lunes, 19 de octubre de 2015

ParíZ

Era ya tarde cuando París se llenó de zombis.

Recuerdo que también era verano, pero aún así nevaba, y todos ellos, con la mirada de bolsa de plástico, vomitaban por las calles. La nieve les venía siguiendo a cada uno como un foco al actor. No hablaban. No sabíamos si pensaban en algo; de hacerlo, sería de forma diferente a la de los demás.

Yo sólo estaba de paso, algo temporal. Fumaba en mi balcón, y uno de ellos, cerca de las doce, resbaló cayendo al Sena, cerca de Notre Dame. Se quedó allí, flotando boca abajo, tratando de caminar al fondo repleto de líquenes, durante cuatro días, hasta que los gendarmes consiguieron sacarlo con unos lazos rematados en soga de los que se emplean para sujetar a los perros condenados y a los presos agresivos.

Pero ni éste, ni ningún otro, atacaba jamás a nadie. Eran como judíos en vagones de tren, bueyes cabizbajos camino al matadero. El frío les impuso su orden y con eso les bastaba. Tenían que inundar París de nieve y desesperanza, sin causar más estragos que aquellos de su propia torpeza. Todos llevaban un banderín con nombres de flores, de animales pequeños, de cócteles servidos durante la época de ley seca.

Nadie hacía nada y París ya era suyo. Suyos los Campos Elíseos, el vértigo en la cima de la Torre Eiffel; se montaban en los carricoches de EuroDisneyTM, compraban palomitas en la ópera, vaciaban sus bolsillos frente a la Biblioteca Nacional, encendían pitillos con los cirios de Los Inválidos y se empeñaban en visitar cada uno de los cafés sin tomar siquiera un café.

Allá donde se acercaban todo quedaba regado, resbaladizo y sucio, sudoroso de pies llenos de ampollas de zapatos nuevos, comprados por familiares tristes para que envejezcan dentro de un ataúd.

Cuando se colaron en el congreso no hubo marcha atrás. Las autoridades, indignadas, decidieron que ya había nevado suficiente, levantaron la veda: aprovechando la coincidencia de que uno se sentó en las catacumbas para leer el periódico, decretaron un pogromo contra todos ellos por perturbar a los difuntos. Los fueron prendiendo poco a poco. Los metían dentro del estadio olímpico. Apuntaban con lanzallamas.

Una mañana, muchos meses después, pero antes de que se levantara la cuarentena sobre París, paseaba por un callejón de Monmartre y me atrapó la nieve de improviso. Refugiado en un soportal vi pasar a uno de ellos, aferrado a un pequeño cuadro de pintor bohemio que representaba una mujer desnuda con un bebé en brazos. Me pareció que también llevaba un libro de Cortázar en el bolsillo del deshilachado chaquetón de lana gruesa.

No me dio tiempo a comprobarlo.

La brigada sanitaria contra la nieve lo atrapó en seguida, le cubrieron con gasolina, y lanzaron un cigarrillo sobre él. Tuve la sensación de ver morir a la última de las ballenas.

Juraría que lo vi llorar, pero yo no soy quién para opinar sobre estas cosas.

Desde entonces, ha vuelto a nevar en París, de tiempo en tiempo.

Pero jamás como durante aquel verano.

Fernando López Guisado

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