El día ha amanecido turbio. No
sabe a ciencia cierta por qué el zumbido de moscardón que comenzó como una
sensación de malestar, se ha extendido a músculos, cabeza, vísceras, piel…
apoderándose de su cuerpo hasta no percibir más que el estremecimiento que
sacude sus neuronas.
Hay un encogimiento imperceptible
que le achica hasta recluirle en su cueva. Ermitaño impenitente. Convulso,
analiza la causa. Cuál puede ser el origen detonante de su desazón.
Aparentemente todo está como siempre. La vida fluye serena en su entorno
familiar. Todo está dentro del contexto lógico. Nada hay que altere la
distribución de espacios, afectos, pasatiempos.
El lago del tiempo, plácido espejo imperturbable, refleja tranquilidad.
Qué es pues lo que le desazona de
tal manera. Siente la muerte rondando en espirales de sombras. La enfermedad
descarnada planea burlar las defensas. Percibe su olor de musgo corrompido. El
miedo afila sus garras. La incertidumbre acecha. La tristeza avanza haciéndose
un hueco entre las filas invasoras. La pizarra del cielo acompaña su percepción
pintando de gris marengo la mañana.
El aviso de lo imprevisto se
ancla en su interior. Está por suceder lo no deseado. Intuye como otras tantas
veces la sacudida que llega. Alguien cercano peligra. Los indicios son claros.
Todo él se apresta a recibir el golpe. En las próximas horas. En los próximos
minutos. Sucederá. Está seguro.
Resignado se prepara para encajar
el impacto. Pide, en su fuero interno, estar equivocado. Y reza, sin oración ni
iglesia, desgranando su plegaria.
Maica Bermejo Miranda
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