lunes, 11 de diciembre de 2017

El viaje, de Nora Ibarra



Acomodaba el equipaje cuando la vio ¿Qué hacía allí? Miró el billete, decía bien claro: Compartimento diecinueve –Fecha –Hora –Destino. Por último con letras pequeñas «El Tren de las Estrellas le desea buen viaje».
Había pagado caro el pasaje para poder viajar solo sin tener que escuchar la conversación fútil que en estos casos todo viajero cree necesaria. Más aún en la víspera de navidad cuando los sentimientos emergen a flor de piel y pareciera que el alma se apoderase por entero del cuerpo. En estos casos, incluso más en un viaje, todo es vivido en dimensiones mayores que en cualquier época del año. Hablar nos hace andar por la monotonía del presente como si fuese el futuro anhelado. La noción del tiempo se torna un espejismo que nos conduce a un ensueño sin distinguir la realidad de la fantasía.
La miraba de reojo. Concentrado en encajar la valija en el sitio indicado. Aprovechaba el momento para apaciguar el fastidio provocado por la presencia de la desconocida.
Su temperamento disconforme y una infancia difícil le llevaron a escoger pasar la navidad en un vagón de tren. Lejos de los augurios de amor y paz. Ahora se veía obligado a compartir el espacio con una mujer que nunca había visto. Enmascaró su estado de ánimo y, de pie, frente a ella, le extendió la mano y dijo amablemente:
─Mi nombre es Gaspar Clement.
La mujer respondió con los labios apretados, como si simulara una mueca
─Me llamo S.
─¿S? ─repitió sorprendido
Ella no respondió, se limitó a mirar el paisaje a través de la ventanilla. Después abrió un libro forrado en papel madera y comenzó a leer.
Gaspar la observaba, mejor dicho, la espiaba. Menuda, casi diminuta de piernas largas extendidas hasta rozar la punta de sus zapatos, una suerte de caricia sublimada. Leve roce que podría servir de disculpas «No me di cuenta. Qué torpe soy». Al terminar de recorrerla con la mirada llegó a la conclusión que S era una contradicción, por lo menos físicamente, porque hasta el momento solo habían cruzado algunos monosílabos.
 Una idea endiablada se apoderó de él ¿Por qué no seducirla? y hacer del viaje una aventura sexual? Sentir el riesgo de sucumbir con alguien que nunca había visto. Ser arrastrado por la adrenalina caliente bajando, como un río, en la búsqueda desesperada de su cauce. Sabía muy bien cómo hacerlo. Era tan solo utilizar las palabras exactas. El inicio al merodeo sensual. Encontrar el vértice en el otro y acoplarse a él. Sentir el placer intensamente sin importar si será eterno o momentáneo. Absorto en estos pensamientos se sobresaltó al escucharle decir

─Usted tiene nombre de rey mago.
Se alegró al oírla. Le servía de argumento para llevar adelante su plan. Quedamente agregó
─Mis hermanos se llaman Melchor y Baltasar. Nuestros nombres se deben a que los tres nacimos un seis de enero, en diferentes años, claro.
Ella esbozó una sonrisa pueril al contestar
─Dentro de poco será su cumpleaños, y el de sus hermanos.
Gaspar sintió una puntada imprecisa en el cuerpo. Debía dejar de lado el dolor que convivía con él hacía años. Era el momento de aprovechar la conversación y llevar adelante su plan. Sin pensar demasiado arriesgó una frase.
─Sus ojos son verdes y húmedos como una mañana en la campiña.
S pareció no escucharlo. Se había sumergido nuevamente en la lectura. Él, simulando curiosidad le preguntó.
─¿Qué está leyendo?
Ella cerró el libro. Antes de responderle recorrió con la mirada las paredes del vagón, como si recién descubriera sus tintes dorados.
─ Es una novela, se llama «El Viaje»
─¿De qué trata?─ preguntó él, fingiendo interés
─Recién empecé a leer. Voy por la primera página.
Fue el argumento para Gaspar poder decir
─No traje lectura, me la olvidé en casa. Si usted fuera tan amable de leer en voz alta…para mí…
S inclinó el cuerpo hacía adelante y apoyó los codos sobre las rodillas. Esta posición favorecía para que Gaspar pudiese escuchar y al mismo tiempo ver los senos de la muchacha insinuándose por el escote de la blusa de seda. Le disparó el corazón al pensar que tal vez S buscaba lo mismo que él. Mujercita simulando ingenuidad cuando en realidad escondía una piel felina y astuta.  Gestos recíprocos, apenas perceptibles, lo impulsaban a continuar, por otro lado, albergaba el miedo al rechazo. Languidecía por el deseo de poseerla. Estaba debatiéndose en este mar de contradicciones cuando escuchó la voz de S comenzando a leer en voz alta, como le había pedido.
Está sentado frente al hogar a leños en la sala espaciosa. Lleva puesto el pullover rojo que heredó de su hermano mayor cuando a éste no le sirvió más.
Escucha a su madre. Está en el piso superior de la casa. Entona una canción de cuna. La voz de ella le llega como si saliera de dentro de una espira y bocanadas de viento la impulsaran, desde el cuarto de arriba, hasta la sala donde él se encuentra, sentado sobre el piso de madera rugosa. Imagina la escena. Su mamá acunando a su hermano menor entre sus brazos. Seguramente lo mira con ternura. No recuerda si su progenitora alguna vez lo sostuvo en brazos. Si bien no pasó mucho tiempo, no puede recordar. Un dolor agudo le punza el pecho «es el precio por ser el hermano del medio» piensa. Frase trillada que escucha decir a menudo a su familia.
Mañana será navidad. Esta noche es la gran cena. Habrá dulces y pavo asado. Cuando todos duerman Papá Noel bajará por la chimenea y dejará regalos. Él le pidió un tren eléctrico con estación de pasajeros, puentes y paisajes. Ha rezado mucho para que su pedido se cumpla.
A la mañana siguiente lo despiertan las voces alegres que llegan desde la sala. Sale de la cama. Desciende la escalera lentamente, como para agregarle suspenso a la sorpresa. Al llegar al último peldaño su hermano mayor le muestra el regalo que acaba de recibir: una escopeta con las iníciales de él grabadas en la culata. Tiene las mejillas encendidas y le grita eufórico:
─ ¡Voy a poder cazar codornices!
Va hacia el árbol navideño. Las lucecitas con forma de velas aún están encendidas. Su madre le alcanza dos envoltorios. El primero es una bufanda de lana color marrón. El segundo un frasco de mermelada casera. En la etiqueta dice «Tutti Fruti». La madre le susurra al oído.
─Santa tuvo poco dinero este año…Quién sabe los reyes…
Él sabe que ella está mintiendo. Ellos no festejan el día de reyes.

S dejó de leer al notar que su oyente tenía los ojos llenos de lágrimas. Estremecida le preguntó:
─¿Se siente usted bien? ¿Puedo ayudarle en algo?
Gaspar sentía el cuerpo lacerado de dolor. Apenas pudo murmurar
─Siéntese a mi lado por favor.
Ella obedeció. Apoyó una mano en el pecho de él prodigándole calor, mientras con las yemas de los dedos hacía dibujos imaginarios sobre el corazón acongojado del hombre. Luego ambos se quedaron dormidos.
Cuando Gaspar despertó S aún dormía, la contempló… inerme, enigmática…, su cuerpo emanaba aromas únicos. Sus sentidos quedaban sumidos en una nebulosa. Deseaba que lo acariciase otra vez, con las manos y con la boca, que bebiese su esencia gota a gota hasta absorber entero, sin piedad, su cuerpo apesadumbrado.
Al despertar S le preguntó cuánto tiempo había dormido y cuánto faltaba para llegar. Gaspar, alcanzándole una taza de café respondió:
─Faltan dos días y dos noches para llegar a destino.
Ella bebió el café en silencio. Seguidamente sacó de su cartera un espejito y una barra labial. Comenzó a delinearse los labios. Un ir y venir por la boca carnosa. Los presionó con fuerza y dio fin al ritual recorriéndolos con la punta de la lengua. Después le preguntó a Gaspar:
─¿Quiere que continúe leyendo en voz alta?
─Sí, por favor ─respondió él
S comenzó a narrar.
Cuando tenía dieciséis años sus padres lo llevaron al médico. Debido al dolor indefinido que sentía en todo el cuerpo. Luego de variados exámenes el doctor Gonzaga diagnosticó un problema somático producido por la congoja del alma. Los orientó a consultar una psicóloga. El jovencito necesitaba respuestas para sus innúmeras preguntas. Con el tiempo confirmaría que su existencia, al igual que la de todos, sobrelleva angustia y ésta, pasado o presente, es la carga que debemos soportar en el misterio de ser y estar.
Adelaida, la psicóloga, era una mujer cuarentona de origen germánico. Tenía la voz aflautada y acostumbraba pintarse los labios de color rojo sangre. Este tono resaltaba aún más los dientes grandes y desparejos. A los tres meses de frecuentar el consultorio de la mujer, esta le dio su diagnosis:
─Querido, padeces del síndrome del hermano del medio. Te sientes relegado…olvidado por todos. La aflicción crece dentro de ti, se expande por todo tu cuerpo provocándote dolor. También te preguntas por qué y para qué estás en este mundo. A veces deseas no haber nacido. Desembocas, sin proponértelo, en la abulia precedida por la desesperanza. Pero no debes inquietarte, tu mirar desvalido tendrá consuelo. Más de lo que imaginas.
 La habitación apenas iluminada por la tenue luz ámbar de un velador, mostró la sombra de la mujer aproximándose a él felina. Lo llenó de caricias carmín. Sus pechos desprendían flores fluctuantes… perfumadas… escurriéndose por el flujo caliente de sus genitales. Flores arrasadoras como el fuego, sublimes como una tarde de sol.
 Sucumbía al placer… sin culpa…, ingenuamente perdido en la inocencia arrebatada astutamente. Arremolinado en un torbellino difícil de definir desde los sentidos…
Nunca más volvió a ver a Adelaida pero hubo muchas otras que lo apaciguaron con igual frenesí. Lamentablemente la sensual terapeuta no llegó a enseñarle el enigma del sexo unido al amor. Se convirtió en un hombre que solo usufructuaba el intercambio físico. Paliativo balsámico para su existencia que no le estremecía el espíritu. Su sensibilidad  quedaba  atrapada en un profundo letargo. Como resultado de ello, la angustia crecía dentro de sí  como una ameba presa en los recovecos de su cuerpo produciéndole un dolor inexplicable que se diseminaba día a día.
Gaspar no pudo esconder el llanto. Con la voz entrecortada dijo:
─Conozco muy bien ese sentimiento… el corazón cerrado como un puño dentro del pecho… pesa… duele… nada lo alivia. Navidades en soledad. Huir de todo y de todos… lejos y lejano. Contacto excitante que atiende el mal por un momento…
S se aproximó con sigilo. Percibió la necesidad de transformar las palabras en suave roce. Lo envolvió por completo con su manto de misterio. Sus dedos largos y finos hurgaron el cuerpo lastimado del hombre. Detonaba en el toque cada partícula de pesar albergada.
 Él, mansamente, se dejaba llevar por esa sensación desconocida. Era donde quería permanecer para siempre. Ya no importaban las respuestas a las preguntas inacabadas. Suave… laxo… inimitable/ Armonía perfecta/ Sortilegio deseado/ Enigma develado/ Rueda infinita de anhelos/ Pasiones a la deriva/. Ser pródigo que en la sombra se debate/Padece desconsuelo/Sin amor/Sin noción.
Gaspar vibró, se agitó… tiritaba turbado. Luego se adormeció en los brazos de S como un niño… dulce… impasible.

La mañana del veintiséis de diciembre el guarda-inspector abrió la puerta del compartimiento diecinueve. Encontró a Gaspar dormido, o creyó que él dormía. Al acercarse notó su cuerpo inerte. En su regazo abrazaba un libro forrado en papel madera cuyas hojas estaban en blanco.

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