lunes, 2 de noviembre de 2015

Hombre metafórico en París



 
‘En una fracción de segundo experimenté un reencuentro conmigo mismo que quizá no hubiese hallado por otros medios durante años de búsqueda.’
Mario Levrero
PARÍS


-Cuando camino por las largas avenidas que atraviesan este insólito mundo comprendo que no pertenezco a él –digo a todos los que creen que aún pueda albergar mi cuerpo una esencia real, un alma, una estúpida resistencia a la Nada.  
Hay una densidad en los días y en las noches que se diluye de un modo indefinible. Me asusta el infinito porque no lo comprendo y de un modo racional intuyo que su oscuridad me ignora a mí. Es estúpido, lo sé, pero no sabría explicarlo de otro modo.
Todo ha adquirido unas medidas desproporcionadas y monstruosamente complejas. Aquí. En esta ciudad que llaman París, que se parece a París, que quizá sea París. Las personas  caminan apresuradas. Son fugaces sombras que se adhieren a mi mirada desde la precariedad visual. Hay sonidos en el aire que el viento transporta y hace llegar a los más recónditos rincones de la urbe. Hay construcciones ciclópeas que vigilan el paso de las estaciones. Hay un río, posiblemente el Sena, y en la superficie de sus aguas  jamás he visto reflejado mi rostro.  Yo, sin saber cómo, estoy aquí. No me importaría hallar respuesta a tal incógnita. Quizá ni siquiera merezca la pena indagar  en unas condiciones que resultan ajenas y lejanas a mi propia naturaleza. No recuerdo cómo ni cuándo llegué a París. Cuando comencé a cerciorarme de que algo no iba bien todo cambió de significado. El tiempo se ha diluido y las proporciones físicas del entorno circundante se transparentan en un proceso lento de simetrías incomprensibles. Ni los edificios ni los Campos Elíseos  ni la Torre Eiffel son espectros invisibles pero sí adquieren un grado de transparencia que me dificulta su identificación. La luz atraviesa todo, incluso a mí. Soy tan inconsistente que temo desaparecer. La luz es como una música que nadie conoce, como el rugido de una bestia dormida en el regazo del tiempo, como la sutil tristeza que emana del tañido de una despedida. Está la melodía pero falta la referencia que la haga real. Está el dolor pero no la forma. Las siluetas y los días se confunden. El tiempo se disfraza, adquiere la textura de los objetos y la propia materia se agita y se estremece como un atardecer indefiniblemente hermoso. Pero es una belleza cargada de fuerza, violenta y me asusta. Ahora estoy pasando, creo, por el Bulevar Saint-Germain. Quién podría negarlo.
Bajo el cielo rojo camino. Pero también por pasajes que parecen noches. Mis paseos son anacrónicos. No hay manera de saber cuándo es de día o cuándo ha caído el sol. Todo es simétricamente engañoso. Los espejos son de aire, el asfalto está forrado de agua de mar y París es un oasis en el que todo son alucinaciones. Burbujas que encierran pensamientos. Y cada pensamiento es una imagen de París. El tiempo aquí responde a una ilógica ley contaminada de anacronismos, superficialidades, rincones, pausas. Acaso se destruye a sí mismo cada instante. Se consume. París, París, c'est la ville de lumière.
He comenzado a dormir menos.
¿Tendré ojeras?
Boris Vian y Víctor Hugo conversan en algún lugar.
            Cada vez  duermo menos: hasta que ya no duermo jamás o la vigilia se trasunta en totalidad. Sueño despierto con que abandono esta ciudad. Sé que en el propio sueño es imposible deshacerme de estas coordenadas. Al principio era gracioso. Pertenecer a un sueño infinito y verídico. Ahora la broma se ha transformado en trampa atroz. El sueño lo es todo y París se ha erigido mi único mundo, mi laberinto. Las calles son cada vez más oscuras y las siluetas de las personas se vuelven más nítidas. Como si una gruesa línea trazara su contorno y las delimitase y las diferenciase del resto de la ciudad. Y cuando me aproximo a ellas constato que yo no soy más que un hombre metafórico. He perdido la costumbre de hablar en este dédalo que curiosamente está encerrado en Francia. Quién iba a imaginar que el Universo cabe en París. Todas mis ideas se quedan en fogonazos. Nunca transcienden a acciones. No hablo, no hay nadie que me escuche. Todo, y cuando digo todo me refiero a TODO, ha dejado de pertenecer a mi realidad. Pero todo es real. Excepto yo. París es real, cualquiera podría corroborarlo. Yo soy el único ser ilusorio que existe. París amanece y transcurre en el tiempo, muy a pesar mío. El reloj vuela y ya habrán pasado mil años y habrán cambiado los nombres de las calles que yo conocí de París. Oigo voces de niños y hombres, voces se acercan. No me miran, les grito y no me oyen ni me ven. Escucho las conversaciones pretéritas y anodinas. Nada me incumbe ya. Todo acto en mí deriva en alegoría y oscuridad. No hay retorno. Soy, al fin, una metáfora, ni decir adiós serviría de algo y París sigue aquí imponiendo su belleza incólume en un universo que  transita hacia la inexistencia…

Pedro Pujante
Le défenser du temps (8, rue Bernard-de-Clairvaux), fotografía de Toñy Riquelme 

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