lunes, 6 de noviembre de 2017

Oro, incienso y mirra, de Mª Mercedes Tormo Muñoz



La gélida brisa de diciembre nos inundaba a estas alturas del invierno. Las cumbres de las montañas estaban nevadas y el ambiente era húmedo. Las agendas laborales, adheridas a nuestras vidas cotidianas, habían impuesto que planeáramos con antelación las fiestas navideñas.
El sábado anterior a la Nochebuena saqué del trastero el Nacimiento, almacenado en una caja desde al año pasado: las figuras de porcelana de los pastores, los Reyes Magos cabalgando en sus camellos, el buey, la mula, la Virgen María y San José posaban su dulce e inerte mirada en su retoño envuelto en pañales; en cambio, mi madre echaba un vistazo a la televisión, sentada en el sofá del salón, con unos ojos que habían perdido el brillo de antaño. Desde hacía meses no nos reconocía, aunque seguíamos amándola. Se hacía improbable entablar una conversación con ella, tan solo escuchábamos sus largos silencios o, a veces, palabras incongruentes.
De los tres hermanos, soy la mediana. Mi hermano mayor, Juan, me asignó desde la infancia, al Rey Gaspar para pedir juguetes. Juan le escribía la carta a Melchor, y Sergio a Baltasar. Y, aunque ya éramos adultos, ese año no deseaba que fuera diferente para mí. Anhelaba que me impregnara el ensueño de la niñez. Ese era mi propósito.
Yo trabajaba jornada intensiva y no tenía pareja; a pesar de todo se me hacía arduo convivir con mi madre: el deterioro cognoscitivo que sufría me minaba emocionalmente. Su situación ya no tenía punto de retorno. 
Vendimos su casa y, con ese dinero más la pensión que cobraba, cubríamos los gastos necesarios para su cuidado. Entresemana asistía a un centro de día. El autobús pasaba a las ocho y cuarto, cada mañana, y regresaba a las cinco de la tarde. Los sábados y domingos mis hermanos se turnaban  y se la llevaban a sus casas.
Cuando amanecía, el ritual se repetía. Nuestra madre acostumbraba a recorrer con sus torpes dedos, poco a poco, sus cabellos cortos y se miraba con curiosidad el rostro en el espejo del cuarto de baño: los diminutos ojos marrones se clavaban en el reflejo que le devolvía la luna, sin apenas comprender lo que había cambiado. Las huellas del tiempo marcaron su piel y el pelo cano dejaba constancia de las primaveras sucedidas. Después yo la perfumaba con agua de rosas. Ella arrastraba los pies enfundados en zapatillas de felpa y cubría su cuerpo con el batín azul de seda. En la mesa de la cocina, nos esperaba café humeante y tostadas con aceite. Más tarde, la ayudaba a vestirse.

Aquel sábado, tras colocar el Nacimiento en una mesa de caoba auxiliar junto al costado izquierdo de mi sofá tapizado en granate, elegir un álbum de fotografías de uno de los anaqueles de una de las paredes del salón y extraer de la impresora del despacho unos folios en blanco, me senté junto a mi madre en el sofá.
En el papel, apoyada sobre el álbum que reposaba sobre mis rodillas, me dispuse a escribir la carta al Rey Gaspar. Unas pocas alegrías y sueños no me ocasionarían ningún mal. Sin embargo, antes de empezar, con tristeza inconmensurable, miré los ojos de mi madre, vacíos de recuerdos. Se asemejaban al más profundo de los abismos.
La mujer de voz cálida que me abrigaba con ternura siendo niña se había desvanecido, y los roles se invertían. Ahora yo la arropaba a ella todas las noches. Comenzó olvidando cosas tan triviales como si había comido o no; meses después, dejaba el cazo sobre el fuego encendido con gas butano; y al final, ni reconocía a sus hijos. Día a día la mente la traicionaba y, como efecto ineludible, su físico empeoraba. Resultaba muy triste para nosotros. Eso sí, a veces, notábamos que nos observaba con afecto cuando le acariciábamos la mano o las mejillas. No podía decir que me hubiera acostumbrado a verla de ese modo. No cesaba de repetirme que «esto no debería estar pasando». 
Con la ridícula intención de luchar contra su enfermedad, solía hablarle del pasado y del presente. De las personas a las cuales ella había querido y que seguramente en algún rincón de su cerebro seguía amando, pero ya no sabía expresarlo. Su mal avanzaba a grandes zancadas, dando paso a negras nubes. En su cerebro salía el sol. Sus hijos debíamos ser la luz que la guiara, como la estrella de Belén a los Magos.
Le enseñé una foto de mi padre fallecido. Su vaga mirada descubrió un hombre que sonreía, y con titubeo me preguntó que quién era.
—Es papá —respondí, con las cejas arqueadas y una punzada de dolor en el pecho.
—¿Papá? —Sin poderlo evitar, la congoja se apoderó de mí.
—Mamá… —dije, y opté por callar, sabiendo que la palabra «mamá» había quedado vacía de contenido para ella.
 Entonces, como si fuera capaz de entenderme, pasé a explicarle quiénes fueron los Reyes Magos. Señalé con el dedo cada figura del Nacimiento, rodeado de luces y coronado por un ángel y una estrella plateada.
—Cuentan que vinieron de Oriente —comencé—, y fueron guiados por la estrella de Belén. Allí encontraron al Niño Jesús recién nacido y le adoraron, ofreciéndole Melchor, oro, presente que se le hacía a los reyes; Gaspar, incienso, reconociendo su naturaleza de Hijo de Dios; y Baltasar, mirra, que se utilizaba para embalsamar a los muertos, presagio de una segura futura muerte —terminé de hablar con un suspiro.
Intentaba acaparar su atención; ella, por su parte, me observaba casi sin pestañear y de vez en cuando desviaba la vista hacia otro lado. Las horas corrieron más que el viento y las manecillas del reloj marcaron las dos del mediodía. No pude escribir mi carta. Juan tocó el timbre, que me sacó de mi burbuja, para llevarse a mi madre a su casa. Tras despedirlos, retomé el álbum. Encontré entre las páginas una postal de un cuadro de Velázquez que compré en el Museo del Prado siendo niña, durante un viaje con el colegio: Adoración de los Magos, pintura al óleo fechada en 1619. 
En el cuadro aparecían, bajo un paisaje crepuscular, los tres Reyes Magos, la Virgen, el Niño, y san José. Más que Reyes Magos, eran sabios llegados de Oriente; hasta ellos se postraron ante el Niño. Y pensé en escribir por fin la ansiada carta, una vez que se desvanecieron mis pensamientos místicos. Cuando terminé, la eché al buzón más próximo. En el remite puse mi nombre de pila. Imaginé que los carteros estaban acostumbrados, en esas fechas, a que los niños llenaran los buzones de cartas.

Transcurrieron las fiestas de Navidad. El 6 de enero, Día de la Epifanía del Señor o Día de los Reyes Magos, invité a mis hermanos, cuñadas y sobrinos a comer. Mi salón amaneció con obsequios envueltos con cariño y lazos dorados.
Todos abrimos con alegría los regalos que nos dejaron Sus Majestades. Los niños corrían y reían. Más tarde, comimos asado de cordero al horno con patatas y guarnición de verduras. Y al final, mientras, unos adultos fregaban platos, otros sacaban bebida y copas para brindar. Mi madre, sentada frente a la mesa en un cómodo sillón de reposabrazos, con el batín azul y las zapatillas, echaba un vistazo a todos lados sumida en su cada vez más frecuente mudez.
Las risas flotaban en cada rincón de la casa. De   postre, agasajé a mis familiares con el típico roscón. Me afané en cortar las raciones. La primera se la puse a mi madre y después al resto de los comensales. Acto seguido, ayudé a servir la bebida. Mi madre mordisqueó el trozo que yo le había dejado en el plato y, con la algarabía de fondo, le pregunté muy cerca del oído si le gustaba. Fue entonces cuando giró la cabeza y clavó las pupilas en mí. Una leve sonrisa alzó una comisura de su boca y me contestó: «Claro, Luisa». Quedé perpleja. Sonó como si estuviera presente. En el tiempo que dura un parpadeo, retornó de su alejado mundo en tinieblas. En ese instante no supe si reír o llorar, si callar o anunciar a los cuatro vientos la bonanza: me había llamado por mi verdadero nombre.
Sin pensarlo, la besé en la cabeza. Con los ojos húmedos por la emoción, continué llenando copas. Pero los ojos me escocían y las lágrimas brotaron sin poderlas contener. Botella en mano, me acerqué de nuevo y la besé en la frente, al mismo tiempo que murmuré al aire: «Muchas gracias, Gaspar». No obstante, ella permaneció mordiendo el roscón que tenía en las manos. Los demás me ojearon extrañados por las delatoras lágrimas que cubrían mis mejillas, aunque no se percataron de la maravilla que aconteció, dando a mi corazón nuevos latidos de alegría. No di ninguna explicación. Pero rememoro las atónitas caras de mis familiares, ajenos a las palabras pronunciadas por mi madre.
Hoy, años después de su partida, necesito creer que el atisbo de memoria que afloró en los labios de ella no fue una mera coincidencia del destino. Es hermoso recordar mi nombre en su arrulladora voz. Su última caricia. Gaspar me obsequió con el regalo que le había pedido en aquella carta. Fue el más valioso de toda mi vida

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