Revista de creación literaria en busca de creadores del mundo

sábado, 30 de noviembre de 2013

Pubis púber, de Antonio Soto (Reseña nº 382 bis)

Antonio Soto
Pubis Púber
Pictografía Ediciones, 2011

¿Es Antonio Soto un provocador? Sí. Por eso, y porque yo también lo soy, me cae bien. Sin embargo, hay diferencias: un servidor provoca escribiendo poesía religiosa; Antonio Soto lo hace escribiendo poesía erótica. Y de este erotismo es del que vengo a hablar. En una entrega anterior al libro que nos ocupa, Pubis Púber, Antonio ya había abordado esta temática. Se trataba de una obra en cuyo título, Lolitas, con un guiño claro a Nobokov, se insinuaba la frescura o nubilidad del deseo, y sus páginas no desmerecían tal insinuación. Se cantaba en él la plenitud del gozo y, en sí mismo agotado, su posterior desencanto; la consiguiente soledad de la carne le iba a la zaga. No obstante, Lolitas, en la apreciación de su autor, abordaba la temática desde un punto de vista urbano; Pubis Púber lo hace desde la misma esencia del erotismo.
Alguien que hiciera una lectura rápida de Pubis Púber podría llegar a la conclusión de que es un libro sinvergonzón sin más, pícaro, donde el autor da rienda a sus instintos adornándolos de clasicismo romano estilo Lucrecio, Ovidio o Catulo, o de sensualidad árabe, tal vez a lo Al-Mutamid o Ibn Zaydun de la Taifa de Sevilla o a lo Omar Khayyam de Persia; pero, quien pensara así, se engañaría y sería índice de que no ha entendido el libro. No comparto en absoluto tal tipo de lectura, ligera y simplona. Por de pronto, cabe desentrañar en la obra más de un eje de sentido; me concentraré en dos de estos, quizá aquellos resaltados con trazos medianamente gruesos: su incidencia en temas de metapoética, o, si se quiere, colaterales al devenir de lo poético, por un lado, y la belleza con que canta la celebración erótica, por otro.
Antonio Soto no tiene pelos en la lengua para señalar una serie de pestes que asolan, y azotan, la poesía. Primera peste: La venganza del mediocre. Sean los Demetrios, malos poetas y malas personas, que se permiten el juicio pretendidamente gracioso sobre aquello que ni entienden ni, como es de recibo, está a la mano de sus posibilidades; son estos los que, azuzados por la picajosa envidia, proyectan en los demás la propia estulticia de la que son acreedores El autor, consciente de ese tipo de adosados, les adjudica un poema. Más parece una admonición o conjuro:
Que las musas te confundan, Demetrio,
pues eres pésimo poeta
y mala persona.
Me han contado que todos temen
tu lengua envenenada,
cosa que a mí nada me asusta.
Si has de nombrarme
cuida bien tus palabras,
no vaya a ser que te quedes sin boca.
Tras la advertencia a los Demetrios, el autor señala otro lastre de lo poético; se trata de la segunda peste: La maricona loca. Pertenecen a este tipo todo ese atajo de maricones (entiéndase bien lo que digo: hablo de maricones, no de homosexuales, ponderando debidamente la distinción, ya clásica, realizada por J.A. Goytisolo) que se acercan a este mundo, no porque hayan sentido alguna vez la escritura como una necesidad sino para satisfacer sus perversiones. Hacen un daño terrible, pues engañan con su labia, seducen y pervierten la inocencia. Entre las confusiones que pululan por sus locas cabezas, les anida la idea de que los demás poetas son como ellos, cosa que no es así. Podría tener hasta gracejo dicha confusión. El problema es que las buenas gentes pueden ser inducidas a error y llegar, de este modo, a emitir consideraciones equivocadas dignas del correctivo dado a los Demetrios. Para que nadie se lleve a engaño, ni tampoco llegue a opiniones tan injustas como lamentables, resulta interesante señalarlos. Sean los Venusios:
Jovencitos, guardaros de Venusio
y de sus malas artes,
pues, no es la poesía
lo que le atrae y busca con esmero,
sino vuestros hermosos culos
y vuestras pollas duras.
Tercera peste: El plagio sin escrúpulos. Los plagiadores son legión, abundan en cualesquiera círculos y hay tantos que no se pueden dar nombres. El plagiador, por descontado, no es aquel que por sola mímesis (capacidad, por otro lado, propia del buen poeta) llega a escribir al estilo de los poetas que admira, sino aquel otro que cobra piezas cuando es llamado como jurado de premios, o ese que pulula por los ambientillos donde se cuecen las habas y va de taller de poesía en taller de poesía agarrando lo que no es suyo, o el que se erige en autoridad de lo poético por su propia gracia y deliberadamente roba lo que el inocente le lleva creyendo haber reconocido en él a un maestro. Son depredadores de la peor calaña, pues, tras la vampirización, ningunean al copiado. Antonio Soto los increpa:
¿Qué derecho o razón os mueve
a robar la voz que no es vuestra?
Si la historia estuviera
llena de miserables,
vosotros, plagiadores,
seríais los campeones de la mierda.
 Y, por si fuera poco, como coda de estas pestes, los Cornelios, los Glaucos... aquellos que se empeñan en sacar agua de donde no hay, los malos poetas que insisten, insisten y torturan las almas cándidas o débiles incapaces de una huida a tiempo. Cuarta peste: El atascado insistente.
A los Cornelios, aconseja:
Cuando nada hay que decir,
más vale no insistas
en lo dicho, Cornelio;
pues, de qué te sirve
decir siempre las mismas palabras
y los mismos versos.
Así, que guarda silencio
y no nos tortures con más de lo mismo.
Con los Glaucos es más agresivo:
Hoy, he leído tu último libro, Glauco,
y rápido me fui al retrete.
¿Hay más pestes que asolen lo poético? Indudablemente, sí; pero nuestro autor, generoso, no insiste. Ha trenzado en su libro poemas que advierten al lector sobre estas desgracias; certeramente intercalados proponen matiz y procuran deshago. Pero son intenciones más interesantes las que llevan al centro de los motivos del libro: Hablemos ahora de lo erótico tal y como aparece en él.

Pubis Púber canta la belleza de la mujer (que es lo que un hombre tiene que hacer), el milagro de su existencia, la pasión irrefrenable con la que se la desea:
Todo en ti es milagro:
vulva, labios, flor...
Beso negro de mi boca,
por ti se cierran los mares
y se desbordan los ríos,
por ti y solo por ti
vivo y muero.
Rincón oscuro de mi alma,
llaga roja de mi sed.
Sí, hay en el libro un deseo protervo que cabalga al lado de una excesiva genitalidad, pues no aparecen en él cuellos de garza, glaucos ojos, marfileñas manos, pomposos epítetos o pedanterías tramposas que distraigan la atención de lo fundamental: se va derecho al sexo, al pubis, a la carne. Ahora bien, dicho esto, cabe la salvedad de que con ello, junto a ello, en nombre o en razón de ello, se ha producido una toma de consciencia, y esta no es otra que aquella que pondera el sexo como motor de la vida, en sí mismo inocente o grácil, y que por él se transforma la misma carne en materia del vuelo. Aparecerán los pájaros, por tanto: Pájaros que cantáis sobre los árboles/ que mi amor despierte de su sueño/ oyendo vuestra música dulce... Lo básico del deseo se trasciende; no veo yo aquí un amor ciego entre cuerpos que se chocan y satisfacen una necesidad puramente animal. Si es verdad que todo hombre o mujer llegados un momento de sus vidas sienten en ellos una fuerza que viene de lejos y los zarandea, de la que no son dueños y apenas comprenden o controlan, también es verdad que esa fuerza pronto se reviste de una corporeidad concreta, y por tal cuerpo en singular, adquiere nombre. No me sorprende, por tanto, que los poemas de Pubis Púber, incluso los que el autor pretende más procaces, otorguen un nombre a la amada.
Hablaba C.S. Lewis en el capítulo que dedica a Eros de su libro Los cuatro amores de la nudez. La nudez es eso, lo que queda después de desprendido el envoltorio; los cuerpos desnudos se parecen unos a otros, hasta el punto de que pueden ser indistintos si la luz es difusa; esos cuerpos propiamente se individualizan cuando están vestidos. Ahora bien, la primera vestimenta que podemos darle a un cuerpo, y vestimenta esencial por cuanto definitoria, es un nombre; por ese nombre el cuerpo deviene distinto incluso en la oscuridad. Antonio Soto da nombres, y muchos: Laura, Fídula, Lucrecia, Claudia, Lucia, Lumila, Herminia, Clodis... Todos ellos invisten a la hembra, la convierten en mujer, la individualizan; por ellos la mecánica del deseo se convierte propiamente en Eros. El sexo, Venus Afrodita, común a todos los hombres en cuanto deseo animal, ciego y mecánico, por el nombre revierte, repito, en Eros: en deseo concreto, singular, definido; por tanto, ya no es deseo sin más, sino que es deseo humano, preludio del amor.  
 Pero hay más: por esta multiplicación indefinida de nombres, Antonio Soto consigue celebrar a la mujer en sí misma, como pura femeneidad; las mujeres a las que canta son todas las posibles, y siendo todas, lo femenino ancestral se eleva en su canto: todas ellas se individualizan, pero todas ellas son una, vasto el amor y potente.
Mi corazón palidece al verte, Fídula.
¿Qué veneno pusiste en mi copa
que a todas horas te deseo?
Si miro a unos ojos, son tus ojos los que siento;
si me hablan, es tu voz
la que suena en mis oídos;
incluso, cuando miro la Luna,
es tu rostro, Fídula, el que estoy mirando.
La pasión es olvido de sí, y lleva a un hombre y a una mujer a devorarse mutuamente, a trascenderse, trasparenciando sus cuerpos, el uno en el otro. Comunión profunda, profundo amor; profundo deseo que no se satisface sino ardiendo en su propia hoguera. Sí, esto es cuestión de hormonas, pero hay un plus: el plus de la libertad debida, el encuentro en el amor. Entonces, verdaderamente es maravilloso. Sexo con pasión, sexo con amor, sexo en que un hombre reconoce a su mujer y la llama Eva, carne de mi carne y huesos de mis huesos. ¿Habrá algo más maravilloso que esto? El amor con sus penas, con su melancolía, con su plenitud. El sexo-amor de la pareja, el amante penando ante la ausencia de la amada porque todo lo llena ella, porque la amada se convierte en la totalidad del mundo.
Pájaros que atravesáis las distancias,
id a decirle a mi amor
que mi corazón está triste
como aquellos árboles bajo la niebla.
El sexo puede existir sin amor, pero no el amor, si de pareja hablamos, sin sexo (lo que lleva a ponderar como algo implícito el hecho de que, entre los dos seres que se aman, junto a la atracción sexual, tienen que existir más atracciones, sean estas emocionales, intelectuales o espirituales). Si antes he ponderado una reflexión de C. S. Lewis, vengo ahora a traer otra. Señala este autor que frente al deseo de la carne caben tres actitudes. Las dos primeras son antitéticas y se caracterizan porque ambas absolutizan el cuerpo; la tercera, en cuanto equilibra y supera a las dos anteriores, lo relativiza. La primera actitud es la del asceta, y consiste en la negación del cuerpo; muchos abusos se han hecho por quienes la han adoptado. La segunda es la que convierte el cuerpo en religión, religión fálica, orgía de los sentidos, bacanal, desbarajuste, y no menos abusos se han realizado en su nombre. La primera actitud supone la esclavitud del cuerpo ejercida por el espíritu; la segunda, la esclavitud sin más del cuerpo por el instinto, pues se niega el espíritu por el cuerpo. Podíamos seguir reflexionando y llamar a la primera actitud luciferina, propia de ciertas élites; mientras que, a la segunda, la llamaremos satánica, propia de las masas: son insanas las dos, inhumanas, destructivas. Al respecto, podemos traer la conocida reflexión de Pascal: «L’homme n’est ni ange ni bête; et le malheur veut que qui veut faire l’ange faite le bête». (El hombre no es ni ángel ni bestia, y la desgracia quiere que quien quiere hacer el ángel hace la bestia.) Es una frase tan cierta como lapidaria; por lo tanto, conformémonos con lo que somos: hombres. Por eso vengo a ponderar la tercera actitud de la que habla C.G. Lewis frente al cuerpo. Es aquella que simpáticamente expresa san Francisco de Asís cuando llama al cuerpo hermano Asno.
Están aquellos que piensan que domar el sexo es domar y, en consecuencia, cabalgar el tigre, y cuanto antes se realice, más pronto se escapa de la esclavitud a que nos someten los sentidos; se asciende, de este modo, al reino de la libertad. La emasculación de Orígenes, la soberbia de ciertas sectas, religiosas o gnósticas, son ejemplos claros de aquello a lo que puede llevar tal actitud. Pero el cuerpo dejado a su antojo no es menos peligroso, porque si cierto es que nadie puede hacer el ángel sin hacer la bestia (y no hablemos del efecto de rebote), tampoco se puede hacer la bestia sin que se induzca una degradación, con el permiso de la bestia, de la misma bestia; no es cosa baladí que cualquier perversión que se pueda imaginar en materia sexual, el hombre ya la haya realizado. Un ser de fuertes extremos este que llamamos humano... ¿Entonces? Pues dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; por eso yo me inclino por las opiniones de Lewis o san Francisco: Al enfocar debidamente el sexo, esto es, de manera equilibrada, resulta todo tan sencillo como cabalgar un tranquilo, renuente, patético, sufrido, tozudo, risible asno. Dicho lo precedente, no sé por qué, detrás del ritmo al trotecillo de las páginas de Pubis Púber, la ironía que a veces destilan, y contemplando los delicados, y casi etéreos, dibujos de la propia mano del autor que lo ilustran, veo a un Antonio Soto un tanto juguetón.

Pubis Púber es un libro fuerte, espeso como el vino, donde no se da cabida al remilgo. Un mojigato se puede asustar ante él; un degenerado, lo puede malinterpretar; pero una persona normal lo ve como lo que es: una expresión poética del amor en su acepción básica de genitalidad o Venus Pandemia, y aun así, genitalidad que pugna por trascenderse, alcanzar la ternura, la perfecta emoción y la belleza ardiente del espíritu; y, de este modo, remontando sobre el mismo Eros, llegar a convertirse, en definitiva, en Venus Urania, según la vieja distinción platónica.
Veamos, para terminar, un delicioso poema, donde el suave encabalgamiento de sus versos aproxima de forma exquisita esa tersura entre las flores ceñida, el leve roce del recuerdo de la lluvia y de las manos de Lumila:
Hoy ha llovido, Lumila,
y todo ha recobrado su esplendor.
El alegre canto de un pájaro
sobre las ramas del ciprés,
me ha recordado la belleza
de tus manos, acariciando
la levedad de los jazmines
y de las rosas.

Jesús Cánovas

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