Bajo aquel aguacero, seguía siendo imperceptible para
sus adversarios. Su forma de luchar no tenía igual; los que trataban de
capturarlo no conocían sus debilidades. Y aunque las conocieran, no les
sacaban partido. Él no solo luchaba por sí mismo, luchaba por los
desfavorecidos e inadaptados que no valoraban. Su porte altivo e
imponente no lo llevaba a comportarse como un mezquino con los
pobladores de su mundo; es más, se esforzaba en conocer sus peticiones y
desvelos.
Un buen día se
acercó, cubierto con una capucha que le ocultaba el rostro, pues sus
vividos ojos azules lo identificaban como el señor de las calles. Se
unió a un grupito de gente que se había reunido para discutir sobre el
nuevo impuesto que les estaban grabando en las nóminas. Decían que era
injusto que aquel impuesto seguramente se utilizaría para contratar a
una panda de maleantes y así poder dar caza al señor de las calles.
—Que lo intenten —dijo para sí. Se dio cuenta de que estaban sablando a sus conciudadanos y decidió hacer algo por ellos.
Cada
vez que era atacado, los cazaba y cobraba la recompensa que el gobierno
daba por ellos, ya que eran asesinos y ladrones de la peor calaña, a
los que habían puesto precio antes de contratarlos para atraparlos. Con
las recompensas tan jugosas que daban, fue haciendo un fondo de
compensación y, por medio de anuncios en los periódicos, fue
restituyendo lo que aquel impuesto les estaba robando.
M. D. Álvarez
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