Cuando el Dr. Singer abrió el
zaguán, lo recibió el perfume de las guayabas. La casa era honda y
se llenaba con la luz de los portales. Respiró el espacio, se quitó
el sombrero, lo colgó de un clavo y acompañado de su bastón, entró
en el comedor. Desde ahí escuchó el ir y venir de los pasos de
Merceditas, el tintinear de las pulseras adornando sus brazos y el
aire cargado del cu-cú de los pichones que picoteaban las frutas.
Recordó el día en que se bajó del tren, empapado de sudor y bajo
el cielo luminoso de naranjas. Un ventarrón de pájaros le pasó
rozando la cabeza, como si en medio del gentío lo llegara a rescatar
el asombro. Siempre que el instante lo sofocaba con las ansias, se
consentía a si mismo imaginando.
Del Dr. Singer se sabían con
seguridad dos cosas. Tocaba el violín y sentía una extraña
fascinación por los fantasmas. En las noches de verano, en las que
apenas se acercaba el aguacero y se iba la luz, aprovechaba las
reuniones en la banqueta para conversar a fondo sobre sus ideas. Su
voz se abría paso en el silencio que dejaba el trueno y arrastrando
con su acento las eses y las erres, se le ocurría decir: “Los
fantasmas no son las almas sin descanso de los muertos, sino los
disfraces de nuestros deseos”. Aunque algunos sacaban en claro que
entonces no era lo mismo ser fantasma que ser espanto, lo escuchaban
con atención. Sus palabras tenían el peso del hombre culto.
El Dr. Singer se sirvió un
plato de caldo y desbarató con los dedos unos granos de sal.
Merceditas sentada a su lado, se perdía amorosa en los bordados del
mantel. El nunca la había visto reír, pero ella lo miraba como si
la felicidad se le hubiera ido a vivir a los ojos.
A Merceditas la conocían de
oídas. Respaldaba su existencia el hecho de una sombra que se paraba
tras las rejillas de la ventana a esperar al Dr. Singer que llegaba
del mercado. Ocupada en recorrer los rincones de la casa, lo que más
disfrutaba era ver los rayos de sol jugar en los espejos. Por las
tardes con el viento acariciando las hojas de los árboles, el Dr.
Singer le hablaba como si le contara un cuento. Sus palabras caían
desde muy alto, como un agua de lluvia que al apagarse se quedaba
goteando en los paisajes que le dibujaba la memoria. Antes de
terminar la plática, sostenía que sus deseos eran como los aromas,
cosas sencillas, pero que muy pocos experimentaban el éxito de
materializarlos. Pero a Merceditas desde hacía mucho que la
perseguían unos pasos. A la hora de dormir un aliento le frotaba el
oído y un cuerpo se le sentaba en la cama. Aunque no conocía el
miedo, los padres nuestros y las aves marías le refrescaban el alma.
El Dr. Singer se entretuvo en la
mesa. Formaba figuritas con las migajas. El zumbido del abanico le
cerró los ojos que siguieron mirando, bajo los párpados una
pantalla de manchas amarillas. Lo levantaron las campanadas del
reloj. Como enmarcada en su virtud, bajo una entrada de luz que
espolvoreaba escarcha dorada sobre su pelo negro, sorprendió a
Merceditas, tan liviana, atravesar la pared de su cuarto. Frente a
las sombras que se quedaron inmóviles en el corredor la vio voltear
al cielo, ponerse de rodillas, tomar un puño de tierra y probarlo,
la vio cortar con los dientes los tallos de una enredadera y ensartar
los cascos de las guayabas para hacerse un collar. Extasiada con su
reflejo en los mosaicos de la pila, se desabrochó un botón de la
blusa, se emparejó la falda y colocó en su oreja una flor.
El desconcierto, le provocó un
vacío que luego vino a llenar la certidumbre. Ella había aprendido
a brillar con su propia luz y sin su consentimiento.
El violín sacudió durante
horas las horas. Las notas no lograron serenarle la tristeza. Se le
desmoronaban los sueños. Desde ese día no pudo encontrar las ganas
de seguir viviendo. La lámpara, el espejo, un libro, el peine de
carey, los frascos de vidrio de colores, se convirtieron para
Merceditas en objetos maravillosos. Saboreaba con las manos la
textura de la realidad. Al Dr. Singer se le oscurecieron los
asombros. Que los deseos adquirieran el poder de tener deseos, era
para él un cruel descubrimiento. ¿Por qué nunca pudo como su
Merceditas, dormirse volando?
Una tarde, mientras el sol
doraba las bardas, la divisó por última vez. Flotaba entre las
nubes de pichones, masticando una fruta, en su vestido entallado de
muselina. Practicaba el encanto de desaparecer.
La casa era honda y a lo lejos,
con el silencio alumbrándole la cara, el Dr. Singer, escuchó pitar
el tren.
Rosy
Paláu. Naciò en la ciudad de Culiacán, Sinaloa. Mèxico (1956)
Tiene publicados los libros de poesìa: “Quizà el tiempo”, La
cabaña editores 1985. “Territorio Indeciso” Universidad autònoma
de Sinaloa 1990. “La clara sombra del silencio” Universidad de
Guadalajara 1996. Estamos solos desde ayer. DIFOCUR-Ediciones
sin nombre 2007. Y de cuentos: “La casa del arrayàn”. El colegio
de Sinaloa. 2005.
Este cuento es una poesía cálida y mágica, entre realidad y fantasía vuela una historia de seres transparentes de otro tiempo como si ocuparan los espacios de ayer. Sin dolor. Atados a viejas paredes.
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