lunes, 3 de abril de 2017

Quince navidades y «mil más», de Mª Teresa Fandiño



Corría el año 1972, y unos días antes de Navidad, cumplía mis adorables 15 años. Mi padre conducía un flamante Renault 12, y aparcaba su Seat seiscientos. Mientras aguardaba la llegada de mi mayoría de edad, el seiscientos permanecía allí, insolente, provocándome, parado en una esquina de la calle.
El último verano había sido maravilloso, pintaba recuerdos en trazos de colores, ¡estaba enamorada! Realizaba obras de arte, en tristes cartas de nostalgia y de amor, con secretos y ternuras del pasado verano. La llamada de la Navidad me inspiró y, de nuevo, resurgió en mí, un brote de alegría. Me hacía ilusión disfrutar de las vacaciones, las navidades con mis primos y mis abuelos, los regalos de reyes…
Las calles siempre estaban adornadas en esta época. Me gustaba el suave roce del aire navideño por la noche, con el encendido de las luces de colores. Me atraían los cuentos del abuelo profundamente, los olores a cocina navideña, las generosas comidas de la abuela, la reunión familiar, la casa y el jardín, adornados e iluminados.
Dos días antes de Nochebuena, mi tío Ramón, se preparaba para salir de Florencia  hacia el aeropuerto. Hacía tres años que residía fuera de España, antes había visitado  Arlés, en Francia; en 1969 acudió a la inauguración del festival de fotografía, y observando toda su riqueza arqueológica, como buen amante de ella, se había instalado allí, durante un periodo largo de tiempo, hasta su partida hacia Florencia, donde residía en ese momento.
─Ya estamos cerca de Navidad, Filippo —decía Ramón, a su socio y amigo, canturreando— familia, turrón, regalos…es menester tomar el avión y volver a casa. Me fascina la Nochebuena, ¡es una noche mágica!, además,  se reunirá toda mi familia. Estoy deseando salir de Florencia, y llegar a casa. La última Navidad resultó un poco agobiante, sin embargo, les echo de menos.

─La Navidad también es muy bonita en Florencia.
─La he vivido estos dos últimos años, me ha gustado, pero la más bonita, Filippo, está en mi casa. Aunque a veces, confieso, es  como caminar a través de un puente colgante,  sobre un volcán en erupción, puede ser peligroso hablar demasiado…
«El torico», le llamaban en casa, a mi tío Ramón. Primero fue «el historiador»,  mote que no le desagradaba, pero al llegar a Italia, pasamos a llamarse el historiadore, él mismo puntualizaba, que eso estaba muy mal dicho, pues historiador en italiano se decía storico, así que, sin más preámbulos, pasamos a llamarle torico; torico por aquí, torico por allá; el término, terminó en manos de las malas artes de tía Federica, que cuando los niños le preguntaban cómo se llamaba su tío, les decía Teodorico y los niños lo entendían muy bien . De niño había sido Monchito, y nadie en casa sabía quién era Don Ramón. En alguna ocasión ocurrió que hubo una llamada telefónica preguntando por él y alguien solía contestar que no le conocía.
─¡Aquí no hay ningún Don Ramón!, se ha equivocado de número de teléfono.—contestaban—
En medio del mar, en la cubierta de un barco militar, mi tío Roberto había estado esperando con ansiedad la llegada de la Navidad; la sensación que le producía un cielo azul, abierto, le hacía sentir la libertad, sin embargo en un momento llegaría un permiso de salida, y  partiría hacia el aeropuerto; la cena en casa de la abuela, le hacía mucha ilusión. Había sido educado en los valores católicos igual que sus hermanos, sin embargo algo le había hecho cambiar; con el tiempo se había convertido en un hombre ateo. Cuando opinaba sobre las fiestas religiosas, decía que habían llegado a nosotros adoptadas de fiestas paganas, de la época de los romanos; hablaba de saturnalia y el solsticio de invierno, cuando la luz del sol gana a la noche… Contaba historias de «fiestas de descanso» para los agricultores de la antigua Roma. No daba a la Navidad mayor importancia; para él, se trataba de un descanso del trabajo con baño de familia,  y movía la cabeza de un lado a otro cuando le contrariaban; eso sí, la cena de Nochebuena con su familia era “sagrada”, por ella creería todo lo que hubiera que creer. Esperaba poder salir del barco cuanto antes.
─¿Creéis que llegará el permiso para Navidad, o a última hora habrá una emergencia? — preguntaban sus compañeros—.
─Ya ha ocurrido más de una vez, espero que no, he de cenar con mi familia esta Nochebuena, —decía mi tío Roberto— ya hace dos años que no puedo ir. Mi madre me contará viejas historias de familia, mientras cenamos. A las doce de la noche, dirá «Silencio, acaba de nacer un Niño», en una escena de evocación y misterio.
─Eso es una Navidad, en todo su esplendor.
─ Lo que promueve la Fe y  los sentidos, mueve montañas. Eso amigo, no tiene rival.
─¡Vaya ateo, celebrando la Navidad!
─ «La Navidad, es una época para encender el fuego de la hospitalidad, en el salón, y la llama genial de la caridad, en el corazón».─ Decía Roberto, en una cita de Washington Irving –
 Cuando llegó el permiso de salida, se le iluminó la cara de alegría, le parecía que viviría un precioso cuento con la familia, la chimenea, el árbol, las luces, Noel, el trineo, renos, regalos…y la dulce sensación de paz que le inspiraba la casa familiar.
También tenía mote, le llamaban «el clerófobo», ¡cosas de tía Federica!; al contrario que a Ramón, a él no le importaba en absoluto, prefería un mote y no el diminutivo, con el que le llamaban en casa, desde niño, “Robertito”,  se sentía avergonzado; decía que ya no tenía edad, aunque esto no parecía importarle a la abuela, y él se lo consentía.
Al mismo tiempo, en el Himalaya, en el valle sagrado, cerca del Everest, mi tío Abelardo se disponía a regresar a casa por sorpresa, no había avisado a nadie. Será bueno volver a vernos en Navidad, pensaba durante su meditación trascendental, después de recibir una carta de su hermana Federica; le rogaba que volviera para ver a sus padres, estaban muy mayores. Lo pensó doscientas mil veces; salir de su paz interior le costaba; recordaba, con agrado, muchas cosas de esta época,  aquellas comidas familiares, llenas de la alegría de los villancicos que cantaba con los niños, el belén, que siempre había colocado con tanto cariño días antes de la Nochebuena, con sus  figuritas, el portal, José, los pastores, el Niño, María, los camellos… Sólo serían unos días.
Abelardo, había buscado en la meditación, la paz que ofrece la naturalidad; deseó aprender a descubrirla, en el camino hacia la consciencia de la vida. Por ello, había abandonado su casa, su trabajo... porque de todo eso, sólo obtuvo soledad y disgustos. Había conseguido mucho y nada de la vida, una posición socialmente bien vista y mejor remunerada, había conocido grandes mujeres, y sin embargo, nada ni nadie, le habían llenado el alma al anochecer; perseguía la alegría y la paz que completa el interior del ser humano. Se fue, se marchó a «la tierra del dragón del Trueno». Su llegada al interior del monasterio fue abrumadora, los monjes le aguardaban. Con ellos, y a través de sus danzas tradicionales, aprendió a danzar despacio, suave, silencioso. Practicó el tiro al arco, bebió ara...vivió como ellos. Adoraba esa bonita y placentera forma de vida ancestral en monasterio; escuchar el silencio le había parecido un don fascinante, sobrenatural. Su sonrisa había brotado de nuevo en aquel lugar.
En casa  le llamábamos «el anacoreta». Todos teníamos mote, su hermana Federica se encargaba de ello
Tía Federica llegó la mañana de Nochebuena con sus niños, no vivía muy lejos. Apareció cargada de sorpresas, con su sonrisa abierta y aquellos ojos alegres, divertida como siempre, con su mirada llena de vida. Fue directa a la cocina, donde estaban los turrones y los chocolates; mientras se comía un buen trozo, preguntaba por su padre.
─¿Y el abuelo?,
─Ha ido a un recado, llegará enseguida.
En casa estábamos nosotras, y Eva, una mujer que limpiaba y cuidaba de mis abuelos,  desde hacía mucho tiempo. Pasados los años se casó con un hombre al que mi abuelo no consideraba, y al que no permitía su entrada en casa; todos desconocíamos las razones de aquel comportamiento inusual en él, además parecía un hombre bonachón son sus barbas, su bandujo y una amplia sonrisa, que, más adelante, me pareció poco sincera.
Los niños estaban muy nerviosos corriendo por el pasillo, porque habían llegado las vacaciones, y era Navidad.  Subían y bajaban por las escaleras, el perro corría tras ellos, hasta que se cansaron y cayeron rendidos, era perfecto, en poco tiempo estaban tranquilos y cariñosos, siempre decía la abuela que eran muy buenos. Nos partíamos de risa cuando llegó mi abuelo, entró cargado de paquetes para la gran cena de Nochebuena; aunque no era muy expresivo, se alegró de vernos allí. Sus palabras eran mágicas. Siempre nos contaba historias que nos sorprendían, y nos mantenían atentos durante toda la noche, algunas inventadas por él, otras eran relatos que había leído y otras eran historias reales. Esta vez llegó con una nueva
─Un señor muy amable y educado, que por su edad bien pudiera ser un hijo mío, me dijo que había visto a la muerte, que habló con ella; dice que la encontró en la calle, y le dijo que le había llegado la hora de partir. En principio pensó que sí, que había llegado su hora de descansar, respiró hondo. Entonces se dio cuenta de que nunca volvería a ver la amplitud del cielo, ni a escuchar música, ni a disfrutar de un pequeño viaje a la playa, ni una comida en familia con sus hijos…Y me dijo que despertó de aquella pesadilla en un hospital, el hombre había tenido un inesperado accidente, estaba a su lado su mujer, lloró de alegría, se dio cuenta de que era ¡Navidad! Me dijo que la familia lo es todo, que la reunión familiar en Navidad vale la pena, y aunque a veces no nos soportemos unos a otros, siempre nos anhelamos.
─¡Qué horror!, abuelo, es una historia horrible.
Mi tía comenzaba a estar inquieta, pensando en el árbol que íbamos a adornar. Había crecido mucho, y daría más trabajo; revisaba la casa, aprovechando la ausencia de mi abuela y de mi madre; buscaba un baúl, que contenía los adornos del árbol y del belén, y en poco tiempo había encontrado entretenimiento. Resultó que además de encontrar el baúl que contenía los adornos, había descubierto otro, ambos estaban en el desván. Mientras ella se entretenía con aquellas extrañas cosas, yo hacía dibujos en cartulinas de colores, y los recortaba para los niños. Estaban entretenidos escuchando un cuento del abuelo, éste era el de todos los años, pero apenas se acordaban y estaban muy atentos. Con razón tía Federica le llamaba el “batallitas”
─Los Reyes Magos de Oriente, siguiendo la estrella que guiaba hacia donde había nacido Jesús, elucubraban con lo que encontrarían en la tierra de Israel; imaginaban una gran ceremonia, propia del  recibimiento que se le hace a un Rey, que acaba de nacer; habría grandes lujos, princesas y príncipes envueltos en lujosos trajes, de telas de encajes, o bordadas con piedras preciosas; ejércitos, esclavos, enormes palacios…; los grandes del reino les ofrecerían mesas reales, llenas de apetitosos platos, como los que preparaba la abuela, y que tanto les gustaban, pero en vajillas de oro. Cuando los Reyes Magos llegaron, encontraron a María y a José viviendo en pobreza y humildad, y no pudieron más que adorarle  respetuosamente. En un acto de generosidad le ofrecieron oro, incienso y mirra, estaban muy emocionados por la respuesta de amor, que recibieron, y la esperanza sobre el futuro, que traía el Niño Jesús.
 Tía Federica había encontrado un tesoro, dentro de aquel baúl, ciertamente debía de haber cosas muy interesantes porque no salía del desván, así que mi curiosidad se fue agudizando y fui a mirar qué era aquello, que tanto la entretenía; y es que yo quería estar con los mayores, y no con los niños. Cuando llegué observé sus ojos llorosos y su maquillaje alterado, estaba sentada en el suelo, y revisaba cosas que había en la caja, el lugar tenía polvo y había otros muebles viejos, una cómoda, una mecedora…Tenía en sus manos una bola de cristal, le había dado cuerda y sonaba música clásica, mientras una bailarina daba vueltas sin cesar, dentro de la bola. La sujetaba una pequeña cajita que contenía una sortija, con una piedra cuadrada, pequeña, de color rosa. Había un juguetito para hacer pompas de jabón; yo había tenido uno y recordaba que soplando salían muchas, de diferentes colores, transparentes, con hadas, princesas y animalitos dentro, en mi imaginación de niña.
Me miró fijamente y sin decir palabra, salimos juntas de aquel desván adorable, lleno de cosas entrañables. Su idea fue sacarme de allí, y regresar más tarde, sola. Mis tíos comenzaban a llegar, era una excusa perfecta para hacerme olvidar el tema del desván. Pero regresé, cargadita de curiosidad, y allí, sola, descubrí un mundo lleno de fantasía; en un cajón encontré cartas que no comprendía, poesías, y documentos que tampoco entendí. Había pinturas sin enmarcar, enrolladas, algunas me parecieron preciosas y otras oscuras y terroríficas, platos antiguos, alfombras, un quinqué... Sonó el timbre y con las poesías en la mano, salí corriendo, las guardé en mi pequeño bolsito para leerlas más tarde.
 Tío Ramón, llegó en un avión procedente de Italia, a medio día, con una gran maleta llena de sorpresas y ropa para diez días.
─Hola Frica, un abrazo.
A mi tía Federica nadie le había puesto mote, pero si un diminutivo; decían que cuando era niña no le agradaba, pero en ese momento parecía que sí. Se fundieron en abrazos y besos, y en un momento era como si se hubieran visto el día anterior.
─¿Y la abuela?, preguntó Ramón
─Vendrá enseguida, ha ido a un recado.
Pasamos al salón, todos queríamos oírle.
─¿Cómo te va la vida en Florencia? ─preguntaba el abuelo─ Todos estamos deseando escucharte, cuéntanos cosas de  tu estancia en Italia y ¡esa moda tan elegante!
─Fantástico. Es una ciudad con historia, enriquecedora y elegante. ¡Oh! Florencia es eterna, siempre está viva, preciosa. La ciudad tiene su historia en una niña de cabellos de oro, largos y sudorosos, una mujer fantasmagórica, y un perro cojo, ellos contribuyeron a la creación del arte en Florencia, durante  la Edad Media. Y su catedral es hermosa, hicieron falta 72 años para construirla, se terminó en el año mil trescientos y pico, pero la cúpula comenzó a realizarse cien años después, en la época de Juana de Arco en Francia,  era el siglo de las innovaciones; esa obra, duró tantos años que la gente la ponía como ejemplo, «eso dura más que la obra de la cúpula de la catedral», fue una obra faraónica, las pinturas de la cúpula son escenas del juicio final, del mil quinientos y pico. Había permanecido sin cúpula, durante años y años, figúrate ¡lloviendo dentro, de lo que debería de ser el altar! Para hacer la cúpula se idearon mil cosas. Existe un balcón sobre ella, desde donde se pueden ver unas vistas fantásticas, «sólo hay que subir 463 escalones», desde la calle al mirador, a través de una angosta escalera. Las vistas, desde la cúpula, los merecen, pero son agobiantes.
─Es apto para gente con espíritu, y muy joven, yo no podría, creo que no los subirá cualquiera.
─He de decir que es bonita toda la Toscana.  Me encantó, deberías de ir. Por cierto, hablando de viajar ¿sólo ha llegado Federica?
─Están llegando todos a esta hora.
─Ya tengo ganas de verles. Y tú, Frica, ¿cómo estás?
─Bien, he conocido a un hombre.
─¡Vaya!, me alegro
─Es algo mayor
─Algo…
─También es viudo, tiene muchos años, y muchos hijos, nos conocimos en un museo.
─Susurritos al oído, palabritas dulces y tiernas…la soledad y la tristeza son malas compañeras.
─ Irremediablemente, y el tiempo se escapa…
Sonó  el timbre dos veces, todos conocíamos esa llamada, mi abuela decía que cada uno teníamos una forma especial de llamar, pero nos pareció una casualidad porque no le esperábamos. Nos miramos unos a otros extrañados, volvió a sonar de la misma forma, me levanté rápidamente para abrir la puerta y allí estaba mi tío Abelardo. Me quedé estupefacta. El tiempo pareció pararse; se oía el silencio, y parecía decir: ¡imposible!
─¡El clerófobo!, dijo mi tía
─Un beso para tu tío, me dijo nada más verme.
─Pasaron diez segundos antes de que las risas comenzaran a escucharse por toda la casa, carcajadas a borbotones, que hacían correr el aire fresco.
─¿Dónde está la abuela?
─Llegará enseguida, ha ido a unos recados.
─No has avisado de que venías.
─No me decidí hasta última hora, me daba pereza porque es un viaje muy largo, pero vale la pena.
Mi abuela llegó con “cientos” de bolsas, acompañada de mi madre; habían ido de compras para ultimar los preparativos de la cena de Nochebuena y también la comida del día siguiente, porque muchos de ellos, también  se quedaban a comer en Navidad.
Entraron charlando.
─ ¡Que pesar tan grande he sentido siempre al separarme de mis hijos! Dicen que cuantos más, mejor, es cierto, al menos alguno vendrá esta Noche. Estos chicos son muy raros, cuánto más lejos están de casa más a gusto se sienten. Recibí sus cartas, están bien, ellos son viajeros y me preocupan, espero que su alimentación siga bien, que sepan cuidarse solos, que Dios les proteja. Aunque esta Noche aparezcan todos los millones de personas que hay en el mundo, ellos son mi casa, sin mis hijos está vacía Tengo ganas de verles. Te piden tus alegrías y les das todo, sin pensarlo dos veces, y te dejan sin ellas.
La abuela no podía imaginarse la sorpresa, ellos la esperaban ansiosos. ¡Y los que faltaban por llegar!. Encontró el salón lleno de gente, lo que menos se imaginaba es que estarían allí todos los que residían fuera, se quedó mirando de lejos, con las bolsas en la mano, una ligera sonrisa muda…Y una lágrima brotó de sus mejillas, enmudeció y alguien hubo de quitarle las bolsas de las manos, mientras la ayudaban a sentarse, ¡Dios mío!, exclamó. No sabía que decir entre besos y abrazos, sólo lloraba. La abuela les apretaba fuertemente entre sus brazos, un abrazo que podía derretir hielo. Como siempre, la abuela les regañó por venir desde tan lejos, era una tontería hacer un viaje tan largo, decía entre dientes y con una sonrisa de oreja a oreja, con un rostro de bondad, y carita de madre en todo su esplendor y plenitud.
En medio de todo el jaleo, mi tía Federica permanecía triste, había creído siempre que todos los recuerdos de aquella etapa, se habían destruido. Comprendió que mi abuela, aunque había querido olvidar, y desprenderse de todo aquello, no había podido hacerlo, y lo ocultó en un  baúl, en el desván. Había visto mucho polvo, muebles viejos, arcas llenas de ropa antigua, papeles…Aquel desván, que a mi me había parecido entrañable, era, para ella, una espina de clavada en el corazón. Acudían a su cabeza muchas historias, se abrió una herida antigua, el recuerdo de una hermana que había muerto siendo muy niña. Apenas la recordaba y, aquellas cosas que encontró, le hacían regresar a una época que tenía olvidada, y en un mal momento, cuando comenzaba a superar el fallecimiento de su marido.
Más tarde fueron llegando poco a poco los que vivían cerca, con algunas sorpresas. Sonriendo saludaban y  entraban en el salón. Qué alegría cuando vieron tanta gente  en casa, y ¡los que faltaban por llegar! Mi abuela sabía como satisfacerlos a todos. La cocina era un lugar perfecto de reunión, todas las mujeres nos concentrábamos allí; en ella siempre permanecían sus aromas de comidas cocinadas lentamente. Nos disponíamos enseguida y cada una iba preparando algo, unas pelaban otras cortaban, otras batían, y siempre había alguna preparando limonada o alguna bebida para las “cocineras”, esta labor solíamos hacerla las nietas mayores, que íbamos picando algo mientras hablábamos sin parar. Recuerdo su sonrisa al vernos llegar. Ella siempre estaba allí de primera, preparando el carbón. Aunque tenía al lado una cocina muy moderna y bien preparada, le gustaba encender ésta de vez en cuando, decía que la utilizaba para grandes comidas, porque calentaba la casa y las comidas se hacían lentamente. El café lo preparaba en una olla especial, que permanecía sobre los fogones e inundaba la casa con aquel olor, tan característico, a café recién hecho. En poco tiempo, parecía que había llegado toda la población de la tierra a casa, «millones de personas» sentadas a la mesa, como  murciélagos atraídos por néctar de flores tropicales. Allí estaban algunos hermanos de mis abuelos, cuñados, sobrinos, algún vecino que no tenía familia, un amigo de batallitas de mi abuelo…el hombre tenía un hijo que residía en Alemania, y esa Navidad no había venido, estaba solo.
Esa Noche preparamos cochinillo asado, cordero, capón,  la carrillada de cerdo, el pavo relleno, el conejo, los mariscos y el besugo. Bacalao para unos, pavo asado, para otros, la carne de vacuno con salsa, la ensalada rusa, para los niños…Y para beber, el ponche,  vinos tintos y cavas...postres surtidos con frutas y helados, galletas, buñuelos, arroz con leche y natillas; en Navidad no faltaban los polvorones y el pastel de zanahorias, que sólo probábamos en casa de mi abuela, pues era una receta suya, especial, que no compartía con nadie; mucha cerveza, manzanas, nueces, avellanas y turrones. Su famoso tronco de Navidad, el pudín de ciruelas y los muffins. Esa Nochebuena, por primera vez, preparó panettone, pensaba que le gustaba a mi tío, porque era típico de Italia, él lo había probado en Florencia la Navidad anterior, y ella no quería que echara nada de menos. Pensaba, inocentemente, que empachados, ya no podríamos comer más, pero dimos buena cuenta del panettone también. ¡Una justificada gula navideña!, ni que decir tiene que era una cena digna de Pantagruel, comida que duraría para tres días; tenía todo previsto, cubriría la cena de Nochebuena, la comida de Navidad, y el resto lo repartiría entre sus hijos, para que se lo llevaran a casa en un recipiente, y con eso nos alimentaba al menos un día más.
Después de dar cuenta de todos aquellos manjares que nos preparó con tanto amor y dulzura, cantamos villancicos en la mesa y charlamos con verdadero placer.
A las doce casi vimos nacer a Jesús, mi abuela cantaba una canción muy triste, decía que lloraba un niño a la puerta, que estaba desnudo, que tenía frío…con una música más lenta que un caracol; comenzábamos a bostezar y nos queríamos ir a dormir. A todos los nietos nos encantaba quedarnos a dormir en casa de mis abuelos, los pequeños se habían dormido uno por uno, mientras oían campanitas a lo lejos. Los nietos mayores nos retirábamos con la triste canción de la abuela. Ese día ocurrió algo especial, me di cuenta de que aquella canción, que se repetía cada año a la misma hora, era un truco para que los niños nos fuéramos a la cama, era «la hora de los mayores». Así que decidí que con mis 15 años recién cumplidos, podía resistir el sueño y escuchar las conversaciones de los adultos, nadie me dijo nada, así que allí me quedé, bostezando y con ojeras, rascando un ojo y cayéndome de sueño hasta que la conversación comenzó a ser  interesante y mis ojos se abrieron como platos.
─¿Habéis oído las últimas  noticias?,─ comentó el abuelo─.
─Esta mañana lo he oído en la radio,─ decía el historiador ─ Eran ciertos los rumores, encontraron supervivientes del avión siniestrado hace unos meses. Antes de ayer les encontraron vivos.
─Estuvieron meses en el hielo, ─decía el abuelo ─parece ser que el avión cayó deslizándose y por eso el choque no fue lo más grave del accidente. Se quedaron atrapados en la nieve, sufrieron un alud y el avión quedó enterrado, pasaron muchísimo frío y mucha hambre.
─Dicen que hay restos de canibalismo, ─apuntó Abelardo –
─No sé, no lo creo…
─Dicen que puede ser que comieran carne humana, nos enteraremos.
─Cuando llegó el equipo de rescate encontraron al piloto en su sitio, sin cabeza; dicen que hay 15 o 16 supervivientes.
─Es increíble, que haya supervivientes después de meses. En el avión viajaban chicos jóvenes, que jugaban en un equipo.
─72 días estuvieron en los Andes.
─Esta Navidad la pasarán en casa, ¡parece un milagro!
─¿Y os enterasteis de lo que ha ocurrido en Nicaragua?, ─decía tío Roberto─ un terremoto de 6.2 grados en la escala Richter destruyó la capital, Managua, hay más de 6000 muertos.
─¡Jesús!, ¡qué barbaridad!, pero ¡como está el mundo! – Exclamó Tía Federica, que había estado muda durante todo el tiempo que duró la cena─ ¿Cómo puede ocurrir una cosa así?, ¡pobre gente!
─Y… ¿a ti qué te pasa?, no articulaste palabra en todo este tiempo – dijo la abuela ─
─Estoy pensando en Angelita, no me sale de la cabeza, estuve en el desván y he encontrado sus cosas, una cajita de música, las muñecas… ¡Me dio tanta pena!
─¡Ay!, ¡pobre niña mía!, qué pena tengo siempre por ella, esa enfermedad maldita; ¡y no encuentran la cura todavía!; se lleva a niños, a mayores, a todo el mundo, es una enfermedad zorrita, no da síntomas y ¡qué dolor pasó!
Todos cambiaron de tema, nadie quería verla triste, todos cantábamos villancicos mientras recogíamos la mesa. En la pared, alguien había colgado un letrerito, representaba  el mensaje de los ángeles, anunciaba a los pastores de Belén el nacimiento de Jesús, «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
¡Ya estaba con los mayores!, era como si me hubieran permitido la entrada al Olimpo, me sentí encantada y más responsable. Esa Nochebuena de 1972, representó un cambio en mi vida, sentía que ya no era una niña, la vida me sonreía, y mi familia me arropaba. Mis abuelos poseían, y no guardaban, el secreto de cómo hacernos sentir reyes y reinas, y yo disfrutaba como pez en el agua, deseaba mil navidades más con ellos. Derrochaban bondad y buscaban entendimiento y concordia. Supieron armonizar las creencias religiosas con la familia, los amigos y  la comida, en una fiesta mágica, el nacimiento de Jesús.
Hoy, como cada año, llega de nuevo la Navidad, motivo para seguir creciendo en nuestras relaciones familiares, desde nuestras creencias, o desde nuestra Alma.

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