lunes, 21 de enero de 2019

Milagros de guerra, de Federico Esteban Vidotto


Frank estaba soñando con los labios carmesí de su esposa, Rita Herwen, quien se acercaba hacia él, con pasos lentos pero seguros, entonando una melodía que lo hacía añorar, quien sabe porque, a viejas épocas cuando apenas era un niño e iba junto a su familia a visitar a su Abuela Nana, quien hacia las mejores pastas de aquel pueblo pequeño de Wyoming, donde ellos residían. Rita finalmente caía ante él, dejándose agarrar por los brazos fuertes de Frank, quien la sujetaba por la cintura antes de que cayeran en su cama. Frank extrañaba aquella cama con pasión, extrañaba su casa, extrañaba el olor a carne ahumada que a veces lo despertaba al mediodía, extrañaba la voz de su mujer, extrañaba que llegara el domingo para visitar a su madre. Pero lejos estaba de todos aquellos olores, recuerdos y familiares. Lejos estaba de Rita, quien, impaciente, con ansiedad, lo esperaba todos los días en su casa, esperando que la Guerra terminase o mirando por la ventana, esperando que un auto estacionara por la puerta de su humilde casa para que de aquel auto se bajaran dos o más soldados y le entregaran una bandera de su país, doblada en varias partes iguales. Mismo país que había, por obligación, mandado a su esposo al frente a pelear por causas que excedían sus intereses. 

Frank se despertó de repente cuando, en el cuartel 14, cayó un vaso de vidrio, haciéndose añicos en el piso. Se despertó sobresaltado, y por puro reflejo agarro el fusil que descansaba a sus pies y apunto a un compañero, quien tan sorprendido como él, atinó a decir “fue el vaso” con ambas manos arriba. Pero no lo sorprendió tanto el estruendo del vaso cayendo, si no el silencio que reinaba tanto en el cuartel como por fuera de este. En el cuartel, los soldados se pasaban día y noche corriendo de acá para allá, llamando a diferentes cuarteles, a veces pidiendo apoyo, a veces rápidamente comunicando movimientos de los ejércitos enemigos. Y afuera era común escuchar desde balas rasantes, gritos, explosiones, aviones. Pero no ese día. Todavía sentado en la cama, con el fusil en la mano, Frank pensó que tal vez su sueño se había visto modificado, pero aquel pensamiento duro poco. El general entro entre risas al cuartel y saludo rápidamente a Frank con un guiño. Frank no entendía nada de aquel ambiente. Fue hacia el general, y no tuvo ni que preguntar qué es lo que estaba ocurriendo ya que, cuando el general observo su cara de sorpresa, comenzó a reír y con una palma en su espalda lo llevo hacia afuera. Con mucho deseo en su corazón Frank pensó que el enemigo se había rendido y finalmente los Aliados habían ganado, el territorio y la guerra. Que podría volver a casa en cuestión de días. Pero lo que vio fuera del cuartel lo sorprendió aún más. El cuartel se encontraba a unos quinientos metros de la zona de batalla, pero ya a lo lejos se podía distinguir los aliados parados, codo a codo, con varios soldados enemigos. El general le explico, entre risas histéricas y algunas lágrimas que caían de sus pestañas, que aquello era un milagro, era la buena fe del señor, que dentro de todo lo horrible que habían visto, eso era el cuadro más hermoso jamás pintado por un artista. Si el moría, quería morir con aquella imagen en su cabeza. Frank le pregunto si el enemigo se había rendido pero no era así. Solo era un milagro. Y fue con esa palabra que recordó que fecha era. Vísperas de navidad, veinticuatro de diciembre de mil novecientos catorce. 

En épocas de guerra y estando en zona de batalla uno olvidaba todo. Olvidaba poco a poco su hogar, olvidaba poco a poco como había llegado allí, olvidaba por lo que peleaba, olvidaba que fecha era, lo poco que uno podía dejar en su cabeza era el nombre de cada uno, para recordarse, para mantener algo de cordura ante tanta locura. Suerte que todavía podía soñar de vez en cuando, con su esposa, su familia, porque no es que se olvidara de ellos, solo que simplemente uno no podía permitirse estar constantemente recordando aquellas cosas porque en épocas de guerra, los soldados entraban en un piloto automático, donde lo único importante era sobrevivir para matar al enemigo, aunque haya algo de irónico en aquellas palabras. Cuando se acercaron todavía más, distinguió a algunos de sus compañeros de batalla que, rodeados por otros soldados Alemanes y Búlgaros, compartían vinos, reían, y otros que no hablaban más que su idioma, solo se paraban junto algunos de sus compañeros y algunos de los soldados enemigos para darse calor, compartiendo un café, un te, dejando que sus manos se calentaran con el aliento que salían de sus bocas. La imagen era surreal. Fue en ese momento cuando Frank extraño aún más a Clara, porque al no estar batallando, ni hablando sobre cuestiones de guerra, sentía que podía pasar aquel tiempo junto a su amada, no que quisiera volver a su casa, pero al menos estar allí observando aquella imagen con su esposa. Aquello era más lindo que ver el bosque más hermoso que se podía visitar, la cascada más inmensa, era más vistoso que ver las piernas de Rita bailar algún tema de Charleston y como su falda se movía al compás de la música dejando a la imaginación de los demás observadores lo que Frank ya conocía. Y aunque ver bailar a Rita con aquella sonrisa motivadora era el paisaje más hermoso que Frank alguna vez había visto, aquel paisaje era más vistoso aun por lo que representaba. Aquello era un momento histórico porque dejaba bien en claro que esa no era su guerra, era la guerra de intereses de personas que estaban en aquel momento en la comodidad de su despacho, demasiado lejos de ese lugar, bien vestidos, con muy pocas preocupaciones y sin la continua alerta de que sus vidas podían perderse en cualquier segundo. 

Un poco más lejos de donde Frank estaba varado, sin poder decir palabra, se empezó a escuchar unos canticos, en varios idiomas diferentes. Canciones de paz, canciones de Navidad, entonadas entre sonrisas nerviosas, algunas lágrimas, y también risas porque de alguna manera había que festejar que todavía se estaba vivo. En otra de las puntas de ese vasto campo adornado por la nieve de diciembre, soldados de ambos bandos se ayudaban mutuamente en un trabajo más arduo que constaba en enterrar a sus compañeros de batalla. Allí no había ninguna risa, solo silencio y algún que otro abrazo para consolar a los que habían perdido amigos. Allí fue donde Frank se sintió más cómodo. No podía reaccionar de otra manera más que en silencio ante aquel suceso tan bizarro. No era que no le gustaba, por el contrario, nada le había gustado tanto desde que toda aquella locura había comenzado, pero es que no podía reaccionar ante lo absurdo que era pelear una guerra. Fue así que Frank entendió que no valía la pena, que toda esta guerra, en realidad, que toda guerra era absurda, que no existía nada parecido a “pelear por su país”. Que allí no peleaban por su país si no que peleaban para volver a su hogar. El país no les había dado ni les daría una oportunidad. Y sin embargo, allí estaban, aliados y enemigos, enemigos y aliados, abrazándose, ayudándose, riéndose, llorando en conjunto, solo porque era una fecha en un calendario. Todos habían sido engañados para hacer acto de presencia en aquel lugar, y finalmente se habían dado cuenta. 

Frank ayudo a cavar algunos fosos de entierro y a transportar algunos cuerpos. Mientras varios cavaban, se pasaban una botella de vino para calentar la sangre, que bombeaba nerviosa. Terminada la tarea, algunos se dispersaron, caminando hacia el horizonte, otros fueron hacia otro de los grupos que estaban bailando mientras otros se encargaban de entonar las canciones típicas para los que se atrevían a bailar y a metros del cuartel catorce, el mismo en el cual Frank se había despertado horas antes, había varios espectadores en silencio observando un partido de ajedrez. Las armas de los soldados estaban en el piso. Algunas parecían estar cubiertas de nieve y daba que pensar sobre su futuro funcionamiento, Pero tal vez de eso se trataba. Tal vez nunca más deberían disparar aquellas armas. Tal vez esto significaba el fin de la guerra, el comienzo de una era de paz. Tal vez, como le había dicho el general de su cuartel, esto en realidad era un milagro. Con este pensamiento de esperanza, de alegría, Frank empezó andar hacia esa partida de ajedrez que tantos adeptos atrapaba minuto a minuto. Mirando al cielo, sonrió, porque estaba vivo, vivo para vivir aquel milagro, el mejor milagro que le podía ocurrir a una guerra. Un milagro de Navidad. 

Federico Esteban Vidotto

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