En
una sala fría, un hombre serio, con bata y guantes blancos, observa a una
serpiente con la cabeza machacada. El hombre pone música clásica. Coloca al
reptil en una posición ventrodorsal y, con un bisturí, hace una incisión desde
el cuello a la cloaca. Suda. Suda mucho. Frente, cejas… Con la manga de la
bata, se quita el sudor. No dañaré ningún órgano, piensa. Con pinzas y tijeras,
separa piel y músculos. Lo hace con mimo, casi con cariño. Al terminar, admira
su trabajo. Limpia la mesa y coloca una lámina de corcho del tamaño del animal.
Encima de la lámina sitúa el cadáver. Coge unos alfileres gruesos y pincha la
piel, uniéndola al corcho. Despacio, con paciencia; siguiendo el curso de aquel
cuerpo alargado. Primero, el lado izquierdo; después, el derecho. Al concluir,
hace unas fotografías. Apaga la música y enciende una videocámara. Comienza la
grabación. Expone las características del ofidio, añadiendo que ese ejemplar
les llegó con la cabeza machacada. «Normalmente mueren por causas naturales.» Señala
los órganos. «La tráquea», dice, «está formada por anillos cartilaginosos
incompletos, su porción ventral es rígida y el extremo dorsal es de naturaleza
membranosa.» Fija la vista en el pulmón derecho. Lo exhibe. «Casi abarca todo
el cuerpo.» Secreciones, mucosidad, un color blanquecino demasiado rojo. Mira a
la cámara y habla de ello. Problemas respiratorios, piensa. Señala el izquierdo,
más pequeño, diciendo que el funcional es el derecho. No así en el resto de
reptiles. Con las pinzas mueve el corazón, mostrando ventrículo y aurículas.
«Esta movilidad», indica luego, «facilita el paso de la presa por el esófago».
Se imagina cómo esa telilla tan fina se dilata y por ahí pasan ratones, sapos,
pájaros… Una digestión que puede durar días, incluso meses. Señala el tubo
digestivo; de la boca a la cloaca. Explica que el jugo gástrico de las
serpientes, al tener un pH muy ácido, le permite digerir los huesos de sus
presas. Con las pinzas palpa el estómago, que tiene aire dentro. Se fija en
unos puntos blancos, posibles parásitos, y hemorragias. Más golpes, piensa. «No
hay cuerpos de grasa. Está muy debajo de su peso. El hígado parece sano.» Sitúa
la vesícula biliar junto al páncreas y el bazo. Muestra dos riñones lobulados.
Al dar con los ovarios, comenta que es hembra y explica las diferencias. Añade
algo sobre los intestinos y se despide.
Apaga
la videocámara. Se enjuga el sudor y pone la música. Cierra los ojos. Los
arpegios lo envuelven. Se quita los guantes y se acerca al reptil. Palpa los
anillos cartilaginosos de la tráquea. Tan flexible, tan elástica. La rodea con
los dedos y se ríe, mostrando unos dientes pequeños. Luego, hinca sus uñas y
aprieta. De un tirón, la arranca. Se lleva un extremo a la boca y, con los
dedos ligeramente arqueados, toca. Allegretto. Tres por cuatro. Laa sol si la
sol si laaaaa sool fa sol fa mi reeeee… Cuando se cansa, tira la tráquea al
suelo y escruta el cadáver. Coge las pinzas que mueve como si dirigiese una
orquesta. Detiene el brazo y, fijándose en la víctima, lo extiende como si
blandiera una espada. Clava las pinzas en el hígado. Una y otra vez, hasta
despedazarlo. Quedan trozos pegados a sus dedos que se limpia con el trapo. La
melodía le deprime. Hay que seguir, seguir… Ahora agarra… las tijeras y trocea
la vena cava. Se excita. Imposible parar. Mete los dedos en el estómago. Acaricia
las paredes musculares. Aplasta con los nudillos la vesícula biliar, ese saco verde
que le repugna. Extirpa ovarios, riñones, páncreas y bazo. Luego, taconea sobre
las masas viscosas con zapatos grandes y negros. Oye los aplausos. Escucha los
oles, que braman. Se debe a su público. Coge los instrumentos. En la mano
izquierda, las tijeras; en la derecha, el bisturí. Acerca las manos y alza los
codos. Se sitúa frente al animal. Con los pies juntos inclina el cuerpo hacia
un lado, da un salto, y clava tijeras y bisturí en el tubo digestivo. Aplauden,
gritan. Saluda a la afición. Sujeta el trapo por la espalda con ambas manos, da
medio giro, y lo levanta deslizándolo por el lomo de la serpiente. ¡Ole! El
hombre se pone de rodillas con el trapo extendido sobre el suelo. Lo alza
pasándolo de izquierda a derecha sobre la cabeza del reptil. ¡Ole, ole! Se
levanta y saluda. Gritan su nombre, lo quieren. Mientras remata una verónica,
sabe que no puede retardarlo más. Coge el bisturí y se concentra. Mira a la
serpiente. Le corre un sudor frío. El estoque de muerte. Se lo debe. A su
público. Se lo debe. Segundos, apenas unos segundos, y el hombre atraviesa el corazón
del animal y lo extrae. Oye los vítores, las ovaciones. Se pasea por la sala
empuñando el bisturí con el corazón ensartado. La multitud agita pañuelos
blancos. El presidente otorga la lengua. El hombre abre la boca aporreada de la
serpiente, estira la lengua del reptil y le da un tijeretazo. Rodea la mesa de
zinc alzando la lengua bífida. El público brama. Le tiran claveles, tangas
rojos, negros, que coge y huele mientras piensa en la próxima disección.
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