lunes, 11 de enero de 2016

Punto final



Como impulsada por un muelle me levanté de la silla del escritorio, abrí la ventana que daba a la calle y grité para expulsar los demonios que me arrancaban las entrañas desde hacía semanas. El fresco y la oscuridad de octubre, a las seis de la madrugada, me envolvieron el rostro sofocado por el desasosiego. El contraste de sensaciones fue un bofetón que me hizo recuperar la cordura. Avergonzada, cerré la ventana con rapidez. Tenía un poemario que no lograba acabar.
Cuanto más me obsesionaba por la liberación mayor era el tormento. Al girarme vi a Jaime en el umbral de la puerta, en pijama, ceñudo y ojeroso. Me disculpé con múltiples palabras que terminaron en un hondo suspiro; sin embargo, su única respuesta fue dar media vuelta y regresar al dormitorio. Estaba irritado por la forma en que me tomaba las cosas, un defecto que en ocasiones traté de corregir. El agobio solía ser mi compañero de viaje.
Me senté otra vez ante el ordenador, apoyé los codos en la mesa y hundí la cara entre las manos para relajarme, y escuché la puerta de la calle cerrarse con un golpe poco habitual. Aquel sábado mi marido se fue a jugar al tenis antes de lo previsto y sin despedirse. De todos modos no me importó. Me encaminé a la habitación de Lucía para cerciorarme que dormía, seguro que soñaba con cada uno de los personajes de las historias que yo le contaba cada noche.
La contemplé sonriendo. Con cinco años ella sí creía en los seres mágicos, a pesar de que yo le repetía con ahínco que aquellos personajes no existían, tan solo eran creados por escritores.
Su respiración era lenta y profunda. Me tomé la libertad de revolverle un poco más su largo y negro pelo, además de darle un enérgico beso en su tierna mejilla.
El susurro monótono del reloj, blanco y negro, que colgaba de la pared, me recordó que las horas volaban; ya eran las siete. Lucía no tardaría en despertarse y tendría que dejar a un lado el poemario.
Regresé al despacho aprovechando la soledad que se me brindaba, aunque las palabras y las rimas junto con el conteo de sílabas me pesaban como plomo en la cabeza y me provocaron escozor en los ojos. Aún de pie, cerré los párpados antes de continuar. Me inundó el recuerdo de la invocación a las Musas de los autores griegos, entre ellos Homero. Mi preferida era la de Dante en La Divina Comedia.
Navegando entre mis pensamientos, tosí y abrí los ojos. Había humo. Me angustié y llamé a voces a mi hija. De inmediato fui a comprobar si me había dejado el cazo con la leche en el fuego. Me pareció anómalo que no apestara a chamuscado. Intenté salir del despacho. A tientas, tropecé con un cuerpo, lo que me hizo retroceder. Me agarraron de la muñeca. Grité. Zarandeé con fuerza el brazo para desasirme de quien me retenía. No lo conseguí. Esa mano rasposa y grande no podía ser de Lucía.
Mientras tanto, el humo se desvaneció y olía a perfume. Alucinada, ante mí apareció una joven de pelo largo recogido en la nuca, que vestía una túnica blanca de grandes pliegues ceñida  a la cintura. Del miedo pasé a la perplejidad. Traté de avanzar, pero la mujer no me soltó. Desvié la mirada hacia sus manos, pequeñas y suaves. No era capaz de concebir cómo había entrado en mi casa. Quizás soñaba.
Enfadada, le increpé que me dejara. El coraje atravesaba cada poro de mi piel. Debía asegurarme de que Lucía se encontraba bien.
—Soy Erato, la musa de la poesía lírica y amorosa —se presentó con dulzura.
La miré con fijeza a los ojos.
—¡Vete! —grité—. ¡Quiero despertar!
—¿Te gustaría deshacerte de mí? —inquirió, riendo a carcajadas.
Enseguida me encontré atrapada entre sus brazos y, aunque tenía ganas de salir corriendo, no pude moverme. La calidez de su cuerpo se convirtió en frío. Las manos que en un principio eran finas se tornaron rasposas, tal cual había sentido la primera vez entre el humo.
Cuando al fin me soltó y se apartó unos centímetros, chillé histérica hasta que la garganta se me convirtió en estropajo y sucumbí al agotamiento. La chica se había transformado en un ser repugnante: su cuerpo nudoso se asemejaba al tronco de un árbol sin ramas ni hojas. Tenía un rostro de ojos saltones y sonrisa insolente.
—¿Qué demonios eres? —farfullé.
—¡No crees en los seres mágicos! —dijo elevando su voz ronca—. Con mi magia he bloqueado tu mente. Habitamos en todas partes aunque no nos veas.
—¿Quién eres? —pregunté de nuevo, más enloquecida.
Entonces, ignorándome, el extraño ser fue tragado por un torbellino de humo y el despacho quedó en silencio.
Confundida fui en busca de Lucía, que seguía durmiendo. Su reloj de pared marcaba las ocho. La ansiedad me impulsó a recorrer el pasillo de mi casa varias veces hasta la extenuación. Después me senté ante el monitor a teclear los poemas que se acumulaban en mi mente. Brotaron sin más. Se materializaron en el documento abierto. Cada rima estaba en su sitio. Los versos tenían melodía. Al poner el punto final, escuché a Lucía pedirme el desayuno. Y retomé la alocada posibilidad de la existencia de los seres mágicos, de soñar despierta o de haber perdido la cordura por unas horas. A pesar de estar preocupada, me sosegó la idea de que mi casa no se hubiera incendiado. Todo parecía normal, excepto la coincidencia de la visita real o soñada de aquel ser y la ambición con la que fluyeron mis versos, como corriente que empuja el agua del río.

Mª Mercedes Tormo Muñoz

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