Nunca
se lo había confesado a nadie: se sentía muy solo. Sobre todo en diciembre,
cuando comenzaban a llegar las sacas con las cartas de los niños. A mediados de
mes, ya se apiñaban por todos los rincones de la casa rebosando ilusiones,
sueños y deseos dirigidos a Baltasar o a Melchor, o a «Los Reyes Magos»… pero
no a Gaspar. No, a él no. Cuando por las tardes se reunían en el salón para
repartirlas, el alma, despechada, sangraba. Baltasar, Baltasar, Melchor,
Baltasar, Melchor, Baltasar, Baltasar, Gaspar… siempre era igual. Dos montones
crecían a pasos agigantados. Torres imponentes que parecían burlarse de las
suyas, exiguas, pequeñas y ridículas.
Al
principio, cuando aún era un Rey joven e inexperto, asistía expectante al
reparto de las cartas con la misma ilusión de los niños que las escribían.
Sobres blancos, amarillos, azules, adornados con dibujos de flores, animales o
soles. Miraba maravillado los nombres escritos con esa letra infantil gordita y
grandota esperando descubrir el suyo; pero apenas aparecía y el anhelo dio paso
a la desgana. Con el paso de los años anidó la desilusión en su pecho y ya no
esperaba; por eso al leerlo lo sentía como un pequeño milagro, un regalo. No le
consolaban las cartas dirigidas «A los Reyes Magos». En su fuero interno
pensaba que, en realidad, aquellas palabras traducían «A mis dos Reyes Magos
favoritos». Y esa certeza se le clavaba en el pecho como una daga.
Melchor
y Baltasar no sospechaban nada aunque, a veces, les parecía descubrir en su
rostro una mueca amarga que pretendía ser sonrisa; o una lágrima furtiva en los
ojos humedecidos por la tristeza y no por la alegría. Se convencía de que no le
importaba, pero no podía evitar sentir una tristeza insondable, una honda
pesadumbre, un dolor que le carcomía el alma. ¿Por qué los niños no le
preferían a él? ¿Qué tenía de malo? Siempre les había adorado. Eran la prueba
viviente de que Dios seguía creyendo en los hombres. Eran las perlas de una
ostra, el milagro de los milagros. En aquellos largos viajes que realizaban
antaño cuando no eran Reyes sino humildes magos, le gustaba parar a acariciar a
los niños que crecían en la miseria de las aldeas como flores en el estiércol,
fuegos fatuos en los pantanos, peces de piel plateada del fango. Acariciaba a
los que no eran fruto del amor sino del odio, la ignorancia o la lujuria. Hijos
de Dios que no de los hombres, que no amaban el milagro. Les bendecía con el
incienso que otros reservaban para los príncipes porque él, Kansbar, sabía ver
la grandeza bajo los harapos y las nubes de moscas; el alma pura que refulgía a
través del pecho. Los ojos infantiles se iluminaban al descubrir la ternura de
una suave caricia en el rostro, el gesto de padre que revolvía el pelo, la
ternura de la palmada en la espalda; ellos que sólo eran carne maleada a palos,
un error de la vida, una boca que sobra.
Por
eso no entendía el actual desprecio. ¿Por qué no querían que les revolviera el
pelo?¿Por qué sus caricias se le marchitaban entre los dedos? Le entristecían
las tardes de Navidad en las que se sentaban en los tronos de los centros comerciales,
infiltrados como actores pagados por los comerciantes, para recibir las cartas
de las manos de los niños. Ellos hacían cola ilusionados, moviéndose de lado a
lado como olas que ansían llegar a la orilla, un enjambre apenas controlado por
los padres. Cuando llegaban a él, los más educados disimulaban un mohín de
desilusión, se sentaban en su rodilla y le contaban sus sueños para el nuevo
año. Los que no entendían de convencionalismos, se quejaban sin pudor: «Yo
quiero a Baltasar, mamá» «¿Por qué no esperamos a Melchor?» Los padres le
pedían disculpas con los ojos mientras explicaban a su hijo que todos los Reyes
eran iguales, que Gaspar era un buen mago y que, como tal, le traería todo lo
que merecía. Si ellos supieran que no era un actor.. que era un Rey Mago real
y... ¡SÍ!¡En justicia! No un Rey igual a los otros dos sino... ¡mejor!
Sabía
que era vanidad, pero no podía evitar sentirse superior. La Historia no le
había hecho justicia. Fue él quien descubrió una noche aquella estrella
distinta al resto. Observaba la Vía Láctea extendida en el cielo como un río de
cremosa leche cuando, de repente, la estrella apareció ante él. En un principio
pensó que no se había percatado de su presencia, absorto como se encontraba en
la contemplación del brillante camino celeste, hasta que la estrella se
desplazó con un movimiento raudo a la izquierda y luego, de nuevo, al centro,
quedando suspendida ante la mirada atónita. Un fugaz destello le atravesó el
pecho y los ojos y el alma entendieron. Le costó mucho trabajo convencerles de
que aquella estrella que ahora permanecía inmóvil era un guía que les llevaría
hasta la misma cuna del Rey de los judíos. Era un largo viaje plagado de
peligros y Melchor, cauto y precavido, se oponía con firmeza. Baltasar se
debatía entre el respeto al anciano y las ansias de vivir una aventura, pero le
pudo la prudencia y votó en contra. Decidido, Gaspar preparó el viaje jurándose
a sí mismo que sortearía sin ayuda todos los obstáculos que encontrara en el
camino. Cuando el camello se irguió imponente, la estrella brilló como un sol
que deviene supernova y la noche se hizo día. Un rayo se desplegó ante la
modesta comitiva y los escépticos creyeron.
Nada
perturbó aquel largo viaje. Protegidos por el aura de una luz divina, casi
parecían flotar etéreos sobre las sendas. Las arenas movedizas tornaban suelo
firme, las nubes cubrían el sol de mediodía, el viento soplaba suave a su
espalda. Ni hombre ni bestia osó interponerse. Los bandidos guardaban sus
armas, los aldeanos se inclinaban a su paso, hasta las alimañas bajaban el
hocico y mostraban nobleza. Todas menos el Rey Herodes «Id allá y averiguad con
diligencia acerca del niño; y cuando le halléis, hacédmelo saber, para que yo
también vaya y le adore». Los labios sonreían, pero los ojos rezumaban maldad.
Baltasar y Melchor no parecieron darse cuenta pero a él se le asemejó la
serpiente del Paraíso que culebreaba insidiosa tentando con el fruto prohibido.
En realidad no tenían ninguna necesidad de preguntar a Herodes dónde había
nacido el niño. La estrella les guio desde Oriente y en Jerusalén siguió
mostrándoles el camino; pero Melchor consideró que debían presentar sus
respetos al Rey de aquel país. Y así lo hicieron. «En Belén está –les
dijo, tras consultar a sus principales sacerdotes y escribas del pueblo–
porque el profeta aseguró que de Belén de Judea saldría un guiador que
apacentaría al pueblo de Israel».
Y a
Belén encaminaron sus pasos. La luna se alzaba en el horizonte cuando llegaron;
a pesar de que estaba llena, palidecía al lado de la estrella que iluminaba el
establo. Humilde cuna para el que sería el Rey de Reyes. Ante él se postraron y
le ofrecieron sus presentes. Oro para un Rey, incienso para un dios y mirra
para un hombre. Y al hijo de un hombre fue al que tomó entre sus brazos ante la
mirada recriminatoria de Melchor; pero... ¿cómo no acariciar al niño que
moriría para salvar a todos? Era liviano como un colibrí y su piel suave como
la seda olía a tierra. Cuando la manita se aferró a su dedo, sintió que el
cachorro que sería León de Judá le robaba el corazón y anidaba en él. Por eso
su corazón sintió la inocencia del niño que descubre el mundo paso a paso, la
dura y larga metamorfosis de un adolescente que se convierte en el hombre que
redimiría a todos los hombres, la valentía del día que dio el primer paso como
maestro. Y sintió con él la alegría al encontrar discípulos, el profundo amor
por los leprosos, los ladrones y las prostitutas, el milagro exultante de los
muertos que se alzan y ciegos que ven. Y el dolor al saberse traicionado y
negado, los aullidos de la jauría que salvaban al asesino, el Vía Crucis interminable
y la muerte agónica vívida como si fuese su frente la lacerada por la corona de
espinos, su costado la herida abierta por la lanza del soldado, los tendones de
sus muñecas los que se desgarraban por los clavos. Y sintió el miedo, la muerte
que enfriaba sus huesos, la oscuridad, la calma y la luz al final del túnel al
amanecer del tercer día.
En
ocasiones, la tristeza daba paso a una ira sorda y a un rencor indigno. «Señor,
Señor, por qué me has abandonado» gritaba su pecho. Y el grito moría en su
garganta, emponzoñando la lengua y los labios que ya no sonreían. Era una
mísera sombra que se difuminaba tras las dos espaldas. Rey destronado sin cetro
ni reino. Un corazón de carbón.
De
nuevo, diciembre. Como tantos otros, fueron de incógnito a un modesto centro
comercial a recoger las cartas de los niños y a escuchar sus sueños, sus
ilusiones y sus esperanzas. Y, como tantos otros, él compuso una sonrisa ante
los rostros infantiles decepcionados. Estaba absorto en sus pensamientos cuando
sintió el peso liviano de un niño que se sentó sobre su rodilla y el calor de
las pequeñas manitas que apretaron con ternura la suya.
—Mi querido Kansbar.
Su
corazón saltó en el pecho al oír su verdadero nombre. ¿Cuánto hacía que nadie
lo pronunciaba?¿Cuánto que no lo escuchaba en su interior susurrado por esa
voz?
—Kansbar, Kansbar,
administrador del tesoro, ¿Por qué tanta tristeza en tu interior?
Levantó
el rostro y sus ojos se encontraron con los del niño. La misma mirada del bebé
que le robó el corazón, del hombre que le llamaba hermano, del Mesías que murió
en la cruz. Lo inclinó, de nuevo. Supo que aquella mirada había leído los
secretos que albergaba y sintió vergüenza por sus dudas, miedos y rencores.
Había fallado, no era digno de la tarea encomendada.
—Kansbar, ¿no me vas a
preguntar qué quiero que me regales esta vez?
—Mi Señor, si en mis manos
estuviera os daría el oro, el incienso y la mirra; pero no soy digno siquiera
de encender el incienso con mis oraciones.
—No quiero ni oro, ni
incienso, ni mirra, Kansbar. Quiero carbón.
—¿Carbón?
—Sí, carbón. También soy
hombre como tú. Y la ira me inflamó en el templo, la tentación revoloteó sobre
mis cabellos y tuve miedo en el huerto. Incluso dudé de nuestro Padre en la
cruz. Y si hasta yo dudé, mi querido Kansbar, ¿por qué no tú?
»Kansbar,
Kansbar, dame carbón. Porque el carbón no sólo es castigo, como parecéis creer.
Es un recordatorio de lo que uno puede llegar a ser. El carbón alberga una
llama invisible en su interior que emerge y asciende desde su superficie cuando
la llama prende. Es el origen del fuego, es el sol que renace, es su retorno.
»Y
es la promesa del diamante. Grafito que aguarda en las profundidades durante
millones de años resistiendo el fuego de las entrañas de la tierra hasta
convertirse en la piedra preciosa más apreciada, la más resistente, la más
pura. No todos se convierten en diamante, la mayoría no soporta la prueba y
queda como carbón. Algunos resisten y consiguen ser brillante pero, aunque son
hermosos, su interior no es totalmente puro. Pero en verdad te digo, Kansbar,
que los que soportan la prueba son la luz de las entrañas de la tierra, adamas
o la pureza de la virtud que no se entrega, adamantem invencible. Soporta
el fuego de tu interior y la presión de lo que te rodea, porque estás llamado a
ser diamante. Y cuando lo comprendas, las sombras serán luz y nadie podrá
derrotarte.
»He
de irme, Kansbar. No, por favor, no llores –musitó mientras limpiaba con
ternura las lágrimas que resbalaban por el rostro– porque nuestros
corazones están unidos desde el principio y siempre estaré dentro de ti; y
porque está escrito que como León de la tribu de Judá, la raíz de David,
venceré y regresaré para abrir el libro y desatar sus siete sellos. Llena de
incienso la copa de oro y eleva las oraciones para que nuestro Padre nos
escuche. Y sigue administrando el tesoro, reparte caricias entre los niños, ama
sin esperar nada a cambio, deja que amen a quien quieran amar, no te importe no
ser su Rey mago favorito, siempre serás el mío.
Y
así ha sido desde entonces. Gaspar no finge una sonrisa ni oculta una lágrima
de tristeza porque su alma está colmada de alegría. Cada carta con su nombre es
un presente y las cartas destinadas a los otros, la prueba de que los niños
todavía creen en los milagros. Gaspar resiste el fuego con la ilusión de que su
corazón de carbón se convierta en brillante. Sin saber que, en las
profundidades de su pecho, ya refulge puro como un diamante.
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