lunes, 18 de febrero de 2019

El hombre de la barba blanca, de Ariel Martínez Malpica


Transcurrían ya casi seis meses desde que Europa se había sumido en la mayor de las guerras conocidas hasta entonces: “La gran guerra”. El conflicto más cruel y sufrido de la historia, en el que los soldados convivían en las condiciones más miserables que un ser humano pudiera imaginar. Los hombres aguantaban hacinados en unas zanjas abiertas en el suelo de un metro de profundidad llamadas trincheras. Muriendo de hambre y de penosas enfermedades, bajo permanentes ataques del enemigo.
Era la tarde del 24 de diciembre de 1914. La moral de la tropa de los ejércitos alemán y británico era muy baja, debido a que todos presumían que antes de navidad estarían de regreso con sus familias. Rondando las cinco de la tarde, Los hombres amontonados en las trincheras, notaron una inédita calma en el frente: de pronto no rugía la artillería y no se producía ninguna ofensiva importante. El soldado Roger Giesler, vigía del ejército Alemán, observó atónito como un objeto no identificado descendía del cielo y se ubicaba exactamente en medio del campo de batalla, entre las dos trincheras enemigas. Al mismo tiempo en el lado británico, el soldado Bruce McLean observaba exactamente lo mismo. Con su catalejo, McLean no daba crédito a lo que veía: era un carruaje semejante a un trineo, halado por ocho renos. ¿Era tecnología alemana?, por un momento, se quedó absorto observando como del interior del carruaje, descendía un hombre gordo vestido de verde y blanco, botas grises, cinturón negro y una enorme barba blanca.
Tanto los alemanes como los británicos, silenciaron por completo sus armas a la espera de que los respectivos vigías dieran la información necesaria, para continuar con las acciones.
            —¡Loasby, Miller! —Exclamó McLean dirigiéndose a dos soldados especialmente entrenados para labores de rescate, a quienes les entregó el catalejo para que vieran por si mismos la extraña escena—. ¿Qué piensan?
—Es tecnología avanzada y deberíamos capturarla. Podemos llegar a él aprovechando la oscuridad —dijo Miller el rudo gigantón de uno con noventa.
McLean, que había sido designado por el mismo comandante Kitchener como hombre de clave en la ofensiva británica por sus acertadas y rápidas decisiones, no lo pensó dos veces. Si lograban tecnología nueva, quizá hasta podría ser ascendido. Los alemanes no esperarían una acción tan osada.
Los tres hombres caminaron un trecho, salieron por una grieta y se deslizaron con movimientos lentos, casi imperceptibles al ojo humano, entre alambrados y algunos cuerpos de soldados dispersos sobre una amplia superficie deformada por los proyectiles, que habían convertido el área en un paisaje lleno de cráteres. Escondiéndose todo el tiempo entre surcos y montículos de tierra, les tomó alrededor de cuarenta minutos llegar hasta el carruaje.
El hombre de verde y barba blanca, estaba al lado del vehículo acariciando a uno de sus renos. McLean, seguido de sus dos compañeros, sacó su pistola y le apuntó. Cuando se disponía a hablarle, notó que al otro lado del trineo había tres soldados enemigos, que al parecer habían tenido la misma idea que ellos. Dietrich, un soldado alemán, reaccionó con extrema velocidad, apuntó y accionó el gatillo, pero su pistola no funcionó. McLean ocultó su rostro y se dispuso a lanzar un ataque contra los soldados alemanes. Fue en ese momento cuando el hombre de verde habló:
—¿Podrían decirme donde estoy, amables caballeros?
Algo inexplicable sucedió en ese momento: la voz serena y agradable del anciano transportó a los seis soldados a sus hogares: la nieve cayendo, una chimenea, niños jugando con sus mascotas alrededor del árbol de navidad, comida sobre la mesa, un buen libro, un abrazo de mamá, una mecedora…
—¡Quietos, no disparen! —dijo Giesler al reconocer a McLean, a quien enseguida preguntó: ¿En verdad eres tú Bruce McLean, infeliz escocés?, ¡Esto es un milagro!
—¡Maldita sea Roger! —dijo McLean. Todo me hubiera esperado menos verte aquí en este infierno. ¡Venga un abrazo!
Los demás soldados, sin saber qué hacer, se quedaron agazapados, mientras alternaban la mirada entre sus enemigos, el hombre de verde y los dos hombres que se daban un efusivo abrazo.
—¡Bajen sus armas! —dijeron al unísono Mclean y Giesler, mientras descubrían sus respectivas banderas blancas y las mostraban a sus compañeros en las trincheras de cada bando, para evitar que les cayera una bomba encima.
—¿Cómo sigue la abuela?, supe que había mejorado su nivel de azúcar, ¿y mi hermana? —preguntó McLean.
—¿Ahora ya me pueden decir dónde estoy? —preguntó en tono suave el extraño de barba blanca, dibujando una leve sonrisa en su rostro, que sin saber por qué, les transmitió una profunda sensación de paz.
Los soldados todavía recelosos, siempre habían mantenido su atención sobre el recién llegado, al que seguían viendo como una amenaza. Poniéndose en guardia, Giesler se adelantó:
—¿Que donde está?, ¿realmente no sabe dónde está buen hombre? —Y luego preguntó a McLean—: ¿este hombre es parte de su tropa?
Mclean negó con la cabeza:
—Pensábamos que este extraño carruaje que bajó del cielo, era una especie de nueva arma alemana, por eso nos acercamos a estudiarla y tratar de capturarla. ¿Quién es usted anciano?
El hombre de barba y bigotes largos ojos serenos y facciones apacibles, volteó los ojos hacia arriba, dio un largo suspiro y haciendo un gesto como de impaciencia, sonrió de nuevo:
—Yo pregunté primero. ¿Alguno de ustedes, caballeros, tendría la amabilidad de explicarme donde me encuentro?
—Usted caballero, está en medio de una batalla —dijo Giesler, y señalando a uno y otro lado continuó—: Allá está el frente alemán, allá el británico, y esta es la gran guerra. Ahora cuéntenos, ¿Cómo llegó usted aquí?, ¿Qué clase de vehículo es este?, ¿estos renos vuelan?, ¿Quién es usted y de dónde viene?
—¡Jo jo jo!, pensé que estaba en España —Estalló en carcajadas el hombre de verde poniéndose de pie, y tomando con ambas manos su voluminoso estómago—. Calma, calma, es una larga historia que ya les contaré. Tuve que bajar de emergencia porque una de mis renos estaba preñada, y como pueden ver, ya ha dado a luz.
—Oh, sí es verdad, ¡miren que ternuuuura! —Se apresuró a exclamar Loasby, quien ante la mirada sorprendida de los presentes, intentó corregir—: Es... una... renita… ¿renito?…
—Nicolás de Bari, así me llamo —dijo el anciano.
—¡Ha!, ¿es usted italiano?
—Soy de Mira, Anatolia…bueno…del actual imperio Otomano. Por favor pónganse cómodos porque la historia es larga —dijo Nicolás sentándose de nuevo al lado de la reno que había dado a luz, mientras observaba a Loasby acariciando suavemente la criatura recién nacida.
—Pongámosle por nombre Rudolph —dijo Loasby refiriéndose al pequeño recién nacido, mientras miraba la cara de desespero de su compañero Miller—. ¿Qué?...así se llama mi abuelo.
Los soldados ya más relajados se acomodaron frente a Nicolás. A pesar de las circunstancias, se podía saborear un aire de seguridad, de protección. Como si nada les fuera a pasar allí al lado de aquel extraño hombre.
—Amigos míos, trataré de ser breve: nací en el año 280 del señor. Así es, tengo 1634 años de edad. Me ordené sacerdote al cumplir los diez y nueve, pero fui obispo casi de inmediato. Me dediqué durante mucho tiempo a cuidar de los más pobres, atender a los enfermos y a sanar a los heridos. Muchas personas pobres me recordaban sobre todo porque yo les entregaba dinero en secreto, colocándolo entre los calcetines que ellos colgaban en la chimenea para secarlos. El 6 de diciembre del año 343 en Mira, fui declarado oficialmente muerto, pero mi cuerpo fue llevado a la ciudad italiana de Bari en el año 1087, luego de que los musulmanes conquistaron la ciudad donde yo vivía. De ahí lo de Bari, mi apellido.
—Discúlpeme caballero —interrumpió Giesler—, usted parece tener sesenta años a lo sumo. Nadie puede tener la edad que usted dice tener. Y… ¿Nos está diciendo que estamos hablando con un muerto?
—Casos se han visto ¿no? —dijo Loasby.
—¡Jo jo jo!, no, no, no. Permítanme les explico: el punto es que durante muchos años me atribuyeron muchos milagros y luego me declararon santo. Tiempos pasaron en los que fui ocupando el lugar de las hadas, los gnomos, al carbonero bonachón y a otros espíritus en el oficio de entregar regalos a los niños. En 1863 apenas hace como cincuenta años, un compatriota de ustedes los alemanes llamado Thomas Nast, me dibujó así como soy: gordo y de barba blanca. Luego en 1902, un escritor llamado Frank Baum me concedió por hogar el polo norte y me dotó con este trineo para poder transportar y entregar los regalos de navidad. Antes de eso… ¡Vaya que era difícil!...  En todo este tiempo me han llamado con otros nombres como: San Nicolás, Santa Claus y Bonhomme Noël. Así es como he vuelto a la vida para alegrar los corazones de los niños, la noche de navidad.
—¿Espera que creamos semejante historia?-preguntó McLean─. ¿Un obispo resucitado por un escritor?
—Casos se han visto ¿no? —dijo Loasby, al que en seguida le cayeron cinco pares de miradas acusadoras.
—Todo es verdad —dijo Nicolás—, la mente de los hombres es poderosa, y cuando muchas mentes se unen con un propósito, pueden lograr lo imposible. Si ustedes quisieran, podrían acabar con esta guerra ahora mismo.
En seguida advirtiendo que el pequeño reno ya se ponía en pie, Nicolás lo tomó en sus brazos y con suavidad lo subió dentro del trineo cubriéndolo con algunas mantas.
—Ya debo irme, tengo una larga noche por delante. Lo que les voy a entregar es el único regalo que he recibido en toda mi vida ─dijo mientras introducía la mano dentro de una gran bolsa─. Hasta hoy no tenía idea para qué me iba a servir, pero ahora entiendo que era para una ocasión especial como esta. Espero que algún día me lo devuelvan ¡Que tengan ustedes una noche rebosante de paz! ─Y diciendo eso sacó un balón de futbol, el cual entregó a McLean.
El santo bonachón de barba blanca subió a su trineo, se despidió de los soldados y comenzó a elevarse verticalmente en medio de una lluvia de chispas doradas y plateadas, hasta desaparecer en el cielo oscuro. Lo último que escucharon fue su característica risa: «¡Jo, jo, jo, joooo! »
Los seis hombres regresando a su trágica realidad, permanecieron observándose los unos a los otros durante unos segundos. Sin embargo el contacto con San Nicolás, les había dejado algo diferente, algo que se podía oler en el entorno: ya no querían combatir. Bajaron la cabeza tristes y avergonzados, por causar tal destrucción, dolor y desesperanza. Ellos, personas jóvenes, humildes e inocentes, se estaban matando en nombre de unos individuos ricos y poderosos, que habían fracasado en la resolución política de sus conflictos, y que seguramente estarían frente a una chimenea con sus familias. Dietrich fue el primero que dirigió la mirada hacia su campamento, y cuando ya iba a dar el primer paso escuchó la voz de Loasby:
—¿Jugamos?
Ese fue el comienzo de una extraña tregua, que duró el resto de la noche y parte del día siguiente. De pronto un racimo de alemanes e ingleses estaba jugando un partido de futbol, intercambiando salchichas, licores, chocolate, tabaco, adornos y luces navideñas. Los alemanes vistieron e iluminaron árboles de navidad y cantaron melodías navideñas como Stille Nacht, heilige Nacht, a lo que los británicos respondieron con otros cantos como The first Noel. Más tarde los cuerpos de soldados caídos fueron recogidos, dándoles santa sepultura. Esa noche, la esquiva paz floreció en el corazón de la guerra.
Se sabe que el partido de futbol terminó tres a dos a favor de los alemanes, y que el balón de futbol lo conservó Bruce McLean hasta la nochebuena de 1984, fecha en la que falleció de muerte natural. Cada año en esta fecha, contaba a sus hijos y nietos, como un 24 de diciembre un hombre de barba blanca, al que ahora denominaban Papa Noel, había contenido una guerra. Lo que nadie supo fue que esa noche, un carruaje halado por nueve renos liderados por Rudolph, se posó en el techo de su casa y que el hombre de barba blanca, esta vez vestido de rojo, compartió una copa de vino con él: Bruce le devolvió el balón prestado a Papa Noel, quien a su vez le relató una curiosa historia:  «En la madrugada de la navidad de 1902, justo cuando estrenaba mi casa en el polo norte, después de distribuir los obsequios, noté que en mi bolsa quedaba un regalo que no había sido entregado. Lo examiné y sorprendido vi que estaba envuelto en una lona rústica y gastada.  En su interior encontré un balón de futbol y un pergamino, que resultó ser un diploma. Es el único regalo que he recibido en toda mi vida». Bruce, tuvo el placer de leer el diploma que le cedió Papá Noel por unos momentos:
                  

         DIPLOMA DE HONOR
                     OTORGADO A: Nicolás de Bari

     Por ser creador, transportador y multiplicador de paz,
     amor y felicidad en la tierra.

                                               Firma: El niño Dios
 







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