martes, 12 de noviembre de 2013

Más allá del arco iris

    
   He recordado mil veces lo que un día me explicó un viejo amigo ya fallecido, hombre de gran imaginación que a menudo urdía historias fantásticas, rayanas con lo increíble. A continuación les relataré la última que me contó.
Dijo que venía de hacer un viaje a, más allá del Arco Iris, para así conocer lo que allí había. A menudo, plasma mi mente la fotografía que me inspiró su relato. Intentaré ser con él  todo lo fiel que mi memoria me permita.
      Contaba este amigo, que abarcando todo el perímetro de la semicircunferencia que dibuja el arco, hay rayos de luz negra separados por una corta distancia, que descienden en vertical desde la franja de colores hasta clavarse en el suelo, a la vez que otros del mismo oscuro se desplazan en horizontal, igualmente a lo alto y largo de todo del semicírculo. Configuran así una fría y negruzca reja que nos excluye de desconocidas alboradas y paisajes que reverberan a lo lejos. Como atrapados a este lado de la imaginaria cárcel, entre brumas y soles que no alumbran y  donde todo es gris, ojos huérfanos de poesía añoran imposibles sonetos de viento y melodía que se presienten al otro lado y que sobrevuelan praderas azules para desbordar con su originalidad los límites de cualquier habilidoso ilusionista.
     Me aseguraba esta persona que, hace muchos años, buscó en los viejos baúles de su desván y halló un antiguo libro olvidado allí, tan deteriorado y polvoriento estaba que apenas si se podía leer en sus páginas. Se titulaba “Mas allá del Arco Iris”. Lo rescató, y desde entonces lo había leído infinidad de veces, tantas que todo él quedó grabado en su memoria. Por eso se decidió a ir allá. Cuentan sus hojas borrosas, maravillosas historias desconocidas a este lado y que él efectivamente descubrió. Me dijo, que en ese lugar nunca se oculta el sol durante el día porque no aparecen nubes que impidan que todos los que allí viven reciban su luz y su calor, pero que sin embargo crecen árboles y plantas de toda clase y sus campos son los más fértiles, pues la humedad y el agua brotan de la tierra hacia arriba en preciosos manantiales de aromas y de frescura, como en un ofertorio divino. Las noches son cálidas y frescas a la vez, colmadas de mágicos susurros de estrellas fugaces y de musicales rumores  de labios que acarician.
     Adán y Eva corretean a sus anchas saciando su apetito. Prueban todos los frutos sin temer a espadas flamígeras ni a ángeles vengadores, porque el jilguero vuela siempre libre y por doquier se para a picotear. Después levanta el vuelo sin mirar atrás y busca otras semillas igual de apetecibles, come de todas ellas sin miedo a nada ni a nadie, sin sentimiento de culpa porque la esencia de su nombre no está prisionera en jaulas de papel colgadas en la pared de fríos archivos de juzgado ni en armarios de austeras sacristías, y son a la vez sus deliciosos trinos patrimonio absoluto tanto de almas como de cuerpos.
     También me contó que comprobó que en ese sitio no se oyen nunca gritos ni lamentos, ni se ven miradas de angustia y cielos vacíos. Por el contrario, sobre el despejado horizonte se prodigan los abrazos y a unos y a otras se les ve felices y unidos caminando sobre alfombras de albahaca y hierbabuena. Y todo el mundo ama y respeta el blanco inmaculado de las auroras, en libertad. Los rosales y jazmines no tienen dueño y no importa el color de sus pétalos porque siempre es tiempo de lilas, de orquídeas y de claveles.
    Cada poco tiempo se levanta una ligera brisa que trae suspiros de anhelos y deseos satisfechos hasta la saciedad. No hay límites para el placer, y una magistral conjunción de líneas rectas y de delicadas curvas dibuja una geometría celestial, portadora en si misma de néctares y vuelos de mariposa.
     No hay muros ni fronteras. Setos de adelfas y de madreselvas los sustituyen. La fertilidad se extiende y se manifiesta en todo su esplendor en valles y huertos, en los sembrados y en las eras.
             Por último, me comentó con tristeza que a este lado, donde el tiempo se estira hasta lo inverosímil y sólo hay desconsuelo y rigidez, no se encuentra un resquicio por donde escapar más allá del Arco Iris, puesto que para ello se exigen especiales condiciones de la que contadas personas gozan. De las pocas que lo consiguieron sólo él decidió regresar para contarnos su hermosa experiencia.            

Pedro Ortuño Ibáñez

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