lunes, 5 de octubre de 2015

La fragilidad



Tenías el corazón tan roto que yo no comprendía cómo te funcionaba aún. ¿No oyes su traqueteo?, me decías a través de skype. Suena como el motor de un viejo automóvil que hubiera perdido la compresión. Ya no volveré a conducir este corazón sin temor a perder el control.
Durante muchos años tu corazón anduvo desahuciado, a la espera de un trasplante o un definitivo descanso. ¿Pero cómo puedes dormir pensando que en cualquier momento se parta y punto?, te preguntaba a veces  mi avatar de facebook, con algo de vergüenza y también de compasión, a sabiendas de que era la distancia que definitivamente nos separaba la causa de tus desdichas. No lo sé, me he acostumbrado a él, respondías tú; además, siempre nos quedará París. Y yo me reía, porque aunque jamás hubiéramos pisado esa ciudad, lo cierto es que juntos, en algún lugar, habíamos sido felices.
La risa también era tu refugio, aunque a veces por culpa de ella sufrieras catatonias coronarias y el órgano quedara paralizado y mudo durante segundos, hasta que arrancaba de nuevo a latir con irritante pereza en el interior de un mensaje de chat.     
Una tarde, al regresar de un paseo, tu vida cambió. O al menos eso me dijiste.
Me contaste cómo las luces artificiales se encendían a medida que el cielo se iba apagando, y que los vencejos quedaban deslumbrados por la intensidad de las farolas, qué estúpidos. Me contaste que al volar cerca de las farolas, los vencejos chocaban entre sí. Ellos caían al suelo como pájaros de papel, justo donde se situaban agazapados los gatos que habitaban la calle, los cuales no esperaban ni un segundo para lanzarse de manera feroz. Llegaste bien comenzada la carnicería, aunque a tiempo para espantar los gatos y recoger del suelo un maltrecho vencejo. Tú lo echaste a volar pero el pobre apenas podía elevarse, y caía de nuevo.
Por esta razón lo trajiste a casa, querías darle de comer frente al objetivo de la cámara de tu portátil para que yo comprobase tu heroicidad.
Pero él no abría la boca.
Te dije: Vete a un lugar alto, el más alto de la ciudad, y échalo a volar.
Tú respondiste que esperaríamos a la mañana siguiente para sacarle con calma unas fotografías, querías tener grabada la imagen en papel. Tú devolviendo la vida a un vencejo, yo a su lado al otro lado de la interface.  
Por desgracia, a la mañana siguiente el pájaro estaba muerto. Te sentiste muy culpable, como aquella vez que tuviste la oportunidad de retenerme a tu lado para siempre y me dejaste marchar, solo porque yo te dije que tenía que irme. Te sentiste tan culpable que que yo creí que aquel disgusto de la muerte del vencejo acabaría contigo.
Al día siguiente, y al otro, y al otro, tú insistías: Vamos al lugar más alto de la ciudad.
Y aunque ese vamos solo significaba llevarme en una pantalla bajo el brazo, yo me negaba una y otra vez. ¿Para qué?, te decía. Ya no hay vencejos, el otoño se acabó.
Vamos, quiero echarte a volar.
No puedo, no soy uno de esos estúpidos pájaros. Mis alas de mudo jilguero se acostumbraron a tu cautividad.
Harás lo que yo te diga, tú no puedes elegir, ni siquiera existes, me replicó ella con auténtico enfado.
Y tenía razón, desde que nos separáramos mi yo virtual era lo que ella recordaba de mí: Aquel hombre cariñoso y atento que nunca la abandonaría para cumplir otras obligaciones que no fueran ella misma.
Todo para que no se disgustara. Todo para que su corazón pudiera resistir.


Julio Fernández Peláez nos remitió este relato para nuestra revista nº 3, dedicada a París: Siempre nos quedará París, que puedes pincharla en el margen derecho y leerla. Ahí encontrarás el relato y los datos biobibliográficos del autor.

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