‘En una fracción
de segundo experimenté un reencuentro conmigo mismo que quizá no hubiese
hallado por otros medios durante años de búsqueda.’
Mario Levrero
PARÍS
-Cuando camino por las largas avenidas
que atraviesan este insólito mundo comprendo que no pertenezco a él –digo a
todos los que creen que aún pueda albergar mi cuerpo una esencia real, un alma,
una estúpida resistencia a la Nada.
Hay una densidad en los días y en las
noches que se diluye de un modo indefinible. Me asusta el infinito porque no lo
comprendo y de un modo racional intuyo que su oscuridad me ignora a mí. Es
estúpido, lo sé, pero no sabría explicarlo de otro modo.
Todo ha adquirido unas medidas
desproporcionadas y monstruosamente complejas. Aquí. En esta ciudad que llaman
París, que se parece a París, que quizá sea París. Las personas caminan apresuradas. Son fugaces sombras que
se adhieren a mi mirada desde la precariedad visual. Hay sonidos en el aire que
el viento transporta y hace llegar a los más recónditos rincones de la urbe.
Hay construcciones ciclópeas que vigilan el paso de las estaciones. Hay un río,
posiblemente el Sena, y en la superficie de sus aguas jamás he visto reflejado mi rostro. Yo, sin saber cómo, estoy aquí. No me importaría
hallar respuesta a tal incógnita. Quizá ni siquiera merezca la pena indagar en unas condiciones que resultan ajenas y
lejanas a mi propia naturaleza. No recuerdo cómo ni cuándo llegué a París.
Cuando comencé a cerciorarme de que algo no iba bien todo cambió de significado.
El tiempo se ha diluido y las proporciones físicas del entorno circundante se
transparentan en un proceso lento de simetrías incomprensibles. Ni los
edificios ni los Campos Elíseos ni la
Torre Eiffel son espectros invisibles pero sí adquieren un grado de
transparencia que me dificulta su identificación. La luz atraviesa todo,
incluso a mí. Soy tan inconsistente que temo desaparecer. La luz es como una
música que nadie conoce, como el rugido de una bestia dormida en el regazo del
tiempo, como la sutil tristeza que emana del tañido de una despedida. Está la
melodía pero falta la referencia que la haga real. Está el dolor pero no la
forma. Las siluetas y los días se confunden. El tiempo se disfraza, adquiere la
textura de los objetos y la propia materia se agita y se estremece como un
atardecer indefiniblemente hermoso. Pero es una belleza cargada de fuerza,
violenta y me asusta. Ahora estoy pasando, creo, por el Bulevar Saint-Germain.
Quién podría negarlo.
Bajo el cielo rojo camino. Pero también
por pasajes que parecen noches. Mis paseos son anacrónicos. No hay manera de
saber cuándo es de día o cuándo ha caído el sol. Todo es simétricamente
engañoso. Los espejos son de aire, el asfalto está forrado de agua de mar y
París es un oasis en el que todo son alucinaciones. Burbujas que encierran
pensamientos. Y cada pensamiento es una imagen de París. El tiempo aquí
responde a una ilógica ley contaminada de anacronismos, superficialidades,
rincones, pausas. Acaso se destruye a sí mismo cada instante. Se consume.
París, París, c'est la ville de lumière.
He comenzado a
dormir menos.
¿Tendré ojeras?
Boris Vian y
Víctor Hugo conversan en algún lugar.
Cada
vez duermo menos: hasta que ya no duermo
jamás o la vigilia se trasunta en totalidad. Sueño despierto con que abandono
esta ciudad. Sé que en el propio sueño es imposible deshacerme de estas
coordenadas. Al principio era gracioso. Pertenecer a un sueño infinito y
verídico. Ahora la broma se ha transformado en trampa atroz. El sueño lo es
todo y París se ha erigido mi único mundo, mi laberinto. Las calles son cada
vez más oscuras y las siluetas de las personas se vuelven más nítidas. Como si
una gruesa línea trazara su contorno y las delimitase y las diferenciase del
resto de la ciudad. Y cuando me aproximo a ellas constato que yo no soy más que
un hombre metafórico. He perdido la costumbre de hablar en este dédalo que
curiosamente está encerrado en Francia. Quién iba a imaginar que el Universo
cabe en París. Todas mis ideas se quedan en fogonazos. Nunca transcienden a
acciones. No hablo, no hay nadie que me escuche. Todo, y cuando digo todo me
refiero a TODO, ha dejado de pertenecer a mi realidad. Pero todo es real.
Excepto yo. París es real, cualquiera podría corroborarlo. Yo soy el único ser
ilusorio que existe. París amanece y transcurre en el tiempo, muy a pesar mío.
El reloj vuela y ya habrán pasado mil años y habrán cambiado los nombres de las
calles que yo conocí de París. Oigo voces de niños y hombres, voces se acercan.
No me miran, les grito y no me oyen ni me ven. Escucho las conversaciones
pretéritas y anodinas. Nada me incumbe ya. Todo acto en mí deriva en alegoría y
oscuridad. No hay retorno. Soy, al fin, una metáfora, ni decir adiós serviría
de algo y París sigue aquí imponiendo su belleza incólume en un universo
que transita hacia la inexistencia…
Pedro Pujante
Le défenser du temps (8, rue Bernard-de-Clairvaux), fotografía de Toñy Riquelme
No hay comentarios:
Publicar un comentario