Esa noche, Ares se presentó en el lugar acordado, el
Jardín de las Hespérides, un sitio tranquilo y apartado. La luna llena
iluminaba el rostro de Iris, realzando su belleza. Ella le sonrió con
dulzura, una expresión que casi desarma la cautela del joven.
"No
te asustes, mi Ares," susurró Iris, tomando suavemente su mano. El
contacto fue como una descarga, pero esta vez, Ares no se retiró. "Lo
que sientes no es debilidad, es pasión. La pasión es un fuego. Si no la
controlas, te quema; si la dominas, te da una fuerza inigualable."
Lo
guio a un banco de piedra. Ella se sentó y lo invitó a hacer lo mismo.
Iris no le enseñó un truco ni una fórmula mágica. Le habló de la
paciencia, de respirar hondo antes de actuar y de canalizar esa energía
en la observación.
"Mírame, Ares. Siente la tensión, pero no dejes que te ciegue. Obsérvame."
Ares
la miró fijamente. Vio la sonrisa, no el torrente. Sintió el roce, pero
percibió el respeto. Se dio cuenta de que su arrebato no era por ella,
sino por su propia falta de control.
Una paz inusual lo invadió. "Entiendo," dijo con voz firme. "Es la calma en medio de la tormenta."
Iris
asintió con una mirada de orgullo. "Ahora eres un caballero, Ares. Uno
que sabe que su mayor poder es la mente, no la fuerza bruta."
Ares conocía el poder de los hadrieles, e Iris le mostró cómo controlar su ira incontrolable tan solo con la observación.
M. D. Álvarez

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