El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos
dorados y rosados. El lobo, aún jadeando por la carrera, se tumbó junto a
ellos, su pelaje brillando bajo la luz cálida del atardecer. Ella se
sentó a su lado, acariciando suavemente su lomo, mientras él los
observaba en silencio, como si por primera vez viera con claridad lo que
siempre había estado frente a él.
—Siempre estás ahí —murmuró él, más para sí que para ella—. Incluso cuando yo no lo estoy.
Ella
no respondió. No hacía falta. Su mirada lo decía todo: paciencia,
cariño, y una firme determinación de permanecer. El lobo levantó la
cabeza y la apoyó en su regazo, como si también entendiera que aquel
momento era más que un simple juego.
Él se inclinó hacia ella, con una sonrisa que no necesitaba palabras.
—¿Sabes?
Creo que he estado buscando respuestas en lugares equivocados —dijo,
con una sinceridad que la hizo contener el aliento—. Y tú... tú siempre
has sido la única constante.
Ella
sintió que su corazón latía con fuerza, no por la emoción del juego,
sino por la certeza de que, finalmente, él comenzaba a entender.
—Entonces deja de buscar —respondió ella, acariciándole la mejilla—. Porque ya lo has encontrado.
El
lobo ladró suavemente, como si aprobara la declaración. Y mientras el
sol se ocultaba tras las colinas, los tres permanecieron juntos,
sabiendo que el verdadero tesoro no era algo que se pudiera encontrar,
sino alguien que nunca se había ido.
M. D. Álvarez
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