Ahí estaba yo, entre ramitos de flores, cerquita del altar, como perdida en el resplandor de esas velas que me adornaban el silencio.
Yo le pedía al Santísimo y Él me miraba y no sé por qué se me figuró que los dos estábamos muy tristes.
Luego mejor ya me iba, cuando alguien habló quedito:
- Está muy a gusto aquí. Dijo.
La vi de rodillas, con las manos muy juntas, fijándose en el chorro de luz que entraba por la ventana.
- Sí. ¿verdad? Contesté.
Era una de esas, de las que se llevan mirando, descalzas, con una esperanza que les queda muy grande y la ropa toda llena de tierra.
- ¿Quién eres? Le pregunté de una vez.
- Nadie. Contestó.
- ¿Y qué quieres?
- Acompañarte.
- ¿A dónde?
- A donde sea.
- Bueno. Le dije por decir y porque me dio mucha lástima.
Cuando menos pensé ya me iba siguiendo entre el montonal de sombras.
Afuera el cielo se ladeaba de pájaros, nos adornaba el camino que subía y bajaba, para luego perderse a cada rato entre los árboles.
Por ahí nos fuimos, una detrás de otra, mudas, como si nos llevara cargando el perfume del aire hasta la orilla del río donde me gusta ir para seguir pensando en los milagros.
Nada más lo vio y corrió a tirarse en el agua desparramando la nata de nubes, igual que si la arrastraran las ganas.
Yo me quité los zapatos, mirándola de reojo para ver si se hundía. Luego me fui metiendo de poco a poco.
“Que qué raro... De pronto estás allá y luego aquí con alguien que ni conoces. Que para qué acordarme de lo triste si siempre sí me volvía a gustar el mundo…”
Eso pensaba y también otras cosas, cuando de pronto, mirándome con esos ojos que le cerraba el sol, preguntó:
- ¿Son feos los valles de lágrimas?
Pobrecita.
- Dicen. Le contesté, aguantando la risa. ¿Por qué?
- Porque la viejita que me regalaba dulces no me conoce. Dice que ya no soy.
Me contó tapándose con la mano la resolana.
- ¿Entonces?
- Que cuando me ve saca un rosario y se pone a rece y rece en su mecedora. Nomás se le entiende de unos que pudieron escaparse de un dizque valle de lágrimas.
- Así se hacen los viejitos. Piden por todo. Dije como para mí sola.
Mientras hablaba, la vi lavarse muchas veces la cara, yo creo que para esconder ese llanto apenitas que le daba vergüenza. Luego, resbalándose por el lodo fue y se sentó en unas piedras.
Me acuerdo que me dio tristeza dejarla ahí, partiendo ramitas, que todo se me puso cristalino como si me hubieran metido adentro de un frasco donde al asomarme las cosas se ondularan.
Nos volvimos a quedar, cada quien con su mirada, mirando la claridad que se apagaba en una mancha que iba bajando del cerro, rodando entre el montón de casitas donde de lejos se oía que a la gente le gustaba más andar allá afuera.
La verdad no me gusta quedarme mucho en ningún lado, pero no encontraba cómo hacer que se fuera. Entonces se me ocurrió espantarla:
- Aquí se aparecen. Como a estas horas sale de las sombras un alma en pena.
Yo casi hasta la vi correr, pero ni se movió.
- Ya sé. Dijo, como si no conociera el miedo. Pasa diciendo que va a un mandado. Pero no hace nada.
Yo me asusté deveras, saliéndome del agua que de repente se puso muy fría.
- Se llama Lilian como las que tienen los ojos azules y son felices. Agregó.
“Milagros”. Vete a tu casa”. Oí, mientras buscaba adivinar la hora en aquel puñito de estrellas que me antojó de andar allá arriba, cortándolas de los árboles.
“Prometiste”. Repitieron.
Y era cierto. Prometí. Aunque siempre me tardaba tantito más.
No sé por qué ese dale y dale que no venga.
“Porque entre más mansitos, más traicioneros Rosaura” Me contestaron.
Entonces cogí los zapatos queriendo aprovechar lo entretenida que estaba la pobre, ahí, escarbando.
Apenas di un paso cuando me llamó para enseñarme el pedazo de peine que se había encontrado.
- ¡Qué bonito! Le eché mentiras, mientras como si fuera de oro se lo encajó en el pelo.
Yo la dejé seguir buscando y me fui yendo despacito.
Siempre me salgo de mi casa porque me gusta imaginar que ando muy lejos, conociendo, y que los cerros son las olas de un mar y las luces que se prenden cuando se hace de noche, un barco del que me acabo de bajar.
De seguro caminé mucho. Las calles eran hileras de ventanas apagadas alumbradas de repente por un farol. Me sentí como en esas películas en las que se oyen nomás los pasos sonando en lo solito.
Entonces supe que andaba muy lejos y en eso, tropezándome en lo oscuro, divisé aquel bulto que se venía acercando.
- ¿Te perdiste? Preguntó.
- ¿Qué? ¿No tienes casa? Le contesté porque me dio coraje que me anduviera siguiendo.
- Sí. Ahí. Apuntó a un como pueblito lleno de crucecitas. Y también la Lilian. Agregó.
¡Ay Diosito! Me acuerdo que dije, porque no me acordé de más. Pero las palabras me salieron a pedazos.
- Mentirosa. Le grité y corrí todo lo que pude.
No sé cómo llegué otra vez a la iglesia. Ya no se veían las flores, nomás el olor a la cera derretida de las velas apagadas.
- Está muy a gusto aquí. Me dijo, igualita, la llena de tierra.
- Sí. ¿verdad? Contesté.
Entonces comenzó a llorar y no me da vergüenza. También yo.
Rosy Paláu
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