En memoria de Blas Estal
En estos días se cumplen quince
años de la aparición del primer número de la revista Ágora “papeles de arte gramático”. Mientras escribo estas líneas y
me sitúo en mi primer contacto con sus páginas, Blas, mi querido y desaparecido
hermano, me observa desde el pie mismo de una de sus pinturas, sobre el
aparador. Su fotografía se apoya en el búcaro que alberga una rosa blanca, esa
que cada año, por San Blas, le ofrezco como
regalo.
Quisiera poner en mi teclado sus
palabras, porque, estoy segura de que, si pudiera, me las iría dictando desde
ese lugar en el que cada tarde mantienen sus tertulias los pintores, poetas y
demás hacedores de belleza para
deleite de los cuerpos descarnados y etéreos; ese lugar en cuya existencia, por
desgracia, no creo.
La mañana se muestra propicia
para el recuerdo y la descarga emocional a través de las letras. El cielo es de
color gris, y por detrás de los tejados que se divisan desde mi ventana adivino
un mar tan ausente de azules como perezoso. El frío se deja notar en los pies
cuando llevo un rato sentada frente al monitor. No así en el tacto que
ágilmente se desliza por cada una de las teclas. La música me acompaña, como
siempre, suave y discreta para no alterar a mis pensamientos. A veces miro
hacia la fotografía que sigue observándome con ojos de Blas, de ausencia, bajo
su boina negra de los últimos tiempos; y mi mirada tropieza con los ejemplares
de Ágora que he rescatado de su caja de tesoros, donde permanecen custodiados
por otras letras y algunos esbozos correspondientes a los últimos trabajos
inacabados. Son ejemplares antiguos de una Nao que recientemente renovó
tripulación, capitán y timonel. Los marinos veteranos, los que siguen en sus
puestos, son condescendientes con las nuevas incorporaciones, así la nave podrá
llegar a puerto sin apenas sobresaltos.
Estas portadas, envejecidas ya,
que me incitan sobre la mesa, son las “Ágora —Papeles de arte gramático—“ de
los primeros días, de los primeros sueños de un Fulgencio Martínez que puso
todo su empeño y trabajo en esta, a veces, complicada empresa.
No sé exactamente en qué momento
se incorporó Blas a aquella aventura, pero me consta su entusiasmo por ella. Sí
que sé, sin embargo, que su subida a cubierta coincidió con su traslado, tras
casi veinte años de residencia en Murcia, a Puerto de Sagunto, su tierra de
origen en la Comunidad Valenciana. Vivíamos muy cerca, apenas nos separaban dos
portales, y la convivencia fue diaria. Compartíamos el café de la mañana en mi
casa, y el de la sobremesa en la suya; este último siempre rodeado de pinceles,
el lienzo en el caballete, los libros amontonados —incluso colgados del techo
en estanterías especiales—, y una gran cantidad de revistas culturales: de
historia, pintura, filosofía, poesía… apiñadas en la de madera caoba que
presidía su sala-comedor. Era ahí, en ese mueble de diseño sencillo y apenas
visible bajo tanto papel impreso, donde custodiaba algunas de sus más preciadas
joyas que me mostraba orgulloso y de las que me hablaba durante horas cada
tarde. La revista Ágora era una de ellas. Me hablaba de Fulgencio Martínez y de
la poesía de Marín Albalate, de los versos de Manuel Navarro, de Mª José
Bernal, de Soren Peñalver, de Andrés Salom… Los admiraba a todos y, de todos, o
de casi todos ellos, reunía textos con sus respectivas dedicatorias firmadas.
Yo escuchaba y aprendía, y de vez en cuando le daba la lata con alguno de mis
poemas de andar por casa, o con el último relato escrito en la inquietud de una
noche en la que mi marido estaba trabajando.
Cuando su despedida se hizo
inminente, algunos de aquellos amigos y compañeros viajaron hasta el hospital
donde pasó recluido los últimos meses. Murcia, y de alguna manera Ágora, no
quisieron que Blas se marchara sin despedirse de ellos.
Lamenté muchísimo no haber
coincidido en el hospital con estos amigos. Unas semanas más tarde tuve que
dedicarme yo misma a la triste tarea de comunicarles el fallecimiento del amigo
y hermano. Fue así, de esta lamentable manera, como entré en contacto con
Fulgencio.
Blas ya no estaba, pero estaba en
mi pensamiento día y noche. Por las mañanas me iba a su casa y expoliaba todo
cuanto había en aquella librería, la que fuera testigo de nuestra convivencia.
Allí pasaba varias horas leyendo los versos
de los poetas murcianos que tantas veces me recitara; entre poema y poema leía
los textos “insólitos” y recreaba mi visión llorosa con las geniales
ilustraciones del hermano ausente. Cada día, cuando me marchaba de aquel rincón
de la casa —rincón que se me antojaba una pequeña embajada murciana— me llevaba
conmigo (previo permiso de Javier y Carolina, sus hijos) varios de los libros
firmados por sus amigos y aquellos ejemplares de Ágora en los que sabía que
podría encontrar sus ilustraciones y letras.
Al cabo de unos meses me había convertido en la guarda y custodia de sus
trabajos y de su biblioteca. Entre su legado me dejó también amigos, y algo muy
especial con lo que nunca hubiera soñado cuando lo escuchaba hablar de Ágora
“Papeles de arte gramático”: La posibilidad de mi propia colaboración en sus
páginas.
Durante este mes se cumplen
quince años de la fundación de Ágora y, el
pasado septiembre, cuatro de la despedida de
Blas. Aún recuerdo cuando en los primeros días tras su partida, me encerraba
frente al ordenador y tecleaba en google su nombre para, a continuación, verlo
relacionado con la revista un día sí y otro también. Hasta que, uno de esos días, un inesperado correo de la
amiga común Mª José Bernal me puso al corriente del proyecto de homenaje con el
que le iban a recordar en el número de primavera de 2009.
En aquel momento lloré por Blas,
lloré por mí, y me emocioné por ambos. Ágora formó parte de su vida, y él de la
de Ágora. Con motivo de este homenaje entré por vez primera en la revista, y lo
hice con los poemas que lloré durante muchos meses como consecuencia del
desgarro producido. Viajé hasta Murcia en viaje de ida y vuelta para agradecer
personalmente a los amigos murcianos el detalle en la presentación de aquel
número especial. Deseé seguir la huella de mi hermano en la revista, pero me
sentí tremendamente pequeñita para la tarea. Me resigné a seguir escribiéndole
cada día mis versos y a recibir mi ejemplar de Ágora puntualmente en mi
domicilio cuando, ahora ya, Francisco J. Illán y no solo Fulgencio, me enviaban
la notificación de su edición. La considero extraordinaria en cuanto a su
contenido, tan didáctico como ameno, y figurar entre sus colaboradores, no solo
me produce satisfacción, sino también una gran responsabilidad y un alto grado
de gratitud porque permiten mantener vivo el recuerdo de Blas Estal más allá de
las paredes de mi casa.
Pero la vida sigue, y hay cosas
que desaparecen dando paso a otras nuevas; otras veces surgen transformaciones
manteniendo la perseverancia de lo antiguo sin reñirlo con lo nuevo. No se
desestima lo uno para adaptarse a lo otro.
Hoy Fulgencio Martínez ha
desaparecido discretamente de la escena de Ágora, y Blas de los fotogramas de
esta película en colores que es la vida. Hoy Francisco J. Illán Vivas ha tomado
el mando de la nave, y yo… Yo voy andando el camino recordando con nostalgia
los buenos momentos alrededor de un café, los colores y olores de los acrílicos
junto al caballete de pintura y los versos de tantos amigos poetas recitados en
voz alta en la casa de la calle Alcalá Galiano, mientras me siento observada
por esta mirada risueña que, desde el aparador, se apoya sobre una rosa blanca
y me incita a escribir mis propios versos.
En la mesa los antiguos
ejemplares de Ágora me hablan desde el ocre de sus páginas: desean volver a su
refugio, al abrigo del legado. En la calle el humo de las chimeneas se eleva en
tímidas columnas por encima de los tejados vecinos, esparciendo aromas de
pueblo por el aire; a lo lejos se oye el lamento de un perro sin amo que
deambula por la urbanización de Los Naranjos y,
en la plaza, el reloj de la iglesia anuncia que ha llegado el medio día.
Lola Estal.
Nota de la redacción: Este artículo se escribió originalmente para un número de Ágora papeles de arte gramático que jamás se publicó (y que conmemoraría los 15 años de vida de la revista) y que entró a formar parte, de conformidad con la autora, del primer número de Acantilados de papel. Con el paso del tiempo nos alegramos de que se publicase en nuestra revista y nos congratulamos de que nuevamente Fulgencio Martínez haya retomado la publicación de la que es y fue alma mater.
Ilustración: Blas Estal