lunes, 6 de julio de 2015

El mosquito piloto o ¡qué nos queda de París!



París… Una ciudad para dos sensaciones bien distintas: el retroceso a mi más lejana infancia y la reflexión tras las últimas imágenes de las revueltas en la ciudad del glamour y las libertades, producidas por la ley del matrimonio homosexual. 

A veces, una palabra, un aroma o  cruzarnos con una persona a la que no hemos visto desde hace tiempo y con la que no tenemos ninguna relación afectiva —quizá alguien que vivió por nuestro barrio o iba a la clase de al lado en el colegio—, nos sitúa de inmediato en una escena de nuestra vida. En una secuencia vivida muchos años atrás y archivada en algún rincón de nuestra memoria, como si se tratara de un archivo digital en esa otra memoria, la de nuestro ordenador personal. 



Cuando días atrás leí en Acantilados de Papel que el tema de referencia en el número dos de la revista era París, una de esas chispas que activan la visión de escenas o momentos pasados prendió en mi cerebro inmediatamente, y me hizo recordar la primera vez que oí el nombre de la ciudad: París…

«¿Por qué de París, si pueden venir de Valencia?» El tío me entretenía mientras la tía y mi madre habían ido de compras. Mi padre estaba trabajando y como él no podía trabajar por culpa de la silicosis que le produjo el ladrillo en el interior del horno alto en la siderurgia, se cuidaba de la casa —y de mí— hasta que las mujeres llegaban. Aquella historia de que los niños venían en el pico de una cigüeña era muy rara y yo necesitaba que me la aclararan. Y no solo porque nunca hubiera visto a ningún animal volador rondando por la calle cada vez que nacía un bebé. Lo que más me preocupaba era la distancia que el ave tenía que atravesar con el niño cagón colgado de su pico. Ante mi pregunta, el tío también se hacía caca, según decía, en todo lo que se movía. Y como yo no me inmutaba porque estaba ya acostumbrada a sus salidas de tono cuando lo importunaba con mis dudas, al final él siempre buscaba la forma de darle la vuelta a las cosas para intentar, de algún modo, responderme y que lo dejara tranquilo.

Me  contó que París era la ciudad en la que se fabricaban los niños. Allí estaba la factoría, y los encargados de llevarlos a sus respectivas familias eran las hermosas cigüeñas que iban de campanario en campanario hasta llegar a nuestros tejados.

«¡Hala, y qué pasa si se les cuela el niño por la chimenea y sale negro!» Entonces el tío miró para el tejado, o para el cielo, vete tú a saber, se rascó la coronilla, como era habitual en él cuando lo dejaban conmigo —o me dejaban a mí con él—, y dirigiéndose de nuevo a mí me preguntó si me apetecía un pastelito de boniato.

«No —respondí de inmediato—; yo lo que quiero es: ir a París. ¿Vamos a ir a París, tío?» Y con una total convicción, dando por finalizada mi sesión de preguntas con las correspondientes respuestas por su parte, me aseguró: «Sí; a caballo en un mosquito»

Lo de la cigüeña parisina no me encajaba muy bien en aquellas maniobras de traer a los niños por los tejados y dejarlos en su cunita, tan limpios y angelicales como recién pasados por la pila bautismal. Sin embargo… ¡Cuántas veces me quedaba mirando a los mosquitos que revoloteaban alrededor del pozo ciego del patio, esperando a que alguno creciera lo suficiente para que me pudiera llevar, subida en su grupa, hasta París!

Hace ya muchos años que el tío murió, como murieron quienes aquel día me dejaron a su cuidado para ir a atender sus tareas. Pasaron los años y pasó la vida y, aún hoy, aquella secuencia sigue haciéndose presente al oír el nombre de la ciudad. Si soy yo quien la nombra, la escena se  queda ahí cuando finalizo la palabra, como si fuera el apellido del nombre que la define y que omito porque es tan innecesario como absurdo.

Todavía no he ido a París. Ni en mosquito, ni en tren, ni en ningún otro tipo de vehículo. Si acaso, lo he visitado de vez en cuando por este medio que permite pasear sus calles sin apenas levantar el culo del sofá, es decir: de manera virtual. Y, si siempre fue un referente añadido a la imagen de un mosquito piloto, lo fue todavía más a mi concepto de las libertades.

Con los pies en la tierra y situada en mi «ahora», alejada del tío y de aquellos años en que lo importunara con mis preguntas, confieso que París fue un referente en cuanto a libertades, tanto en las expresiones sobre lo cotidiano como en las artísticas. A veces recuerdo la determinación de sus gentes, tan empobrecida a este lado de los Pirineos cuando de destronar reales se trata; y también en la manifestación de la igualdad entre mujeres y hombres. Fue París cuna de La Bohemia, y fue el rincón acogedor de artistas repudiados en la España de la naftalina. Allí encontró María Blanchard, La Cuca, el reconocimiento y la amabilidad de unas gentes que en nuestro país le fueron negados desde su nacimiento, por ser mujer y artista, pero sobre todo por ser contrahecha en su figura. Pocos fueron los que se hicieron eco de su obra pictórica, pero muchos los que se regodearon mofándose de ella en esta España de pandereta y capote. París fue su refugio hasta su muerte.

Después de haber echado la vista atrás, mientras escribo estas líneas, mi mirada se queda perpleja ante los cambios que observo en esa sociedad abierta y vanguardista; si al principio evocaba las imágenes de una cigüeña con un bebé en un paño anudado en su pico y un mosquito piloto, y más tarde aludía a las libertades expresivas, ahora acuden a mi mente otras más recientes, las de todas esas personas cargando brutalmente contra los homosexuales y sus derechos. De la misma manera, observo la discriminación y la intolerancia en sus calles por parte de quienes se apropian de los ideales de sus antiguos rivales. La cuestión, ahora en pleno siglo XXI, no es si siempre nos quedará París y el recuerdo de una niña jugando con su tío a preguntas y respuestas, sino: ¡Qué nos queda de París!


Lola Estal.

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