lunes, 13 de noviembre de 2017

Reencuentro, de Pascal Buniet



Mientras la noche extendía su manto negro sobre la cuidad, en una calle apartada, de la capital de España, don José extendía cuidadosamente unos cartones en el suelo del portal donde iba a pasar la noche. Se detuvo un momento en su tarea al oír en la cercanía unos villancicos cantados por unos niños. Esas melodías tan lejanas a su vida actual pero tan familiares en su memoria, le hicieron recordar que esa era una noche mágica, la noche de Navidad. Una mueca amarga se dibujó en su cara, cuando murmuró con ironía, mirando al sitio escogido para tan especial evento: «Ese  será mi  portal de Belén».

Se acostó sobre ese lecho de miseria, la cabeza apoyada sobre el viejo bolso que contenía todas sus pertenencias, tapado por otro trozo de cartón que le servía de manta y cerró los ojos con la esperanza de que el sueño se apoderará rápidamente de él y le alejará de la triste realidad.

Aunque llevaba  ya unos cuantos meses viviendo en el pozo más profundo de la sociedad, le costaba todavía entender cómo él había podido llegar ahí. Su vida de empresario acomodado se había quedado  muy atrás, mientras bajaba despacito escalón a escalón la escala social. Solía comentar a los pocos que le escuchaban, principalmente vagabundos, compañeros de bancos y parques, que por fin había encontrado la estabilidad al haber tocado fondo, ya que nada más le podía afectar.

Cuando poco a poco el cansancio le hizo perder la noción de lo que le rodeaba, oyó cerca el ronroneo del motor de un vehículo que se había parado al borde de la acera. Abrió un ojo sin moverse y distinguió una furgoneta blanca de la cual se bajó una persona que se iba acercando.

No podía distinguir sino una silueta que se desplazaba en su dirección,  iluminada por detrás por los faros del vehículo que se habían quedado encendidos. Avanzaba, tal una sombra rodeada de un halo de luz, el pelo centelleando. Cuando llegó ya cerca, se inclinó.

─¡Hola, don Pedro! Sabía que le encontraría aquí. Ese es su sitio preferido.

─¡Ah, eres tú! –Respondió el anciano al reconocer al joven– Pues sí, aquí no se nota la brisa. ¿Pero qué haces tú aquí a esta hora? Deberías estar celebrando la navidad con tu familia.

─¿Qué le parece una sopita caliente? –sugirió el joven, ignorando la pregunta. Vestía un polo blanco con una cruz roja dibujada en el pecho.

El estómago vacío del viejo gruñó de entusiasmo.

Sin duda le vendría bien. Conocía  a ese chico, Hugo, el voluntario de la Cruz Roja que se había preocupado ya varias veces por él y le había propuesto llevarlo a algún albergue. Don José se había negado. «Por dignidad» había  argumentado.

Cuando se marchó el vehículo, el anciano siguió bebiendo muy despacio el líquido caliente para prolongar las buenas sensaciones.

─¡Feliz navidad, don José! Quizás vuelva a pasar a verlo más tarde cuando termine mi ronda. –le había gritado el joven al alejarse.

Unas lágrimas bajaron lentamente sobre las mejillas del anciano, mientras recordaba los regalos que había recibido en su vida, algunos de mucho valor económico en sus tiempos de empresario, pero ninguno había llegado a emocionarle como este. Esa sopa que le recalentaba el cuerpo y el corazón simbolizaba el verdadero espíritu de la navidad. Amor y solidaridad.

Ya no esperaba nada de la vida. La edad y el cansancio se apoderaban cada día más de él. Había hecho todo lo que le tocaba hacer en ese mundo, solo deseaba irse en paz, sin rencor, la vida no le había tratado tan mal a pesar de todo.

Sin duda, la sopa le había hecho bien al cuerpo e incluso al alma. Se sentía a gusto, abrigado por los trozos de cartón que le tapaban, el suelo le parecía de repente menos duro. El sueño se apoderaba poco a poco de él.

Un ruido en la cercanía le hizo abrir un ojo, y después el otro. Se repetía la misma escena de antes. Tenía que haber pasado cierto tiempo dormido porque de nuevo le apareció la silueta de Hugo en un halo de luz.

Estaba a punto de preguntarle por qué había vuelto tan pronto cuando, para su gran sorpresa, sonó otra voz, más ronca, más madura que la del joven.

─ ¿Qué tal, Josito. No te habrás olvidado de mí?

Abrió los ojos aún más, mirando a esa silueta, de pie, tan grande frente a él que permanecía echado en el suelo. Forzó lo que le quedaba de visión para detectar de quién se trataba. «Josito»… Ese nombre… Nadie le había llamado así desde que se había marchado del pueblo.

El personaje se inclinó y José pudo verlo, por fin. Un hombre mayor, la mirada seria pero bondadosa, los labios estirados en una sonrisa burlona que parecía decir, «sí soy yo, aunque no te lo creas».

José lo miraba dudando, no podía ser… En la lejanía, los cantos de navidad parecían haber subido de tono y llegaban con más nitidez a sus oídos.  La ropa del extraño pertenecía a otra época, llena de brillo y de oro como en los cuentos de hadas, pantalón bombacho, blusa de seda con un chaleco bordado de hilos de oro. Encima, un largo abrigo salpicado de brillos le llegaba hasta los pies. A José, esas vestimentas le resultaban familiares. Él también las había llevado. No tan lujosas pero iguales.

Las emociones y dudas chocaban en su mente, su corazón se aceleró. Sacó una mano de debajo  de su manta de cartón, extendió el brazo para tocarle y comprobar que no estaba soñando. Este la cogió entre las suyas. En varios de sus dedos cintilaban anillos. El contacto con su piel le produjo el mismo efecto de calor y bienestar que la sopa cuando había bajado hacia su estómago. Se relajó y se dejó llevar.

─¿Sabes quién soy? –preguntó con la misma voz ronca, pero con tanta suavidad que el anciano no se pudo resistir. Asintió con la cabeza. Nada tenía sentido, pero qué le importaba.

─Usted es el rey Gaspar. –murmuró con la timidez que le había caracterizado de niño, cuando era Josecito, a quien los chicos del pueblo llamaban rojito o zanahoria por ser pelirrojo. Se burlaban de él por ser diferente hasta que, un invierno, el cura don Benito los reunió a todos para elegir quiénes iban a hacer de reyes magos para la función de la parroquia. «José va a ser Gaspar –sentenció–, porque es el único que tiene la ventaja de tener el pelo como Gaspar». Vio la envidia en los ojos de sus compañeros y entendió entonces que ser diferente le hacía especial. A partir de ese momento, cada año, en el colegio como en la parroquia, le tocó vestirse de rey Gaspar.

Se tomó esa tarea muy en serio hasta el punto de tenerle un cariño especial que le había seguido a lo largo de toda su vida. A Gaspar le debía la confianza en sí mismo que le había ayudado a afrontar la vida con honradez.

─Sí, José, soy el rey Gaspar –respondió su interlocutor–. He venido a buscarte.

─¿A mí, por qué? –preguntó el anciano incrédulo.

─Nosotros –respondió el rey mientras apoyaba su mano sobre el hombro de José que ya se había sentado–, los reyes, tenemos el privilegio de poder acompañar, a quien se lo ha merecido, en el último largo viaje hacia la luz. Ya ha llegado el momento, José.

Gaspar se puso de pie.

─Puedes elegir. Quedarte aquí en la tierra más tiempo o venir conmigo, allá arriba. –con esas últimas palabras levantó la mano y apuntó con un dedo al cielo negro donde brillaban con un intensidad inhabitual millones de estrellas.

El viejo José sonrió viendo tanta belleza y respondió con una gran sonrisa y entusiasmo.

─Con Usted, claro, aquí ya no tengo nada que hacer.

Pero algo le inquietó y preguntó.

─Pero hoy es navidad… Usted no debería estar aquí… Es... Es muy pronto. –Balbuceó José

El rey Gaspar explotó en una gran carcajada y añadió:

─Pues, tienes razón. Ahora vine solo a buscarte. Tenemos un camino largo por delante. Cuando tú llegues allá –se volvió a mirar hacia el firmamento y se quedó unos segundos en silencio disfrutando de la vista de esa espectacular inmensidad negra pintada de brillos– yo regresaré aquí a la tierra con Melchor y Baltasar a traer los regalos para los niños y cumplir mi tarea.

Apoyó de nuevo su mano sobre el hombro de José y añadió:

─¿Vamos?

José se levantó sin apenas tocar el suelo, ya no le dolía nada, se sentía ligero como el aire, los cánticos sonaban ahora con claridad en sus oídos, y cuando Gaspar se elevó del suelo, notó cómo le seguía, volando, el alma llena de gozo.

Más tarde, esa noche, el furgón de la Cruz Roja se volvió a parar en el mismo sitio. Hugo se bajó y encontró, en el mismo lugar donde le había dejado una hora antes, el cuerpo sin vida de José. No se había movido, nada había cambiado, pero su cara reflejaba una gran paz, una sonrisa de gozo y felicidad le iluminaba.

«Fue muy extraño –contó más tarde el joven voluntario de la Cruz roja–. Parecía haber rejuvenecido».





Pascal Buniet. Saint Pol sur Mer (Francia), 1952. Licenciado en filología inglesa, universidad de Lille, Francia.
Residente en Tenerife desde 1979.
Autor de la novela: Lágrimas en el mar, editorial Alhulia, 2009. Fue publicada también en Francia, 2014, la traducción con el título: Des larmes d’espoir. Edilivre
Autor de la novela: La verdadera historia de Gloria T., M.A.R. Editor. 2015

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