Los demás días
Instituto de Estudios almerienses
Colección
Letras. nº 79
Serie:
Poesía
¿Qué
le pido yo a un poema? Carga emocional, carga intelectual y belleza.
Cuando se cumplen estos tres requisitos puedo decir que me hallo ante
un buen poema. Si un libro está compuesto por buenos poemas,
entonces me encuentro ante un buen libro. Un buen libro me hace
pensar, emocionarme, arrobarme en la fruición que concita su
belleza. Este es el caso de Los
Demás Días
de Antonio García Soler. Los poemas que lo componen han sido
destilados en el tiempo por un largo y laborioso trabajo de continua
reescritura. Que confiese el autor, han sido más de veinte años, y
el resultado obtenido raya lo tremendo de la síntesis, de la
concisión y de la soledad
sonora,
tomando la expresión de san Juan de la Cruz. Son poemas adelgazados
hasta su extrema pureza, desnudos de abalorios, ascéticos, y así,
con esa extraña y sorprendente economía en que se hurta la palabra,
se suceden los conceptos, las emociones, el sentido de la belleza,
que vienen como el martillo a golpear al lector. El resultado es
inquietud, zozobra interior, sobresaltado esplendor. No es este un
libro cualquiera, un libro sumado al montón de otros libros, que con
el ligero paso de los días al final nos deja indiferentes. No, el
autor, al desnudar los poemas, se desnuda así mismo: convierte la
escritura en ejercicio de desnudez con que pretende mostrarnos (y
mostrarse) de manera nítida los contornos y aristas de su alma, la
profundidad de la misma, eso sí, no sin un deje de aparente
distancia, de patente ironía a la que conduce una mirada que se
pretende escéptica, y de una agónica lucha, más que contra el
olvido, contra la nada.
Es
esta lucha contra la nada (una lucha agónica, repito, metafísica),
que aparece desde el primer poema hasta el último y constituye el
trasfondo de Los
demás días,
la que le lleva al poeta a enfrentarse con la temporalidad. Deuda,
el pasado, el tiempo emotivo del recuerdo, de los seres queridos que
afloran en la memoria, de los ancestros, de la sangre que con su
sangre dio vida a la vida del poeta; Esto,
esto es lo que hay, el inerme presente, el ahora, que continuamente
pasa y se disuelve; Acaso,
tal vez, el futuro, el recuento, una repetición de lo mismo quizá,
un retorno de estaciones y de años, un retorno de, aun siendo otros,
los demás días.
El
tiempo es un enigma, y en sí mismo contradictorio: Es un hecho
curioso que el tiempo que nos permite vivir sea también el
disolvente de nuestra vida, y con ella, de nuestras vivencias y
recuerdos. Esa es la experiencia que tenemos, ineludible, y no
obstante, extraña y paradójica, porque en nuestro inconsciente (ya
lo decía Freud) nos sentimos inmortales. Por eso queremos escapar a
esa afrentosa ley; sin embargo, por más que lo intentamos,
constatamos la derrota. Saturno devora a sus hijos inmisericorde; la
memoria, a su modo, podrá rescatar los pecios del naufragio; Aiôn
jugará al azar con el instante; quizás alguien acceda, tocado por
la gracia, a la segunda
memoria, y
allí pueda encontrar las cosas que fueron como
fueron, su
síntesis perfecta, el encaje de las piezas que en su día parecían
deslavazadas, y aun así la forma de hierro de la temporalidad será
inapelable y en nuestra vivencia de la cotidianeidad nos seguirá
golpeando: el antes siempre se convertirá en después, y nosotros,
sin pretenderlo, nos iremos haciendo pasado irremediablemente.
¿Acaso
se resuelve un enigma porque uno sobreviva eternamente?,
pregunta el Wittgenstein del Tractatus,
en cita que el poeta recoge al inicio del poemario.
No, vivir en la temporalidad no resuelve ningún enigma; vivir en la
eternidad, cuando ya no hay más tiempo, sí, porque, si eso fuera
posible, quedaría anulada toda pregunta. Pero tal posibilidad, de
momento, nos queda vedada, por lo que la pregunta se vuelve retórica.
No preguntes, por tanto, vive en la paradoja, vive en el tiempo,
rescata el instante, el ahora; rescata el único día de todos los
días, aquel en que se resuelven los demás, tal parece ser la
pretendida apuesta de Antonio García Soler.
Tarea
ardua esta, la que se propone el poeta, situarse en el límite del
mundo, entre lo que se puede decir y lo que no se puede decir;
indagar el sentido de un mundo en tránsito, que a cada instante se
diluye, con las ineficaces palabras que suministra el lenguaje. Por
eso habla consigo en el poema inaugural del libro (único que no
lleva título, un síntoma), en soledad, a modo de confesión y en
segunda persona: Es
fácil/ que no aciertes/ en verso/ ni en prosa.
Ofrece
el poeta su duda. No importa la escritura, importa acertar con la
vida. Habla desde el cuerpo, el suyo, esta
carne.
Y al final la paradoja: Vida/lo
demás,
más allá del linde. Wittgenstein,
pues, y la pregunta por el sentido. El sentido no se puede decir,
solo se puede mostrar; ahora bien lo que se muestra no se dice porque
está más allá de los límites del mundo y del lenguaje,
herramienta esta que, según el principio de isomorfía, sirve para
expresar el mundo. La
carne,
por tanto, es límite; más allá de la comprensión, en ella, la
duda: La vida, la vida misma, lo que verdaderamente importa, consiste
en el sentido que se le infiere; pero esta vida no se dice, se
muestra, mas lo que se muestra carece de sentido porque no se puede
decir: no hay lenguaje para ello. Quizá entendemos así ese juego
con la elipsis y el silencio que traspasa todo el poemario. El
silencio muestra lo que no se dice, el silencio habla, y a ese
silencio se le añaden palabras como puños, rotundos adverbios de
temporalidad, insistentes, que apuntan al límite: día,
días, vida, nada, ahora, esta mañana, esta tarde, esto, acaso,
todo, tierra, tanto, tal vez…
En
el siguiente poema, Glosa
el poeta abre la rendrija de su intimidad para dirigirse al lector,
un lector hasta cierto punto hurtado, pues la amenaza del solipsismo,
otra de las caras de la nada, se evidencia: Ocupado
lector —le
dice—:/
No temas/si no llegamos/ a entendernos/por ahora.
Guiño al Quijote, recuerdos de Gorgias: la vida es inexpresable en
palabras, por inexpresable, incomunicable; ahora bien, porque no se
puede comunicar, no se puede decir, y porque no se puede decir, no
es. Toma fuerza la mirada escéptica, la ironía; el juego filosófico
con que se nos arrastra hacia el nihilismo es patente.
Sin
embargo ese juego no es tal juego cuando el poeta asume posturas, se
posiciona. Ocurre así en el poema Credo,
que constituye un Credo
extraño pues parece más bien un No
Credo.
Independientemente de sus creencias o no creencias, veo aquí al
Antonio García Soler más genuino, a quien conozco desde hace
bastantes años pero con quien echo en falta alguna conversación de
las de verdad, un poco seria si fuera posible: Lo
demás/ no es nuestro,/ creí escucharte/ alguna vez.
Lo demás, el silencio, no es nuestro, claro que sí; lo nuestro es
la carne. Pero ya Nietzsche, el filósofo vitalista por antonomasia,
en uno de sus primeros libros, Aurora,
alertaba de lo poco que sabemos sobre nuestro cuerpo. Corporeidad
misteriosa esta carne nuestra que gime, y grita, y anhela, y
pregunta. Tengo para mí que cortar voluntariamente el hilo (y un
corte real necesariamente ha de ser voluntario) que nos sujeta a lo
alto, del que a veces (de acuerdo, no lo objeto) pendemos como
marionetas, aboca a la desesperación. Podremos retorcer la sintaxis
de la vida, pero eso no impedirá la caída en el nihilismo más
atroz, es decir, en el vacío. Esto va en serio; si postulamos la
broma tendremos que concluir que es cruel, a pesar de aceptar
luceros.
El
poeta ahonda en el vacío (es terrible este Antonio) y de la mano nos
lleva a contemplar los infiernos de la soledad, la extinción del
amor, en poemas tan fuertes y evocadores como Extinción,
Otra
versión, la misma,
Otra
vez.
Y sigue con ese juego intelectual en que se entrelazan ironía y
escepticismo, vueltas a la noria y espasmos de conceptos, hasta el
poema que se constituye en un clímax del poemario (hay otro, del que
ahora hablaré): De
Nada.
Ahí nos propone un claroscuro, un contraste metafísico: la vida y
la muerte; la verdad y la mentira:
Ya
he muerto:
verdad
increída
aún.
Y
no he muerto.
Verdad
del día,
mientras
tanto.
Reproduzco
el poema con sus silencios, esos espacios en blanco que hay entre sus
versos, sus puntos y comas, para que se aprecie la carga de
tremendismo que conlleva. Fuerte contraposición antinómica que
evoca el argumento de Epicuro. ¿Cómo podemos experimentar nuestra
propia muerte? Eso es imposible, aún;
si nosotros somos, ella no es. La frágil verdad es la del día, la
no muerte... mientras
tanto.
¿Apostar por la vida, pues? Tal
vez,
porque al final habrá un dejar
de saber/ con la elegancia/ de los muertos.
Y
si hablamos de Epicuro, bueno es decir la resolución que propone
nuestro poeta ante ese manifiesto, claro, rotundo, avance de la nada:
la vida en el ameno jardín, la charla con los amigos, el vaso en el
bar o el café, el regreso a la casa, la familia (la esposa, los
hijos, a quienes va dedicado el libro), los recuerdos de infancia; el
cultivo de una sana apatheia,
la virtud de la inteligencia, la equilibradora frónesis…
Sin embargo, en medio de ese juego estoico/epicúreo, de aceptación
y no aceptación entre un elegante soslayar, aparece otro juego, no
ya el de los conceptos, sino el de los sentimientos que transporta
una emoción tenaz, fijada al instante. La luz fugaz que evoca Puerto
de Almería,
o, tras la contemplación del otro mar, que vendrá, metáfora de la
muerte, en Convertible
XXIX,
los poemas que inaugura La
acequia de la higuera
y le siguen, vienen a aparecer como estampas, visuales, táctiles,
tremendamente emotivas, propias de un hijo del sur.
El
poeta recuerda a los suyos, y la visión abstracta queda sustituida
por la visión cálida; no estamos ante los conceptos sino ante las
vivencias. El concepto distancia, pero la vivencia posee el don de la
intimidad, es próxima: cuando habla el corazón, cesa la cabeza. Yo
no sé si el poeta es consciente de ese hiato abrupto, si lo hace a
propósito o no (creo que sí), pero en el lector supone un golpe, un
corrimiento de sentido que de repente lo toma por sorpresa; así, en
mi quizá no muy atenta lectura, estos poemas inesperados constituyen
lo más granado del poemario. Aflora la emoción, se preña el poema
y se desborda: los suyos son él, él mismo, el poeta que los
recuerda y evoca. De este modo, con la emoción en creciente,
llegamos al poema axial de Los
demás días,
aquel que en sí mismo justifica el libro: Padre.
Posee el aleteo del misterio, transmite la emoción del haiku, arrasa
con una silenciosa lágrima, desnudo, en su transparente y equívoca
sencillez:
Tus
amigos vivos
me
hablan a mí,
pero
se equivocan.
Jesús Cánovas
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