Las rosas de hoy, las que vemos
en los parques y jardines públicos de cualquier pueblo o ciudad, ya no huelen
como antes. Es lo de siempre: casi nada es como antes, a veces es incluso
mejor. Pero sí, cuando yo era niño, medio siglo arriba o abajo, las rosas
tenían un aroma tan intenso que si ahora oliera una podría dibujar con toda
fidelidad momentos cumbres de mi infancia. Es decir, todos. Y hasta la
fisonomía de mi pueblo, minúscula aldea castellana que hace arrumacos al Riaza
y se cuadra ante el Duero. Nunca, ni con el más fiel perfume de rosas he vuelto
a disfrutar de la embriaguez de aquellas de un rojo intenso, rojo sangre que
decían los mayores, de las que con tanto esmero se ocupaba mi abuelo. Eran
rosas públicas, patrimonio del pueblo, patrimonio de cada hogar y de muchos
corazones obligados a depositar parte de sus vidas en aquel jardín común, campo
al que llamaban santo y que aligeraba de defectos tanto a vivos como a muertos.
Pues bien, mi abuelo lo cavaba,
escardaba, regaba y abonaba. Mi abuelo era el enterrador del pueblo y me
llevaba con él cada vez que había de entregarse a estas labores.
Mi abuelo debía ser ateo, nunca
lo supe con seguridad, ni hoy me importa, pero sí, debía de serlo por detalles
posteriores en la vida familiar. Bueno, pues ateo y todo un año cargó conmigo
sobre sus hombros, a burrucutxus decimos en mi tierra adoptiva, durante
varios kilómetros como ruego, voto o promesa a la Virgen de los Huertos para
que me curara de una parálisis. Nunca sabré, y creo que es lo de menos, si me
curé o simplemente volví a andar porque así tenía que ser dada la causa del mal
que me aquejaba, aún hoy desconocido por mí.
Mi abuelo era tan entrañable que
yo rezaba para que también él nos visitara. El año que lo hizo era yo la
criatura más feliz del mundo. Tan feliz como cuando estaba con él en su pueblo,
que también era el mío y que me gustaba tanto como el adoptivo.
Desprotegido de arbolado y a merced de los vientos cantábricos, el lugar
muestra una espléndida panorámica en días sosegados, cuando sol y temperatura
nos dispersan a los críos por el prado.
Sólo tres familias habitaban por entonces en el
cerro, dos de ellas tan cercanas físicamente como alejadas en el ánimo.
Nosotros vivíamos un poco alejados de ambas.
Mario,
apodado Matatxú, vivía en la casa grande, casi una mansión, era hijo
único como única era su voluntad para los suyos. Y para todo aquel que tuviera
la mala suerte de mantenerse cercano. Ello no significaba por fuerza que su
apodo estuviera siempre justificado; tal vez nunca lo hubiera estado de no
tener las rencillas familiares efectos tan expansivos.
Ocupantes
de la contigua vivienda, miniatura que parecía creada para servir a la primera,
Darío y Marcelo no podían evitar pensar en Matatxú cada vez que oían de
su padre que El ser humano había nacido para bestia y aún no se había
dilucidado en qué momento quedó a medio camino. Pese a lo cual, los hermanos
tenían una irrefrenable tendencia a justificar el sobrenombre del vecino más
que en los palos que daba en la envidia que provocaba, ya que no había día que
no deslumbrara a la chiquillería con una adquisición nueva. Y con un «¡Qué te
van a traer a ti, desgraciao! Contento vas con que no se os caiga la
chabola encima.» Esto podía ir tanto para Darío como para Marcelo, quienes
preferían callar porque siempre le tuvieron por mucho más pobre que ellos por
el simple hecho de no tener quien le rompiera los juguetes en casa. Y lo veían
solo y refunfuñando todo el día por causa de su soledad. Marcelo y Darío no
dejaban de dar las gracias todos los días a sus padres, tanto por el hermano
como por haberlos llevado a vivir en aquel desierto verde. Paraíso al amanecer
y cárcel al llegar la tarde, como les gustaba bromear desde que descubrieran la
dureza invernal.
Yo
sabía todo esto porque los trataba mucho y era feliz cada vez que mi madre me
invitaba a compartir algo con ellos, como cuando les llevé unas sillas aún en
buen estado; mi madre los había visitado para darles la bienvenida y, advertida
la carencia, encontró la disculpa ideal para hacerse con unas sillas nuevas. De
ambos hermanos hablaba todos los días con mi abuelo el año que decidió pasar la
Navidad en nuestra compañía.
La
víspera de Reyes, endemoniado día de pugna entre lluvia y viento y, por lo
mismo, obligado a permanecer enclaustrado, no encontré mayor distracción que
remover toda la casa, armarios incluidos, para enseñar hasta el último detalle
a mi abuelo. Entonces fue ella, y es que dados los antecedentes en que le había
ido poniendo, tanto mi abuelo como yo nos dimos a la tarea de futuros reyes
magos con el mismo entusiasmo. Los emocionados padres de Darío y Marcelo no
sabían qué agradecían más, si la generosa dádiva o el esfuerzo de habérselos
llevado en tan atroz día.
Volvimos
a casa empapados y, como diría Cervantes, todo rotos; mi abuelo hasta llegó a
sentirse mal. Le pedí que se acostara y que durmiera; yo mismo, por
acompañarlo, me quede dormido junto a él. Cuando despertamos era ya de
madrugada; se ve que mis padres no quisieron despertarnos. Desde mi cama les oía
hablar fuerte; demasiado fuerte para lo que acostumbraban, mi madre incluso
lloriqueaba. Me acerqué a su puerta en silencio y me mantuve unos minutos
intentando captar la conversación.
«¿Pero
tú estás segura de que los compraste?, preguntaba mi padre. Cómo no lo voy a
estar, si es lo mismo que hago siempre, respondía ella sollozando; claro que
los compré y los traje a casa, y los guardé donde los guardo siempre.»
O
sea, que siempre lo han hecho así. No lo reyes, sino ellos.
«¿Los
compraste donde Tomás?, preguntaba mi padre, En ese caso allí estarán mañana».
«¡Sí!,
¿y hoy? Una cosa es no darle nada mejor, y otra que no reciba nada».
«Vamos,
cálmate, rogaba él; dale algo de dinero y hazle sentir que es su propio rey
mago. Y no te preocupes más; le diremos que ha habido un error en... En lo que
sea... Y como yo tengo pendiente el cobro de unos atrasos en cuanto podamos le
compensaremos; tal vez con los Reyes que siempre quisimos darle».
Buena la hemos hecho, dijo mi abuelo en cuanto
se lo conté. Lo mejor que podemos hacer ahora es dormirnos y tratar de
explicárselo mañana; conociendo a tus padres, sabes que te comprenderán,
después de todo viene a ser lo mismo que hacen ellos.
Pero
yo sabía que no podría dormir; sabía que ellos no tenían mucho dinero y que esa
noche no podrían descansar por mi culpa. Por la tuya no, decía mi abuelo, que
para algo soy mayor que tú, para tener más conocimiento. ¿Quieres que te cuente
historias para que nos volvamos a dormir? Aún recuerdo una de las más bonitas
que me contó esa noche, nada menos que, según él, el origen de la minería de mi
pueblo. El que ahora es ya el mío.
Verás, me dijo, esta historia empezó hará unos
doscientos años, cuando un preso al que conducían al destierro, al otro lado
del mundo, logró zafarse de sus guardianes. Agazapado entre la tupida
vegetación y agradecido a la complicidad de la noche, quiso la suerte de este
prófugo que no volvieran a capturarlo, si bien recibió al nuevo día con la
misma ira con que había recibido los latigazos de sus guardianes. ¡Maldito
delator!, gritó al sol, ojalá te hundas en las profundidades del agua. «Vana
imprecación la tuya, reo vil, dijo el Astro. Vana porque todo espacio es mío y
puedo asomarme a él cuando me plazca. Quien no valora la libertad no merece
disfrutarla. Desde ahora te condeno a vivir con las extremidades inferiores
sumergidas y las superiores laceradas por mis rayos allá por donde quiera que
vayas. Vagarás sin descanso y crecerás hasta que yo diga basta. Tus largas
piernas sentirán el frescor de un agua que jamás calmará la sed que yo te iré
produciendo. Y el día que la calme, no será con agua, sino con sangre. Tú mismo
la harás brotar de una montaña sobre la que yacerás agotado. Será tu única
oportunidad de salvarte; de cómo la resuelvas, no sólo dependerá tu vida, sino
la de muchos humanos.»
Su
errabundo peregrinar comenzó en el Mar de Tasmania, con la luz de los primeros
rayos de sol infiltrándose en el agua. Se cuenta que partió rabiando, que
atravesó el Pacífico en idénticas condiciones, que cruzó el istmo de Panamá de
una zancada y que llegó al Cantábrico perseguido por todos los vientos de Nueva
Zelanda. Se paró frente al ángulo del golfo de Vizcaya y no ocurrió nada. ¿Podría
creerse que se había enternecido Helios? El gigante sumergido apoyó la mano
izquierda en Biarritz y la derecha en Vizcaya, inclinó la cabeza hacia sí, como
si meditara, y lanzó un sonoro suspiro seguido de un perceptible silencio. He
aquí tu ocasión, proclamaba ese silencio. Sal del agua, camina sobre tierra y
que la sombra te cobije. Indultado por las más altas instancias, sintió el
gigante ceder la humedad bajo sus plantas. Miró a su derecha; a su izquierda...
Y se quedó en Vizcaya.
Había
pisado tierra firme; quedaba saciar la sed. Aplastando a su paso alfalfas,
maíz, judías o lechugas, aspaba los brazos hacia las nubes y no en ademán de
súplica. «¿Qué más quiere el Sol de mí?» Enloquecido por la sed, siguió su
marcha hasta desplomarse sobre una frondosa y húmeda colina sin que encontrara
el manantial que proclamaba. A su ira siguió un golpe y al golpe un torrente,
más no de agua. El gigante bebió sin medida, sin saciar la sed en aquel fluir
de sangre que no cesaba. Más de dos generaciones sufrieron al irredento sobre
aquellas montañas.
¿Te lo has inventado tú, abuelo?, preguntaba yo
incrédulo de que un enterrador de pueblo supiera tanto. Nunca trabajé en las
minas, decía él orgulloso de despertar mi insaciable interés, pero sé muy bien
su historia, la aprendí cuando era enfermero en Madrid, antes de preferir las
orillas de nuestro querido Duero. Y guiñaba un ojo cuando decía lo de
«nuestro».
Abuelo,
le decía yo, ahora tendré que decirles lo que ha pasado. Sí, convenía él, pero
sólo para que se queden tranquilos. Tendré que decirles que Darío y Marcelo no
reciben regalos. Ni siquiera saben quiénes son los Reyes Magos; me lo dijeron
un día, me dijeron que a ellos no los visitaban nunca. Y nunca quiere decir que
jamás han tenido juguetes. Eso es lo peor que hay. Eso tiene que ser muy
jodido, como dice papá cuando se le escapa el tren de las cinco de la mañana.
Aunque poco, a mí siempre me traen algo. Sólo que cuando veo las cosas que le
traen a Matatxú he llegado a pensar que sus padres sí sabían pedir cosas
a los Reyes, o que los que conocen papá y mamá son mucho más aburridos.
Después
de recibir las monedas con una alegría inusual —como que era la primera vez que me daban dinero
el día de Reyes—,
vi que mi madre me miraba desayunar un tanto desconcertada; hasta la mermelada
de cereza que ella misma hacía y que no solía alabarle a diario me parecía en
ese momento maravillosa y se lo demostraba.
Luego
me acerqué hasta el pueblo deseando encontrarme a los hermanos para disfrutar
de su alegría. No tardaron en aparecer, radiantes y cargados de juguetes como
no se atrevieron a imaginar, decían.
¿Sabes
lo que más nos gustaría? Ir a tu casa para darle las gracias a tu madre, la mía
dice que es un ángel. Y la madrina de nuestra buena suerte.
Aquello
me mosqueaba un poco; cierto que entre los juguetes que llevaban estaban los
que hubieran sido míos, pero también otros mucho mejores.
¿Qué
le han traído a Mario?, pregunté por salir de mi turbación, sin que me
importara la suerte de ese Matatxú de mierda. Seguro que está por ahí
pavoneándose con toda su metralla a cuestas.
No lo sé, dijo Darío; cuando
venía para acá vi pasar a la ambulancia que venía de su casa. Oí decir algo
sobre la dipteria. Ha debido ser de madrugada, porque yo le vi por la tarde y
me acorraló con que si le iban a traer una moto, una goitibera...
Lo
siento, dije, tampoco era eso.
Nosotros
también lo sentimos, dijo Marcelo; no nos gusta que nadie sufra, y menos ahora
que somos felices, ahora que nos vamos a Disney de América; a nuestros padres les cayó la lotería.
Ya no me importa irme mañana, me
dijo mi abuelo; viéndote tan feliz no podía yo irme más contento.
Mi abuelo era el enterrador del
pueblo. Nunca supe por qué lo llamaban el abogao.
María Jesús Benedicte Arnaiz
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