París… Una ciudad para
dos sensaciones bien distintas: el retroceso a mi más lejana infancia y la
reflexión tras las últimas imágenes de las revueltas en la ciudad del glamour y
las libertades, producidas por la ley del matrimonio homosexual.
A veces, una palabra,
un aroma o cruzarnos con una persona a
la que no hemos visto desde hace tiempo y con la que no tenemos ninguna
relación afectiva —quizá alguien que vivió por nuestro barrio o iba a la clase
de al lado en el colegio—, nos sitúa de inmediato en una escena de nuestra
vida. En una secuencia vivida muchos años atrás y archivada en algún rincón de
nuestra memoria, como si se tratara de un archivo digital en esa otra memoria,
la de nuestro ordenador personal.
Cuando días atrás leí
en Acantilados de Papel que el tema de referencia en el número dos de la
revista era París, una de esas
chispas que activan la visión de escenas o momentos pasados prendió en mi
cerebro inmediatamente, y me hizo recordar la primera vez que oí el nombre de
la ciudad: París…
«¿Por qué de París, si
pueden venir de Valencia?» El tío me entretenía mientras la tía y mi madre
habían ido de compras. Mi padre estaba trabajando y como él no podía trabajar
por culpa de la silicosis que le produjo el ladrillo en el interior del horno
alto en la siderurgia, se cuidaba de la casa —y de mí— hasta que las mujeres
llegaban. Aquella historia de que los niños venían en el pico de una cigüeña
era muy rara y yo necesitaba que me la aclararan. Y no solo porque nunca
hubiera visto a ningún animal volador rondando por la calle cada vez que nacía
un bebé. Lo que más me preocupaba era la distancia que el ave tenía que
atravesar con el niño cagón colgado de su pico. Ante mi pregunta, el tío
también se hacía caca, según decía, en todo lo que se movía. Y como yo no me
inmutaba porque estaba ya acostumbrada a sus salidas de tono cuando lo
importunaba con mis dudas, al final él siempre buscaba la forma de darle la
vuelta a las cosas para intentar, de algún modo, responderme y que lo dejara
tranquilo.
Me contó que París era la ciudad en la que se
fabricaban los niños. Allí estaba la factoría, y los encargados de llevarlos a
sus respectivas familias eran las hermosas cigüeñas que iban de campanario en
campanario hasta llegar a nuestros tejados.
«¡Hala, y qué pasa si
se les cuela el niño por la chimenea y sale negro!» Entonces el tío miró para
el tejado, o para el cielo, vete tú a saber, se rascó la coronilla, como era
habitual en él cuando lo dejaban conmigo —o me dejaban a mí con él—, y
dirigiéndose de nuevo a mí me preguntó si me apetecía un pastelito de boniato.
«No —respondí de
inmediato—; yo lo que quiero es: ir a París. ¿Vamos a ir a París, tío?» Y con
una total convicción, dando por finalizada mi sesión de preguntas con las
correspondientes respuestas por su parte, me aseguró: «Sí; a caballo en un
mosquito»
Lo de la cigüeña
parisina no me encajaba muy bien en aquellas maniobras de traer a los niños por
los tejados y dejarlos en su cunita, tan limpios y angelicales como recién
pasados por la pila bautismal. Sin embargo… ¡Cuántas veces me quedaba mirando a
los mosquitos que revoloteaban alrededor del pozo ciego del patio, esperando a
que alguno creciera lo suficiente para que me pudiera llevar, subida en su
grupa, hasta París!
Hace ya muchos años que
el tío murió, como murieron quienes aquel día me dejaron a su cuidado para ir a
atender sus tareas. Pasaron los años y pasó la vida y, aún hoy, aquella
secuencia sigue haciéndose presente al oír el nombre de la ciudad. Si soy yo
quien la nombra, la escena se queda ahí
cuando finalizo la palabra, como si fuera el apellido del nombre que la define
y que omito porque es tan innecesario como absurdo.
Todavía no he ido a
París. Ni en mosquito, ni en tren, ni en ningún otro tipo de vehículo. Si
acaso, lo he visitado de vez en cuando por este medio que permite pasear sus
calles sin apenas levantar el culo del sofá, es decir: de manera virtual. Y, si
siempre fue un referente añadido a la imagen de un mosquito piloto, lo fue todavía
más a mi concepto de las libertades.
Con los pies en la
tierra y situada en mi «ahora», alejada del tío y de aquellos años en que lo
importunara con mis preguntas, confieso que París fue un referente en cuanto a
libertades, tanto en las expresiones sobre lo cotidiano como en las artísticas.
A veces recuerdo la determinación de sus gentes, tan empobrecida a este lado de
los Pirineos cuando de destronar reales se trata; y también en la manifestación
de la igualdad entre mujeres y hombres. Fue París cuna de La Bohemia, y fue el rincón acogedor de artistas repudiados en la
España de la naftalina. Allí encontró María Blanchard, La Cuca, el reconocimiento y la amabilidad de unas gentes que en
nuestro país le fueron negados desde su nacimiento, por ser mujer y artista,
pero sobre todo por ser contrahecha en su figura. Pocos fueron los que se
hicieron eco de su obra pictórica, pero muchos los que se regodearon mofándose
de ella en esta España de pandereta y capote. París fue su refugio hasta su
muerte.
Después de haber echado
la vista atrás, mientras escribo estas líneas, mi mirada se queda perpleja ante
los cambios que observo en esa sociedad abierta y vanguardista; si al principio
evocaba las imágenes de una cigüeña con un bebé en un paño anudado en su pico y
un mosquito piloto, y más tarde aludía a las libertades expresivas, ahora
acuden a mi mente otras más recientes, las de todas esas personas cargando
brutalmente contra los homosexuales y sus derechos. De la misma manera, observo
la discriminación y la intolerancia en sus calles por parte de quienes se
apropian de los ideales de sus antiguos rivales. La cuestión, ahora en pleno
siglo XXI, no es si siempre nos quedará
París y el recuerdo de una niña jugando con su tío a preguntas y
respuestas, sino: ¡Qué nos queda de
París!
Lola Estal.
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