Esta vez no erraré el tiro, me dije mientras la rinoceronte, loca de furia, comenzaba su carga hacia mí.
Impertérrito,
recargué y apunté. Sí, esta vez no fallé y justo a dos metros cayó
aquel rinoceronte blanco de seis toneladas. Había concluido la cacería y
por la presa que había pagado, una foto con aquel ejemplar sería
suficiente para mi colección. Nadie tenía que saber que no estaba
muerto, solo anestesiado.
Soy
uno de esos cazadores ecológicos; ni se me había pasado por la cabeza
matar a la única rinoceronte blanco hembra que quedaba con vida, y mucho
menos cuando había dos pequeños rinocerontitos a punto de nacer.
Tuvimos que esperar a que se despertara, porque el parto se presentaba
complicado.
M. D. Álvarez
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