lunes, 5 de junio de 2017

Un regalo de Navidad para mi entrañable abuela Rosa, de Andrés Fornells



Mi entrañable abuela Rosa era una típica anciana de su época. Cubría su cabeza con un pañuelo negro de seda, pañuelo que le resbalaba hacia atrás cada vez que realizaba un enérgico movimiento de cabeza, dejando entonces al descubierto su dócil, lacio, fino cabello níveo. ¡Qué cabello tan bonito tenía mi abuela Rosa!
Mi entrañable abuela Rosa vestía siempre de oscuro. Era lo habitual en muchas mujeres mayores llevar continuado luto por los seres queridos muertos, que todas las personas que alcanzan una edad avanzada tienen.
Vestidos, mi abuela poseía tres: dos eran quita y pon para diario (llevaba uno mientras, lavado, esperaba a que se secara el otro) y un tercero para ir a misa los domingos. Vestidos que la cubrían desde el cuello a los tobillos y emitían un gracioso frufrú apagado cuando, por alguna razón ella aceleraba el paso.
Calzado para sus pies de uñas gruesas (que yo le cortaba con unas tijeras cada cierto tiempo pues a ella le dolía la espalda al permanecer agachada) y a menudo la espalda le dolía sin más razón aparente que la de que «el Señor ponía a prueba su santa paciencia y aguante al sufrimiento». 
Calzado para sus viejos pies tenía unas zapatillas de felpa y unos zapatitos bajos, de no sé qué tela gruesa, éstos para ir a la iglesia.
Poseía unos pies muy pequeños, y bonitos según ella y según le había dicho montones de veces su marido, mi entrañable abuelo Silvino. Yo no entendía entonces nada sobre pies (y sigo igual), así que si mi abuela decía que eran bonitos, y lo mismo había dicho su llorado marido, a mí no me asistía razón alguna para opinar lo contrario.
Al igual que la gran mayoría de las personas de esa época, mi abuela era creyente (toda la gente que pasaba penurias económica y enfermedades ponía su esperanza en que la religión les ayudase a sobrevivir en la miseria y en la desgracia, mientras que entre los ricos era tradición practicar la fe cristiana, por lo menos de cara a la galería luciendo sus mejores galas en iglesias donde algunos tenían reservados asientos de honor con cómodos y lujosos cojines en los primeros bancos de los recintos sagrados).
Mi abuela Rosa nunca se acostaba sin antes haberle pedido a Dios salud, primero para su familia, a continuación para todas las personas que conocía y les tenía afecto y al final la pedía para el resto de criaturas del mundo entero.
Mi abuela Rosa, con ojos llorosos, cada vez que los recuerdos viejos inundaban su mente mencionaba a su marido muerto y ensalzaba sus extraordinarias cualidades. Pasaba alguien llevando en su mano una guitarra y ella me decía:
—Dios mío, que maravillosamente bien tocaba la guitarra tu abuelo, nene. Vamos, la hacía hablar. Si la hacía hablar triste te acercaba al llanto, y si la hacía hablar alegre te entraban ganas de ponerte a bailar de felicidad. Todos los jóvenes del pueblo venían a casa a pedirle que les afinara sus guitarras.
Alguien había tallado un pájaro y mi abuela recordaba:
—El que tallaba de maravilla era mi pobre marido, que Dios tenga en su santa gloria. Tengo una figurita de Jesucristo tan bien hecha, que si fuera de tamaño natural podría creerse que está vivo.
Lo de la figurita es muy cierto, pues ella la tuvo toda su vida en lo alto de una cómoda con un cuenco, aceite y mariposas para que le iluminase por ese camino lleva las almas al cielo, y yo tengo ahora esa figurita en mi pequeña librería del salón.
Iba ella, con sus pasitos cortos y arrastrando los pies, a la pescadería a comprar morralla, lo único que estaba a nuestro alcance pues en casa entraba únicamente el poquísimo dinero que mi madre ganaba haciendo faenas por las casas.
—Mi pobre marido pescaba el mejor pescado que hay en toda la mar. Conocía la mar como la palma de su mano, y los nombres de los peces: ¡todos!
Y mi abuela Rosa abría los brazos como si pretendiera abrazar a una ballena.
Mi abuela Rosa había nacido en un pueblecito muy pequeño de Valencia del que, desgraciadamente no recuerdo el nombre. Lo que sí recuerdo es que ella me contó que era una de las pocas mujeres de ese municipio que sabía leer y escribir por haberle enseñado a ello un hermano suyo mayor, listísimo. Y estaba tan ufana de este conocimiento, y le daba tanta importancia que, mucho antes de que yo tuviera edad para ir al colegio, con la ayuda de papeles de cualquier tipo y un lápiz de carpintero (única herencia que al morir me había dejado mi desdichado padre, junto a un puñado de herramientas de su oficio) me enseñó las formas que tenían las diferentes letras que existen en nuestro abecedario y también sus nombres.
Empezó por las vocales, que cantábamos a dúo y que me hacía reír porque lo encontraba divertido. A, e, i, o, u, decíamos dándole entonación de escala musical, una veces acelerando y otras ralentizando. La “u” la alargábamos y, a continuación nos entraba la risa. Luego vinieron las consonantes, bastante más difíciles de aprender pues encontraba yo que eran muchísimas, un montón muy grande.
Cuando fui capaz de conocer sus nombres y escribir esas letras con soltura, mi abuela Rosa me enseñó a juntar unas cuantas de ella y formar nombres de cosas y personas.
De esas cosas recuerdo que las primeras que junté por ser facilitas y de frecuente uso diario fueron: tú, yo, él, ella, pan y agua. Luego pasé a las de dos silabas: comer, cama, madre, noche. Y de tres sílabas y más: abuela, vosotros, nosotros, desgraciados, etc.
Me apasionó enormemente esta especie de juego tan interesante, un juego en el que las palabras además de dichas podían ser representadas por medio de signos que adquirían el significado que habíamos querido darles.
Gracias a mi abuela Rosa, cuando asistí a mi primera escuela asombré a don Feliciano, un maestro viejo y achacoso que abandonaba a menudo la clase, permitiéndonos que la convirtiéramos en un campo de batalla en el que los hijos de campesinos traían canutos de caña y disparaban lentejas y los que, para comer hubiéramos querido tenerlas, arrojábamos bolas de papel mascado. Las lentejas dolían, si te impactaban, bastante más que las bolitas de papel mascado.
Supongo, ahora que sé más cosas sobre los funcionamientos del cuerpo humano, que la continuada asistencia de nuestro maestro al cuarto de baño podía deberse a que su próstata le causaba problemas de frecuente necesidad de micción.
Mi abuela Rosa era una de tantas personas de su tiempo que sacaba cuentas con los dedos y las sacaba muy bien, pero al año o así de asistencia mía a la escuela llegó mi turno de enseñarle a ella las dos reglas matemáticas aprendidas por mí: sumar y restar.
Y disfruté lo indecible observando el interés con que ella aprendía, el brillo de ilusión en sus ojos cuando sumaba o restaba bien y el asombro que le producía este nuevo lenguaje desconocido para ella. Y cuando iba al horno a comprar pan, repasaba la cuenta que le hacía la panadera y exclama triunfante cuando la tendera se había equivocado:
—No, no, señora María, 1 + 3 + 4 son ocho, no nueve como ha puesto usted aquí en este papel.
—Bueno, bueno, el que tiene boca se equivoca —se justificó.
—Equivocarse es humano, pero equivocarse a favor de uno ya es otra cosa —suspicaz.
La panadera se puso roja como un tomate y ya nunca más volvió a equivocarse al echarle la cuenta a mi abuela, y lo mismo sucedió con la verdulera, la del colmado de ultramarinos y el hombre que vendía carbonilla para el brasero, pues en aquel entonces la gente humilde no tenía ningún otro medio de calentarse que ese cacharro con asas hecho de metal, que lleno carboncillo encendido metido en la mesa camilla redondo con faldas, en las noches de crudo invierno se calentaba toda la familia, y se sentía tan bien que daba una pereza enorme levantarse y abandonar su cercanía. Cuando había que mover la lumbre con la paleta de metal, me ofrecía voluntario. Me gustaba la luminosidad de las brasas al ser libradas de parte de la ceniza y también el olor que desprendían y el golpe de calor que me daba en la cara.
Mi abuela Rosa era una persona especial en muchas cosas. Tenía lo que ella llamaba “virtud”.
Y lo que ella llamaba virtud era el don especial de, pasándole varias veces la mano por la frente a una persona que le dolía la cabeza, ésta dejaba de dolerle. De la eficacia de su método aliviador daban fe muchas de las vecinas de nuestra casa, que acudían a ella cuando sabían que el mal de su cabeza no lo producía el hambre, que así solía ser cuando los suaves frotamientos de la mano huesuda, blanca y llena de venas oscuras (manos que yo adoraba cuando me acariciaba con ellas las mejillas o el pelo casi siempre despeluznado de mi cabeza) no le hacían ningún efecto benéfico.
—Encarna, ¿cuánto tiempo llevas sin comer?
—¡Ay, querida Rosa, desde ayer al mediodía!
—Pues no te preocupes, que en cuanto comas el dolor de cabeza se te quitará.
En nuestra calle había un solar abandonado. En ese solar los chiquillos habíamos organizado un campo de futbol, limpiándolo de hierbajos y colocando en la parte más larga del mismo dos piedras grandes que servían de portería. Portería que no ofrecía discusión para que fuera gol si la pelota venía rasa, pero como la pelota viniese alta se armaba un buen lío entre los que pretendían que había sido gol y los que lo negaban porque había pasado muy por encima del brazo en alto del portero, puesto éste que pocos queríamos ocupar pues era el más criticado y al que siempre se culpaba de la pérdida de un partido por haber encajado goles que, según criterio de los perdedores, debió parar.
Por lo general jugábamos con pelotas de cuero rellenas de papeles, que el padre de uno del grupo traía del club de fútbol del pueblo y que habían sido desechadas por descosidos, desgaste y deformación. Estas pelotas así rellenadas pesaban una tonelada y botar, ni soñarlo. Y si metías la cabeza cuando te venía de lo alto, el brutal impacto que te provocaba esa pesada pelota te tiraba de culo.
Con pelota de reglamente sólo jugábamos cuando Pepito, el hijo del médico (el único de los que nos juntábamos en «El campillo» que poseía una de esas maravillas), se unía a nosotros, y jugabas con ella si él no estaba reñido contigo, pues en este caso el muy cabroncete decía con maldad:
—Si va a jugar Andrés, me llevo el balón para mi casa ahora mismo.
Y Andrés no jugaba para que pudieran jugar los demás. Y Andrés se iba a ver triscar las ovejas de Genaro el Apestoso, para no sufrir viendo como todos los chiquillos del barrio disfrutan jugando al fútbol, todos menos él. Y trataba de sumar las veces que movían su hopo, cuando lo hacían a la velocidad del rayo porque una avispa les rondaba el trasero.
Mi abuela, era la única anciana que venía a vernos jugar. Bueno, en realidad venía a verme jugar a mí y pobre del que me diera una patada, porque en cuanto veía a su madre se lo contaba y mi agresor recibía una regañina, por bruto. Las patadas que yo daba, mi abuela tenía la ventaja visual de no verlas.
Era extraordinaria tejiendo cosas de punto. Con jerséis de lana que la gente se despendía de ellos por estar muy rotos, ella los deshacía convirtiéndolos en un ovillo de varios colores con muchos nudos, y con ese ovillo me hacía un jersey con el que yo iba chulísimo.
Le pedí que me enseñara a manejar las dos grandes agujas de tejer, pero me equivocaba con demasiada frecuencia y ella me desanimó diciendo que yo había nacido, sin la menor duda, para realizar en su momento cosas maravillosas, pero que para hacer punto estaba negado.
Lo que sí me enseñó mi abuela fue a zurcir calcetines y aseguraba, con orgullo, a sus amigas de toda la vida, con las que hacía corrillo los domingos a la salida de misa, en la plazuela que existía delante de la iglesia, mientras tomaban el solecito del mediodía, que yo me había esmerado tanto en aprender que ya zurcía calcetines mejor que ella.
Durante la época en que se recoge la fruta, los dueños de fincas del pueblo, nos pedían a los chavales que fuéramos a ayudar a recogerlas y que algo nos caería a cambio. Las chiquillos trabajábamos, algunos casi tanto como los adultos, para al final recibir lo que podía ser considerado una miseria.
Yo llevaba mucho tiempo alimentando una gran ilusión, regalarle a mi abuela un pañuelo para la cabeza, pues el que llevaba siempre puesto lo tenía muy viejo y tan desteñido que más que negro era ya violeta.
Entré en la mercería de la señora Paca, que era quién los vendía. Cuando me dijo lo que costaba uno de esos pañuelos se me cayó el alma a los pies. Valían una peseta más del total que yo tenía ahorrado con mil sacrificios, entre los que se contaba ver como otros chiquillos se permitían el lujo de adquirir y disfrutar alguna chuchería que para mí habría querido.
Me produjo tanta pena este hecho de no alcanzarme el dinero para el objeto que anhelaba obtener, que rompí a llorar. Ha habido siempre personas a las que el llanto de un niño las enternece y conmueve profundamente. La señora Paca era una de estas personas. Quiso saber el motivo de mis lágrimas. Y entrecortadamente, alternado sollozos con hipidos, le conté la razón de mi congoja.
Apareció un brillo bondadoso en sus desavenidos ojos y me propuso llevarle durante una semana el almuerzo en una fiambrera metida con pan dentro de una servilleta anudada, a su marido que estaba en un monte, a cinco kilómetros del pueblo, fabricando carbonilla.
Le llevé a aquel hombre tiznado el almuerzo durante siete días y ella, a cambió de esto y del dinero que yo tenía ahorrado me entregó el pañuelo que yo quería para la blanca cabeza de la madre de mi madre.
Mi abuela se quedó boquiabierta de asombro, pero enseguida reaccionó preocupada y me preguntó:
—Nene, ¿de dónde has sacado tú el dinero para comprarlo?
Se lo expliqué y fue otra de las pocas veces que a mi valiente abuela Rosa la vi llorar mientras me llenaba la cara de tiernos besos.
Todo el pueblo se enteró de este detalle mío, porque ella se encargó de pregonarlo allí por donde iba. En vista del éxito que yo había tenido, muchos chiquillos ansiosos por tenerlo también regalaron pañuelos para la cabeza de sus abuelas y, como dijo don Carmelo, el cura, en uno de sus sermones dominicales, que no creía él hubiera en toda la región un pueblo cuyas abuelas lucieran tantos pañuelos nuevos como en el nuestro.
La mercera reconociendo mi mérito en sus ventas de pañuelos para la cabeza, me regaló la trompa que había pertenecido a un nieto suyo que lo había atropellado el tren en el paso a nivel del pueblo que no tenía barreras.
Y durante mucho tiempo, cada vez que hice bailar aquella peonza tuve la fuerte impresión de que alguien, desde lo invisible, se encontraba a mi lado viéndome. Nunca me atreví a hablarle a esa presencia incorpórea, en público, aunque estuve tentado de hacerlo en más de una ocasión al salir ganador de algunas perras chicas jugando al “círculo” con otros chicos, pero mi exagerado sentido del ridículo y el miedo a que pudieran creerme loco, me contuvo.
Un día que vi a la mercera barriendo la acera perteneciente a su negocio le pregunté si su nieto se había llamado Agustinito.
—¿Quién te ha dicho su nombre? —sorprendida.
—Él —sorprendiéndole yo todavía más, y salí corriendo porque por aquel entonces me daban vergüenza muchas cosas y esa era una de ellas, admitir que podía contactar con personas que nadie veía.
A consecuencia de aquello, la mercera le regaló a mi madre unos pantalones y una chaqueta, casi nuevos, que habían pertenecido a Agustinito. En un momento en que él y yo nos comunicamos, Agustinito me dijo que estaba muy contento de que yo llevara sus ropas y que yo estaba muy guapo y elegante con ellas.
Otra cosa que sabía hacer mi abuela era curar el mal de anginas. Mal que sufría yo muy frecuentemente de niño. Ella me untaba con un poco de aceite la parte izquierda de mi muñeca derecha, y la parte derecha de mi muñeca izquierda y a base de ir pasando su dedo pulgar con fuerza, arriba y abajo, me las aliviaba muchísimo.
Mi abuela sabía también curar dolores del cuerpo con ventosas y también con cataplasmas. Cataplasmas que nunca se me ocurrió preguntarle qué ingredientes usaba y que sé que las hacía con hierbas que recogía del campo.
Y sabía asimismo curar la migraña con unas gotitas de aceite en un plato con agua mientras decía una oración y les hacía cruces con la punta de un cuchillo.
Y no cuento más cosas de mi entrañable abuela Rosa, no vaya a figurarse la gente ignorante y malpensada (tipo de gente que tanto abunda), que esta maravillosa, buenísima anciana era algo parecido a una bruja.
Otra cosa que la hacía especial, como mujer, era que sabía soltar unos silbidos estridentes juntando dentro de los extremos de la boca dos dedos unidos, el índice y el pulgar, formando con ellos algo parecido a un triángulo. Yo conocía ese silbido y si estaba jugando en otra calle lejos de la mía corría a casa para ver que querían de mí ella o mi madre
Gracias al amor que ella me había inculcado por el estudio, en mi segundo curso escolar gané el galardón de mejor alumno del colegio.
El galardón consistía en un bonito diploma a mi nombre, el cuál acreditaba mi modesto mérito, y una banda que también lo llevaba. La banda era de tela baratucha y llevaba los colores de la bandera de España. No podía ser de otra manera porque una de las cosas que con más insistencia nos machacaban en la escuela era que «España era una, grande y libre».
El premio que me habían concedido llevaba además el añadido de, en el tablado que se montaba en el centro de la Plaza Mayor del pueblo para celebrar La Navidad, al galardonado como mejor alumno del año, se le concedía el honor de recitar una poesía delante de toda la gente.
Juro que jamás me he sentido más nervioso de lo que me sentí esa vez. Recitar yo una poseía delante de varios cientos de personas, todos sus ojos centrados en mí, me aterraba. Llegué incluso a pedirle a mi madre que dijera a los organizadores que estaba enfermo y no podría hacerlo.
Pero le pedí esto a la buena mujer que me trajo al mundo, estando presente mi abuela que intervino muy seria, sus ojos muy fijos, penetrantes, en los míos:
 —Si el día de hoy permites que la cobardía entre en ti, se te quedará para siempre dentro y serás un cobarde toda tu vida, y tú no quieres eso para ti, y tampoco lo queremos tu madre y yo. Tú te subes a ese tablado y lo haces lo mejor que sepas, que tu madre y yo nos sentiremos muy orgullosos de ti, por mucho que te tiemble la voz y te trabuques.
Mi abuela me había inculcado que lo peor de lo peor que se podía ser en la vida, siempre tan dura de los pobres, era ser cobarde.
Y llegó el tan temido por mí momento de recitar mi poesía. Llevaba puestos mis pantalones cortos menos tronados, la chaqueta del Agustinillo  adornada ya con numerosos remiendos y la banda con la bandera de España cruzando mi escuálido pecho.
No sé ni cómo fui capaz de subir aquellos seis escalones que llevaban al entarimado, con aquellas piernecillas mías temblorosas como flanes. Y cuando me vi allí, en lo alto, y miré al frente, me pareció que la humanidad entera se encontraba reunida en ese lugar mirándome con sus ojos expectantes, aterradores, y se me hizo en la garganta un nudo del tamaño de una pelota de tenis, y sentí mareo y una flojera en las rodillas que tuve la casi seguridad de que iban a doblárseme de un momento a otro.
Un concejal del ayuntamiento dijo mi nombre, mis méritos y que iba a recitar una poesía de mi creación que se titulaba: «A mi entrañable abuela Rosa».
Con el paso del tiempo, esa poesía se me perdió como se me han pedido para siempre tantas cosas y tantas personas importantísimas que añoraré siempre. Todo lo que recuerdo de esa poesía que quizás ni siquiera rimase, es lo grande que era el amor mío por mi abuela Rosa y que la quería todo lo que un nieto es capaz de querer a su abuela del alma.
Me trabuqué un par de veces, pero mi temblorosa voz mostró tanta emoción, tanta ternura en las palabras, que mi abuela Rosa lloró, mi madre lloró, lloraron también algunas mujeres más de las que me oyeron, y yo terminé con un sollozo, aturdido por los ruidosos aplausos conque premiaron mi atribulada actuación.
De los poquitos regalos que pude hacerle, ese fue para mi entrañable abuela Rosa el mejor regalo jamás recibido.
Y si querer a los que más te quieren es la mayor y más noble acción que uno puede hacer por ellos, yo siempre lo intenté, y en muchas ocasiones lo conseguí. Y esa valiosísima satisfacción me acompaña siempre.

Andrés Fornells 

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