Mi infancia fue complicada; mis hermanos me veían como un mediocre sin talento, nada más lejos de mi potencial. Todavía era muy pequeño para conseguir hacer mi voluntad. Si no hubiera sido por mi madre, no habría sobrevivido a las envidias y ataques a los que me estaban sometiendo mis brutales hermanos. Pero los pasillos, otrora oscuros e inaccesibles, me eran mostrados con vívida claridad. Conocía cómo llegar a los calabozos, donde esperaba encontrarla a ella; no podía dejarla en manos de mis brutales hermanos.
Llegué
a la zona sin ningún contratiempo y la encontré encadenada en una de
las celdas. Descerrajé la puerta y la liberé. Ella, sorprendida, me
dijo: —No tuve más remedio...
—No sigas, hiciste lo correcto, la interrumpí mientras arrancaba la cadena.
—¿Cómo has logrado escapar? —quiso saber ella mientras se frotaba las muñecas.
—El suero sigue corriendo por mis venas, solo tengo que activarlo. Debemos alcanzar la lanzadera —dije sin más.
No podía decirle que no iría con ella; debía pararles los pies a mis hermanos y al resto de la familia.
"Sígueme",
le dije. Comenzamos una carrera contra el tiempo. Nos fuimos
encontrando con guardias a los que, con rápidos movimientos, dejaba
fuera de combate.
En el
hangar, la introduje en una cabina de supervivencia y la lancé al
espacio. Ella se resistía a dejarme atrás, pero le dije: "Tranquila, aún
no me ha llegado el día". La besé con ternura.
Me encaminé al salón del trono, donde me esperaban mis augustos padres y mis dos detestables hermanos.
Continuará...
M. D. Álvarez
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