchas de transpiración en las axilas de su musculosa, uno de los tíos
gritaba y decía ‹‹ ¡Gente! ¡Ya casi es hora! ¡Tres…dos… uno!››
‹‹¡Feliz
Navidad!›› gritaban todos y a lo lejos, instantes después, comenzaban a
explotar un show de fuegos artificiales en la noche despejada. La municipalidad
de Villa del Rosario, todas las vísperas a la Navidad, gastaba una gruesa suma
de dinero de los contribuyentes en un espectáculo aéreo de juegos artificiales
que eran el deleite del pueblo. Los colores brillantes pintaban todas las cosas
sobre la tierra de momentos, rojos, amarillos y verdes hermosos y refulgentes,
mientras que las chispas volaban como lluvia de fuego que desaparecía en el
aire.
Y
allí ocurrió, esa primera vez, el suceso único que estaba esperando, aunque a
veces creo que era éste el que me esperaba a que creciera un poco, para
develarse ante mí. Entre todo jolgorio de ese caluroso instante, podía
distinguir todas las cosas que me rodeaban como en cámara lenta. Mientras que hombres
y mujeres se estrechaban fuertemente con una ternura infinita, deseándose Feliz
Navidad con dulcísimos susurros como solo los verdaderos amantes hacen, con los
ojos vidriosos de recuerdos e historias compartidas, indiferentes a sus ropas
sucias y el sudor de uno y el otro, mientras que los niños reían a carcajadas
con los destellos brillantes de los petardos que llenaban de ruidos de
explosiones la madrugada, mientras las copas cargadas de hielo y bebida
tintineaban cristalinamente y eran llevadas a las bocas, separados por casi dos
metros de distancia, estaba mi abuela de pie, estoica y silenciosa como una
estatua de la grácil Athena, mirando fijamente a mi abuelo, sentado y
encorvado, su opuesto oscuro, devolviéndole la mirada con el mentón en alza. En
ese instante silencioso, que me parecieron larguísimos segundos, los ojos de
ella fulguraban por momentos para luego colmarse de un cariño apabullante hacia
aquel hombre, algo que jamás había visto de ella. Los de él, llorosos y
rubicundos, se mantenían firmes, como estudiando una lección de un libro
interesantísimo, como devorando una información secreta sorpresivamente, y lo
alegraba, lo estremecía y alteraba su rictus, volviéndomelo irreconocible.
Duraba poco, demasiado poco para mi gusto, hasta que ella mirara al cielo como
el resto y él la imitara, y luego todo volvía a la normalidad.
Con
todo ese increíble espectáculo entendí tantas, tantísimas cosas, que me
hicieron un poco más adulto en un instante, un poco más consciente de la
realidad y mucho más serio de lo que ya era. Fue como si un velo de inocencia
se fuera de mis ojos y, finalmente, felizmente, comprendiera la lección. La
fiesta pueblerina, asquerosa como la sentía, no era lo que había visto en la
televisión. La Navidad era más que la reunión familiar; era medirse con su
pares para crecer y aprender, era ser parte de una celebración de la vida donde
la pompa nada tenía que ver, era escuela del comportamiento, era pasar de estar
tímido a histriónico con miles de coetáneos de distintas edades con quienes
divertirse lo que el día y la noche permitieran, era ingresar a un grupo y
volverse parte de ellos, parte de la familia. Y, para mis abuelos, era el corto
final de una pelea eterna; la del glorioso, el premiado con amor
inconmensurable por su vida de entrega y ayuda al prójimo, y por su ascetismo,
contra aquel que vivía en la soledad desesperante, en el silencio incómodo y en
la obliteración despectiva, por culpa de sus vicios y sus excesos. Para mis
abuelos, la Navidad era ese momento. Era una tregua temporaria en la trifulca y
el odio. Era una suspensión de los males cometidos de ambas partes y de los
malos tratos. Era la cesación de la enemistad para un último encuentro,
intangible, imaginario, en un abrazo entre iguales.
Era
una escena de perdón.
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