A primeras horas de la mañana, los integrantes de la familia Suárez
Reyes aún dormían, mientras la silenciosa sala de los sirvientes comenzaba a
vivir el trajín cotidiano. Las voces daban órdenes, los fuegos estaban
encendidos y los criados se afanaban en diferentes tareas. La casa de estilo
señorial, con verja de hierro, un cuidado jardín a ambos lados del camino de
entrada, se destacaba de entre las demás de la avenida. Los macizos de flores y
los árboles le daban un aspecto cálido y acogedor. El hueco de la escalera, que
llevaba al piso superior, por dónde se deslizan los criados en silencio, ahora
se veía agitado por el ir y venir de los mismos, cargando las bandejas del
desayuno para la familia.
Era sábado, víspera de navidad, todos se habían pegado a las sábanas.
Solían desayunar en la salita contigua al comedor principal, pero aquel día
iban a permanecer despiertos hasta la medianoche, por lo que extendieron el
descanso. La brisa del verano mecía las cortinas de las ventanas del dormitorio
del matrimonio. Ernesto Suárez Reyes era un hombre alto y delgado, de espesa
barba y bigote. Atractivo, pero seducía con su inteligencia, de sonrisa franca
y extrema bondad. Apenas abrió los ojos escuchó la voz de la criada, anunciando
que dejaba la bandeja en la mesita junto a la puerta. Se movió lento para no
despertar a Mayra, su esposa, que aún dormía. En dos pasos estuvo junto a la
puerta, la abrió y escuchó el silencio que reinaba en los cuartos de los niños.
Tomó la bandeja y regresó al dormitorio. Mayra se revolvió en el lecho y
murmuró con el rostro aún dentro de la almohada:
—¿Qué hora
es?¿Ya estás levantado?
—Ah
«princesa» –así la llamaba Ernesto con cariño–creo que nos han dejado dormir
más de la cuenta, sospecho que deben de ser cerca de las diez de la mañana.
Mayra se incorporó y dijo:
—Desayunemos,
es hora de prepararnos para un gran día.
La navidad era una época de alegría para la familia, despertaban en la
compañía de los niños y disfrutaban compartiendo los preparativos todos juntos.
Mayra era una bonita mujer, de estatura mediana, rosto oval, donde se
destacaban sus ojos verdes y su boca pequeña. Estaba vestida con un camisón de
seda salmón; se desperezó y se sentó en la Berger junto a la mesa, dónde podía
ver el jardín por el ventanal que daba a la terraza del dormitorio. El verano,
recién comenzado, ofrecía los brillantes colores y aromas de los macizos en
flor que adornaban los caminos. Ernesto acercó la bandeja y sirvió el desayuno
para los dos, mientras disfrutaban de la brisa matinal. La quietud fue
interrumpida súbitamente por el ingreso de los niños, en ropa de dormir, con
sus rubios cabellos alborotados, en forma brusca y atropellada.
—¡Mamá, papá,
es Nochebuena! –gritaban a coro.
—Está bien
niños, calma, ya les oímos. –dijo Mayra.
David el mayor tenía diez años, le seguía Aurora con nueve y la pequeña
Catalina tenía siete. Estaban entusiasmados con adornar el árbol ubicado en la
sala principal. Entre risas y reclamos empujaron a Ernesto y Mayra hacia el
pasillo, obligándolos a bajar para ver el enorme abeto que se erguía en la
sala, impregnando todo el ambiente de un fuerte olor a resina. Las cajas de los
adornos estaban junto al pie del árbol. Los dos mayores comenzaron a colocarlos
en las ramas del pino, mientras enseñaban cómo hacerlo a la pequeña Catalina.
Cada caja que abrían tenía nuevas sorpresas, globos de vidrio, campanas,
manzanas y todo tipo de figuras navideñas. Mayra abandonó la sala, dejando
atrás la algarabía de los pequeños y subió a ducharse y cambiarse, preparándose
para todas las tareas que debía realizar en el correr del día. Ernesto que se
había cambiado antes que ella, estaba dispuesto para lo que hiciera falta.
Mayra descendió por la escalera de servicio, directa al salón de los criados
que conducía a la cocina. Allí ultimó todos los detalles para el almuerzo y la
cena navideña, con la señora Gloria, la cocinera.
—Gloria, para
el almuerzo, con algo de carne y ensalada será suficiente, y fruta para el
postre –dijo Mayra–; en cuanto a la cena, tendremos el pavo al horno que
preparamos, las verduras para acompañar y las diferentes ensaladas; de postre,
los turrones, el flan y la torta de navidad.
—Sí señora,
ya está casi todo preparado como usted lo indicó –dijo la cocinera– de las
bebidas se encargó el señor y ya las colocamos en el refrigerador.
—Gracias,
Gloria. Entonces el señor y yo iremos a buscar los regalos, mientras los niños
adornan el árbol. Dígale a Ana, la mucama, que los vigile mientras tanto.
—Así lo haré,
enviaré a Ana a repasar los muebles y libros de la sala, mientras ellos estén
allí. –Mayra se retiró y la cocina retomó su ritmo acostumbrado para esas
fechas. Ernesto tenía preparado el coche y cuando Mayra apareció, ambos
partieron para las tiendas del centro de la ciudad.
A pocos metros de la casa, en una pequeña construcción de madera, vivía
una familia muy modesta, con tres hijos pequeños y uno en camino, según se
apreciaba por el abultado vientre de la mujer. El hombre se dedicaba a
reparaciones de albañilería y en ocasiones había concurrido a la «casa grande»,
como la llamaban, para trabajos de pintura o revoques en la zona del jardín, la
cocina, el garaje y las habitaciones del servicio. La ropa en desuso de los
Suárez, estaba destinada a esta familia, durante los cambios de estación. Sus
menguados recursos no les permitían tener días especiales, por lo que ese era
un día como los demás, dónde en su mesa no habría platos especiales, ni
llegarían regalos para los pequeños a la medianoche. El calor acentuaba el olor
acre de los pañales colgados en la cuerda,
mezclados con el aroma del cocido que preparaba la mujer. En el camino
de regreso, Ernesto y Mayra contemplaron por la ventanilla del coche, la casa
de madera y la cuerda de colgar la ropa, dónde pendían las viejas camisas y los
gastados pañales y se miraron en silencio.
Al llegar a la casa los chicos habían cubierto el árbol de adornos,
hasta la altura de David. Ernesto colocó la escalera y continuó el trabajo
iniciado, hasta colocar el Ángel y la estrella en la cúspide del árbol. David,
Aurora y Catalina, retiraron los envoltorios que guardaban el Belén y
comenzaron a ubicar las figuras debajo del árbol. Las viejas piezas parecían
cobrar vida, una vez que tomaban el rol asignado, entre las palmeras, los
puentes y las casitas que acompañaban la escena. Catalina estaba afanada con
los Reyes Magos, eran sus figuras predilectas, creaba su propia cabalgata.
Estaba Melchor y Baltasar, pero… ¿dónde estaba Gaspar? Quizás entre los papeles
sobre los que estaba sentada, revisó uno por uno y no aparecía su amado rey
Gaspar.
—¿Dónde está
Gaspar?¿Lo han visto?¿Retiraron todas las piezas de la caja? –dijo Catalina muy
agitada, con su pequeña nariz apuntando al cielo y mirada asombrada. Las
preguntas disparadas casi sin respiración, obtuvieron una sola respuesta. Nadie
había visto la figura de Gaspar, todas las cajas estaban vacías. Ernesto
prometió que la buscaría en el desván. El Belén quedó con solo dos reyes para
adorar al niño.
Después del almuerzo, entre juegos y risas y una siesta obligada,
transcurrió el resto del día para los niños. Mayra se internó en la cocina y
Ernesto se sentó en el escritorio a tomar café y leer las noticias de los
diarios. Al atardecer, que en el verano llega cerca de las veintiuna horas,
estaban todos vestidos y aguardando la hora de la cena de navidad. Daniel,
Aurora y Catalina preguntaron al unísono:
—¿Papá,
encontraste a Gaspar?
Ernesto olvidó subir al desván, entonces dijo:
—Lo olvidé,
pero voy ahora mismo, lo encontraré, así el Belén estará completo. –y se
dirigió a la escalera.
Caían las primeras sombras sobre las calles, cuando en la casa de
madera alguien golpeó a la puerta. La mujer con uno de los niños a horcajadas
sobre su cadera abrió la puerta, quedando muda de asombro. Frente a ella el Rey
Gaspar, con su brillante barba roja, turbante, ropas y capa de seda, le sonreía
con dos bolsas enormes en las manos. Detrás de él la oscuridad, solo iluminada
por los faroles de la calle. Ella no pudo pronunciar palabra, entonces Gaspar
habló:
—Hola, estoy
cansado y un poco adelantado, creo que me perdí en el camino. Aún faltan unos
días para encontrarme con Melchor y Baltasar, pero me pesan mucho estas bolsas
y he pensado dejarlas con una familia que las necesitara. Aquí hay una buena
comida, pollo, verduras asadas, pan de navidad y también bebidas. En estas
otras bolsas hay ropas y juguetes que serán la alegría de los pequeños. ¡Feliz
Navidad!
A espaldas de la mujer, el marido con los dos niños escuchaba en
silencio, pensando que los milagros ocurren en navidad. La mujer comenzó a llorar
sin pronunciar palabra, mientras Gaspar desaparecía en la oscuridad como solo
un Rey Mago puede hacerlo.
En la casa grande los niños aguardaban que el padre apareciera con
Gaspar, para ubicarlo en el Belén. Ernesto descendió por la escalera de madera que
bajaba hasta la sala, en dos zancadas, para desencanto de los hijos. No traía
consigo la figura de Gaspar.
—No la pude
encontrar, ya aparecerá o compraremos otra después del feriado de navidad .–
dijo Ernesto.
–Bueno, ahora vayamos a la mesa, que ya es tarde. –dijo Mayra.
Entre murmullos, todos se sentaron y disfrutaron de los diferentes
platos que habían preparado la señora Gloria y Mayra, hasta llegar a los
crujientes postres. Así llegaron a la medianoche y disfrutaron de los fuegos
artificiales que brillaban por todo el cielo de la ciudad, antes de subir a los
somnolientos niños a sus habitaciones. Mayra y Ernesto bajaron al garaje por
los regalos, los colocaron bajo el árbol. Con los primeros rayos del sol los
niños despertaron con gran algarabía, y bajaron a por sus preciados tesoros.
Ernesto y Mayra los siguieron en silencio para poder ver sus caras de
felicidad. Mientras retiraban los papeles y envoltorios de los regalos,
Catalina exclamó:
—¡Papá!¡Encontraste
a Gaspar!¡Lo pusiste en el Belén!
Asombrado, Ernesto dijo:
—No, pequeña,
no lo encontré, no volví a buscarlo.
—¡Pero papá!
Gaspar está en su sitio en el Belén. ¿Quién lo trajo?
—La verdad,
no lo sé. –dijo Ernesto mientras acariciaba su rojiza barba, cruzando una
mirada cómplice con Mayra, ante la alegría de los pequeños.
Sin duda los milagros ocurren en Navidad.