Tenías
el corazón tan roto que yo no comprendía cómo te funcionaba aún. ¿No oyes su
traqueteo?, me decías a través de skype.
Suena como el motor de un viejo automóvil que hubiera perdido la compresión. Ya
no volveré a conducir este corazón sin temor a perder el control.
Durante
muchos años tu corazón anduvo desahuciado, a la espera de un trasplante o un
definitivo descanso. ¿Pero cómo puedes dormir pensando que en cualquier momento
se parta y punto?, te preguntaba a veces
mi avatar de facebook, con
algo de vergüenza y también de compasión, a sabiendas de que era la distancia
que definitivamente nos separaba la causa de tus desdichas. No lo sé, me he
acostumbrado a él, respondías tú; además, siempre nos quedará París. Y yo me
reía, porque aunque jamás hubiéramos pisado esa ciudad, lo cierto es que
juntos, en algún lugar, habíamos sido felices.
La
risa también era tu refugio, aunque a veces por culpa de ella sufrieras
catatonias coronarias y el órgano quedara paralizado y mudo durante segundos,
hasta que arrancaba de nuevo a latir con irritante pereza en el interior de un
mensaje de chat.
Una tarde, al regresar de un paseo, tu vida cambió. O al menos eso me
dijiste.
Me contaste cómo las
luces artificiales se encendían a medida que el cielo se iba apagando, y que
los vencejos quedaban deslumbrados por la intensidad de las farolas, qué
estúpidos. Me contaste que al volar cerca de las farolas, los vencejos chocaban
entre sí. Ellos caían al suelo como pájaros de papel, justo donde se situaban agazapados
los gatos que habitaban la calle, los cuales no esperaban ni un segundo para
lanzarse de manera feroz. Llegaste bien comenzada la carnicería, aunque a
tiempo para espantar los gatos y recoger del suelo un maltrecho vencejo. Tú lo
echaste a volar pero el pobre apenas podía elevarse, y caía de nuevo.
Por esta razón lo
trajiste a casa, querías darle de comer frente al objetivo de la cámara de tu
portátil para que yo comprobase tu heroicidad.
Pero él no abría la
boca.
Te dije: Vete a un
lugar alto, el más alto de la ciudad, y échalo a volar.
Tú respondiste que
esperaríamos a la mañana siguiente para sacarle con calma unas fotografías, querías
tener grabada la imagen en papel. Tú devolviendo la vida a un vencejo, yo a su
lado al otro lado de la interface.
Por desgracia, a la
mañana siguiente el pájaro estaba muerto. Te sentiste muy culpable, como
aquella vez que tuviste la oportunidad de retenerme a tu lado para siempre y me
dejaste marchar, solo porque yo te dije que tenía que irme. Te sentiste tan culpable
que que yo creí que aquel disgusto de la muerte del vencejo acabaría contigo.
Al día siguiente, y
al otro, y al otro, tú insistías: Vamos al lugar más alto de la ciudad.
Y aunque ese vamos
solo significaba llevarme en una pantalla bajo el brazo, yo me negaba una y
otra vez. ¿Para qué?, te decía. Ya no hay vencejos, el otoño se acabó.
Vamos, quiero
echarte a volar.
No puedo, no soy
uno de esos estúpidos pájaros. Mis alas de mudo jilguero se acostumbraron a tu
cautividad.
Harás lo que yo te
diga, tú no puedes elegir, ni siquiera existes, me replicó ella con auténtico
enfado.
Y tenía razón,
desde que nos separáramos mi yo virtual era lo que ella recordaba de mí: Aquel
hombre cariñoso y atento que nunca la abandonaría para cumplir otras
obligaciones que no fueran ella misma.
Todo para que no se
disgustara. Todo para que su corazón pudiera resistir.
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