Desde
que el hombre adquirió constancia de sus propias fuerzas, sus debilidades y sus
conflictos (interiores y con sus semejantes), ha deseado mitificarlos y “cantarlos”; bien para dejar constancia
de sus hazañas, bien para expresar la necesidad de que, ante la adversidad,
siempre precisaremos de héroes que nos inspiren para imitarlos y superarnos. De esa forma, la épica y la
fantasía heroica (la interpretación mítica de un mundo misterioso y agreste, a
la par que fascinante) nos ha venido acompañando, con sus dioses y sus héroes,
en la literatura y artes semejantes. Su tema clásico, “el viaje del héroe”, simboliza las etapas que experimenta todo ser
humano desde la inocencia al conflicto (sacando fuerzas de flaqueza), para
alcanzar el conocimiento de los propios dones y, por tanto, la sabiduría.
Todas
las manifestaciones contemporáneas de este fenómeno comenzaron en las sagas de
la Antigüedad: los cantos mesopotámicos (sobre todo, Gilgamesh), las leyendas
del antiguo Egipto, los poemas homéricos, y las narraciones grecorromanas (bien
de su mitología, bien de sus propias hazañas bélicas, muchas veces complicadas
de desligar entre sí). Sentaron unas bases para la literatura futura que, según
algunos expertos y con cierta razón, sólo ha sido imitación de esas famosas
sagas.
Tras
el declive de Roma, la herencia la recogen los Cantares de Gesta medievales,
(Beowulf, Roland, el Cid, por citar algunos) y los Ciclos Artúricos, que
terminaron desembocando en las novelas de caballerías y las bizantinas,
repletas ya de los arquetipos más conocidos o maniqueos: la bella dama y su
amor cortés, el malvado brujo, el caballero brillante, etc.
El
género experimentó un renacer en forma de poesía narrativa durante la época
romántica (donde comienza a cobrar fuerza el concepto del antihéroe) y ha venido evolucionando siempre parejo y asociado a
otros como la [mal llamada] literatura “juvenil”. En muchos clásicos de esta
última nos reencontramos, en diferentes medidas, con el viaje y los mitos del
héroe: Robinson Crusoe, los Viajes de
Gulliver, la Isla del Tesoro, Las minas del Rey Salomón, Los Tres Mosqueteros
(el folletín por entregas que, en mi tímida opinión, supone los inicios del
Pulp), Moby Dick... Una línea
continuada por Salgari y su famoso Sandokán.
Hay que señalar los aportes del género detectivesco donde el protagonista
vuelve a ser un ego superior, brillante y arrebatador, pero también desmedido y
aislado (por culpa de sus singulares y extraordinarias dotes) de la masa a la
que auxilia, como ocurre con el mayor detective del mundo, Sherlock Holmes.
No
debemos olvidar que cada cultura ha ido sumando sus propios referentes con el
avance de las épocas. Cuando el mundo se redujo drásticamente al principio del
siglo XX (por la mejora tanto en comunicaciones como en los transportes y
ciencias) las influencias de otras mitologías (orientales, nativas americanas,
precolombinas, africanas, australianas, nórdicas) se hicieron más patentes en
las producciones occidentales. Ya estaban presentes, pero se fueron
incorporando definitivamente en la conciencia popular (las 1001 Noches, por citar un ejemplo), para crear un todo completo y
orgánico durante el siglo XX, donde la épica fantástica se definió con sus
características contemporáneas.
Aquí
se suelen percibir dos grandes tendencias, ligeramente diferenciadas.
Mencionaré dos autores relevantes de cada una.
En
Europa hallamos la rama inglesa, de intenciones literarias más elevadas, más
densas y profundas, que bebe sobremanera tanto de las herencias artúricas y
gaélicas como del cristianismo. La representan, sobre todo, CS Lewis (Las Crónicas de Narnia) y JRR Tolkien (El Señor de los Anillos). Éste último
continúa siendo el mayor exponente y “padre a imitar” del género hasta la
fecha, respetado y adorado casi con fanatismo por la profundidad de los mundos
que creó, ya que se trataba de un profesor erudito que llegó a elaborar mapas,
detalladas descripciones mitológicas y hasta lenguajes propios para sus tierras
imaginarias.
Después
tenemos la vertiente americana, que se originó en la era dorada del Pulp
llamada así por la calidad escasa del papel en el que se imprimían revistas
como Weird Tales y Amazing Stories. Presentaban relatos de
extensión reducida y aparente menor calidad literaria donde preponderaban unas
tramas trepidantes y ágiles, sin tiempo para el dibujo pormenorizado de
escenarios o caracteres. No obstante, a los lectores les resultaban (siguen
resultando) profundamente entretenidas, divertidas y menos serias. Sus fuentes
son heterogéneas (respondiendo a la necesidad de una nación “creada”, también
heterogénea, con poca historia propia y sin mitos antiguos que la respalden),
por lo que cada comprador podría encontrar algo que se adaptase a sus gustos,
ya que se mezclaban con alegría mundos épicos, exóticos y lejanos: una
inventada antigüedad precataclísmica, el viejo
Oeste, el terror, la ciencia ficción, etc. Dos autores (entre muchos) han gozado
de gran relevancia posterior. El primero, Edgar Rice Burroughs, con sus
icónicos John Carter y el archiconocido Tarzán. El segundo representa el
pináculo de esta corriente, cuyos personajes son recordados y reelaborados
mucho después de su muerte: Robert E Howard, creador de Rey Kull, el cazador de
brujas Solomon Kane y, en especial, Conan (epítome de la “espada y brujería”).
Sin
duda alguna, el siglo XX supuso un debilitamiento de las fronteras entre las
narraciones y sus soportes tradicionales. Literatura, radio, cine y cómic
comenzaron a influirse para conformar una aleación de géneros profundamente
interdependientes. Es el mundo del cómic quien recoge sobremanera estas
herencias de los héroes. Partiendo de los entrañables comienzos (con Flash Gordon,
Mandrake, y el Hombre Enmascarado) se moldeó a los grandes mitos modernos que
respondían a la necesidad estadounidense de portar el estandarte moral de su
victoria en las guerras mundiales: se crearon los Súper Héroes, los nuevos
semidioses griegos. Aparecieron figuras como los Cuatro Fantásticos (una
familia mágica), Batman (el mortal que se compara a los dioses a base de tesón
e intelecto superior), Spiderman (el joven que descubre que un poder conlleva
una gran responsabilidad). Aún así, por encima de todos, amado y odiado a
partes iguales, se alza el gran icono del POP,
sobre el que han llovido ríos de tinta (no sólo la colorida del cómic, sino la
de respetados ensayos) respecto a su simbología: Superman.
De
forma paralela, cine y televisión recogieron la adicción (progresivamente más
visual e inmediata) al espectáculo por parte de un público voraz y perezoso. En
especial, desde los años 70, las grandes pantallas han venido respondiendo y
tocando la fibra que subyace en los corazones de todos los “mortales” sedientos
de héroes que nos guíen e inspiren (aunque resulte un fugaz paraíso artificial
y superficial, pero tan emotivo como la propia necesidad). De esta manera, se
refrescaban muchos mitos de la antigüedad para una generación que no se solía interesar
por ellos hasta después de experimentar los fenómenos de Star Trek y Star Wars
(éste último cumple con perfección modélica el viaje del héroe).
De
un tiempo a esta parte, con el cambio de siglo, la fórmula resulta obsoleta.
Tras del bombardeo ingente de productos imitativos y casi paródicos (pensados
para la recaudación desenfrenada y el consumismo), los lectores se están
cansando de perfectos modelos sin tacha ni grisura moral, y exigen unos héroes
más humanos, complicados, verosímiles.
Se
perciben tres corrientes actuales al respecto: traer el mundo inverosímil y
mágico a la realidad de autobuses y rutinas (JK Rowling con su Harry Potter y autores más ligados al
cómic como Alan Moore y Neil Gaiman) o, por el contrario, barnizar de
verosimilitud realista un mundo
mágico y ajeno (el ejemplo más significativo es George R. Martin y su Canción de Hielo y Fuego), por último,
recogiendo la más pura herencia de la sátira griega, existe la opción de
utilizar los clichés medievales fantásticos para realizar una crítica a las
ambigüedades y sinsabores de la sociedad moderna (Terry Prachett y su Mundodisco).
Con
independencia del aspecto que cobre su destino, los héroes y sus hazañas siguen
más presentes que nunca, pero necesitan de ayuda para seguir latiendo en
nuestros corazones con la emoción y la maravilla. No permitan los lectores que
sus iconos caigan en el olvido para las nuevas generaciones, resultaría un
mundo de escasas esperanzas que los malvados pretenden extender.
Fernando López Guisado