Como
impulsada por un muelle me levanté de la silla del escritorio, abrí la ventana
que daba a la calle y grité para expulsar los demonios que me arrancaban las
entrañas desde hacía semanas. El fresco y la oscuridad de octubre, a las seis
de la madrugada, me envolvieron el rostro sofocado por el desasosiego. El
contraste de sensaciones fue un bofetón que me hizo recuperar la cordura.
Avergonzada, cerré la ventana con rapidez. Tenía un poemario que no lograba
acabar.
Cuanto
más me obsesionaba por la liberación mayor era el tormento. Al girarme vi a Jaime
en el umbral de la puerta, en pijama, ceñudo y ojeroso. Me disculpé con múltiples
palabras que terminaron en un hondo suspiro; sin embargo, su única respuesta
fue dar media vuelta y regresar al dormitorio. Estaba irritado por la forma en
que me tomaba las cosas, un defecto que en ocasiones traté de corregir. El
agobio solía ser mi compañero de viaje.
Me
senté otra vez ante el ordenador, apoyé los codos en la mesa y hundí la cara entre
las manos para relajarme, y escuché la puerta de la calle cerrarse con un golpe
poco habitual. Aquel sábado mi marido se fue a jugar al tenis antes de lo
previsto y sin despedirse. De todos modos no me importó. Me encaminé a la
habitación de Lucía para cerciorarme que dormía, seguro que soñaba con cada uno
de los personajes de las historias que yo le contaba cada noche.
La
contemplé sonriendo. Con cinco años ella sí creía en los seres mágicos, a pesar
de que yo le repetía con ahínco que aquellos personajes no existían, tan solo eran
creados por escritores.
Su
respiración era lenta y profunda. Me tomé la libertad de revolverle un poco más
su largo y negro pelo, además de darle un enérgico beso en su tierna mejilla.
El susurro
monótono del reloj, blanco y negro, que colgaba de la pared, me recordó que las
horas volaban; ya eran las siete. Lucía no tardaría en despertarse y tendría
que dejar a un lado el poemario.
Regresé
al despacho aprovechando la soledad que se me brindaba, aunque las palabras y
las rimas junto con el conteo de sílabas me pesaban como plomo en la cabeza y me
provocaron escozor en los ojos. Aún de pie, cerré los párpados antes de
continuar. Me inundó el recuerdo de la invocación a las Musas de los autores
griegos, entre ellos Homero. Mi preferida era la de Dante en La Divina Comedia.
Navegando
entre mis pensamientos, tosí y abrí los ojos. Había humo. Me angustié y llamé a
voces a mi hija. De inmediato fui a comprobar si me había dejado el cazo con la
leche en el fuego. Me pareció anómalo que no apestara a chamuscado. Intenté
salir del despacho. A tientas, tropecé con un cuerpo, lo que me hizo retroceder.
Me agarraron de la muñeca. Grité. Zarandeé con fuerza el brazo para desasirme
de quien me retenía. No lo conseguí. Esa mano rasposa y grande no podía ser de
Lucía.
Mientras
tanto, el humo se desvaneció y olía a perfume. Alucinada, ante mí apareció una
joven de pelo largo recogido en la nuca, que vestía una túnica blanca de
grandes pliegues ceñida a la cintura. Del
miedo pasé a la perplejidad. Traté de avanzar, pero la mujer no me soltó. Desvié
la mirada hacia sus manos, pequeñas y suaves. No era capaz de concebir cómo había
entrado en mi casa. Quizás soñaba.
Enfadada,
le increpé que me dejara. El coraje atravesaba cada poro de mi piel. Debía asegurarme
de que Lucía se encontraba bien.
—Soy
Erato, la musa de la poesía lírica y amorosa —se presentó con dulzura.
La
miré con fijeza a los ojos.
—¡Vete!
—grité—. ¡Quiero despertar!
—¿Te
gustaría deshacerte de mí? —inquirió, riendo a carcajadas.
Enseguida
me encontré atrapada entre sus brazos y, aunque tenía ganas de salir corriendo,
no pude moverme. La calidez de su cuerpo se convirtió en frío. Las manos que en
un principio eran finas se tornaron rasposas, tal cual había sentido la primera
vez entre el humo.
Cuando
al fin me soltó y se apartó unos centímetros, chillé histérica hasta que la
garganta se me convirtió en estropajo y sucumbí al agotamiento. La chica se había
transformado en un ser repugnante: su cuerpo nudoso se asemejaba al tronco de
un árbol sin ramas ni hojas. Tenía un rostro de ojos saltones y sonrisa
insolente.
—¿Qué
demonios eres? —farfullé.
—¡No
crees en los seres mágicos! —dijo elevando su voz ronca—. Con mi magia he
bloqueado tu mente. Habitamos en todas partes aunque no nos veas.
—¿Quién
eres? —pregunté de nuevo, más enloquecida.
Entonces,
ignorándome, el extraño ser fue tragado por un torbellino de humo y el despacho
quedó en silencio.
Confundida
fui en busca de Lucía, que seguía durmiendo. Su reloj de pared marcaba las
ocho. La ansiedad me impulsó a recorrer el pasillo de mi casa varias veces
hasta la extenuación. Después me senté ante el monitor a teclear los poemas que
se acumulaban en mi mente. Brotaron sin más. Se materializaron en el documento abierto.
Cada rima estaba en su sitio. Los versos tenían melodía. Al poner el punto
final, escuché a Lucía pedirme el desayuno. Y retomé la alocada posibilidad de
la existencia de los seres mágicos, de soñar despierta o de haber perdido la
cordura por unas horas. A pesar de estar preocupada, me sosegó la idea de que
mi casa no se hubiera incendiado. Todo parecía normal, excepto la coincidencia de
la visita real o soñada de aquel ser y la ambición con la que fluyeron mis
versos, como corriente que empuja el agua del río.
Mª
Mercedes Tormo Muñoz
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