lunes, 27 de noviembre de 2017

La caricia de un sueño, de María Jesús Benedicte Arnaiz



Nunca se engañó mi hermano con respecto a la idea en que lo tenía el pueblo, les contó su padre la navidad anterior refiriéndose al tío Gonzalo. Y lo que a él debían importarle tales opiniones, seguro como estaba de su valía humana y lo poco que tenía de tonto, celebraban los tres hermanos. Al menos mientras se sintió joven y guapo, reía Inés, la mayor.
—Es que lo era y mucho —aseguraba Diana, la pequeña.
—Y aunque hubiera sido feo —dijo Miguel—; majaderos como aquellos no era posible encontrar en toda la provincia. Con lo grande que es el mundo, tuvo esa mala suerte, como decía papá.
—Pero siempre lamentó no tener un verdadero amigo. Eso también lo decía papá.
—¿De veras, pequeñaja? Pues porque lo decía papá, que si no hubiera jurado que se encontraba más a gusto en compañía de su extensa familia bovina.
—Habría sido casi perfecto si, además, no hubiera tenido tanto rechazo al progreso, al que juraba no tener nada que agradecer. Sería en su terreno, claro.
—Pues no lo digas con sorna, Miguel, porque para él, y en «su terreno», en lo único que se hubiera visto beneficiado era con los ordeñadores mecánicos y él se tenía jurado que jamás pondría sobre sus vacas tan abominables artilugios.
—Eso decía, sí —afirmó Inés—. Y es que él vivía para sus animales, mientras que sus vecinos se servían de ellos, como le gustaba decir.
—Y sin embargo, se sabía respetado. Eso sí, sin tener demasiado claro si era por bueno o por loco —rió Miguel—. En el pueblo los había así de considerados.
—¿No podéis hablar de algo en lo que pueda yo meter baza? —se impacientó Diana.
Daba lo mismo de lo que hablaran, en el fondo los tres sabían que ya nada sería igual aquella ni ninguna otra navidad; el recuerdo de su tío estaba muy bien porque lo habían querido mucho, pero no dejaba de ser un paliativo para suavizar la verdadera ausencia. De todo lo evocado y de mucho más habían hablado con su padre la navidad anterior y eso sí que era duro de sobrellevar.
—Qué modesto era papá; si cuando hablaba de su hermano todo eran elogios, cuando lo hacía de sí mismo mostraba una gran timidez —aseguró Miguel—. En este sentido, tú y yo, Inés, hemos tenido más suerte que nuestra adorable y pequeña Diana.
—Sí, y os envidio. Pero también a mí me contó cosas que no os había contado a vosotros. Lo sé porque por aquellos días no estabais ninguno de los dos en casa.
—Nos lo pudo contar en otro momento.
—Qué más da, Inés, deja que la chiquilla disfrute también sus mieles.
—¡No soy ninguna chiquilla! —hizo Diana que se enfadaba—. Pues eso, vosotros no estabais un día que fuimos al cine y luego me llevó a cenar. Mientras cenábamos me contó un encuentro que había tenido de niño con un señor de Madrid recién llegado al pueblo; el hombre le pidió que fuera su guía para conocer algunos aspectos del pueblo y papá estaba encantado de la vida. Seguramente, mientras lo acompañaba, el madrileño debió de interesarse por lo que le habían traído los Reyes y a papá se le escapó su decepción: «Pediles una bicicleta y trajéronme unos alpargates...» Al parecer, el hombre había insistido tanto que a papá le dio la impresión de que había ido al pueblo para saber si él también había disfrutado de su noche mágica. Luego le dio mucha vergüenza recordar que se había quejado ante aquel caballero tan elegante y distinguido.
—¿Se supo quién era el forastero? —preguntó Inés.
—Sí, claro, era descendiente de otro ilustre hijo del pueblo... Descendiente indirecto del muy ilustre político y escritor del siglo XVIII español. A quien, por cierto, socialmente no le fue mucho mejor que a nuestro tío Gonzalo, por lo que sé de él —por un momento, Diana se sintió  encantada de verse más informada que sus hermanos—. A partir de aquel día, el visitante volvió mucho por el pueblo, incluso siendo ya papá un joven casadero. Otra de las cosas que también me contó, protagonizada por él mismo, podría haber sido del tío perfectamente; fue en uno de los  últimos viajes que el madrileño hizo al pueblo, pidió a papá que lo acompañara al ayuntamiento y antes de llegar se encontraron con el alcalde. «A verte iba», dijo el tal Gaspar. Le presentó al hermano de uno de los mejores hijos del pueblo, «por si no lo sabía», y animó a papá a que aprovechara la ocasión de tener al alcalde delante para decirle lo que considerase oportuno. Nuestro queridísimo padre, que también se las traía, rechazó la oferta muy educadamente con el argumento de que él a los políticos no les decía nada a la cara porque luego se pasaban la vida justificándose y no sabía qué era peor. Que él prefería ponerlos verdes a sus espaldas, como hacía todo el mundo.
—Sin duda que eran hermanos el tío Gonzalo y él —rieron los tres. Lo suyo era una risa cargada de nostalgia, de un dolor que no sabían cómo ahuyentar.
—Papá me dijo —continuó Diana—, que cuando el hombre le preguntó por la casa donde vivía, él sintió vergüenza al mostrársela; el madrileño, que lo había advertido, comentó que era un  hermoso y envidiable lugar.
—Ciertamente —confirmó Inés—. Como que ni sé lo que daría hoy por poderme hacer una casa allí.
—¡Anda que yo!, que ni siquiera lo caté —se quejó Diana.
—Pues allí naciste —recalcó su hermana.
—Lo que son las cosas —dijo Miguel—, cuando éramos pobres vivíamos rodeados de naturaleza y ahora ni forrados podríamos disponer de todo lo que entonces disfrutamos. O sea, que fuimos unos privilegiados sin tener la menor conciencia de ello sólo porque la finca no era nuestra.
—Y lo que a nosotros debía importarnos eso del concepto propiedad —volvió Inés.
¿Pero quién era el hombre? —se impacientaba la pequeña.
—Según papá, un señor muy influyente de Madrid que prometía mejorar la vida del pueblo —explicó Miguel—. Y que le decepcionó mucho cuando dijo que se llamaba Gaspar. «Qué pena, mi rey es Melchor». A lo que el hombre guiñó un ojo, como dando a entender la buena sintonía que había entre los tres Magos. De hecho, no pasó mucho tiempo hasta que vieron los caminos asfaltados y algunos postes de luz. Hay regalos y regalos y estos aspectos no eran de los peores. Lo bueno es que su antepasado del siglo XVIII también se llamaba Gaspar. Y algo más. Este sí que fue un hombre extraordinario, por eso el descendiente lo admiraba y deseaba imitar.
Hasta papá se dio cuenta de que había heredado sus mejores cualidades, según confesión propia —continuó Inés—. Ya sabéis cuánto le gustaba leer a papá; eso que le debe al seminario.
—¿Estuvo? —preguntó Diana—. Ahora entiendo alguna de las cosas que me contaba.
—¿Por ejemplo? —preguntó Miguel.
—Una de cuando era adolescentes...
—Sí que los fichaban jóvenes.
—En el mejor momento de moldearlos. A ver si creéis que la intelectualidad eclesial es tonta.
—¿Puedo seguir, hermanita? Pues eso, que había quedado con un amigo para visitar una cueva y papá no se presentó. Cuando el otro seminarista se quejó de haberle esperado toda la mañana —aclaro que fue un verano que estaban de vacaciones —, papá se defendió con el argumento de que había ido a confesarse. «¿A confesarte?» Sí, de lo que hicimos ayer en la tienda. Y los otros días, claro. «Ah, entonces también tendré que ir yo». No, no vayas, dijo papá, que lo que se roba no se perdona hasta que no se devuelva. «¡Ostras! ¿Y entonces qué pasa con todos los pastelillos de coco que nos hemos comido?»
—Qué tristeza —suspiró Inés—, ya nunca más le oiremos contarnos sus cosas. Ya de nada podremos hablar con él.
—Pues lo hablamos con mamá —dijo Diana.
—¡No!, que nos corta el rollo —exclamaron los mayores—. Preferimos recordarlo con emoción y cariño, no con llantos y teatro. Que la vemos muy capaz de reprocharnos que a ella no la vamos a añorar tanto. Me niego a sufrir con el recuerdo de los que hemos amado, y menos con el de papá.
—Ahí tienes razón, pequeñina.
—¡No vuelvas a llamarme así, Miguelón de los...!
—Quien sufrió la muerte de papá fue Luisa —terció Inés para zanjar la pantomima de riña en que estaban deseando enzarzarse sus dos hermanos menores—. Estoy por jurar que nunca se atrevió a confesarse que estaba enamorada de él.
—Yo lo he creído siempre —dijo Miguel. Y no solo porque durante el funeral me dijo que ni cuando murió su hermano había llorado tanto.
—Siempre hemos querido a esa mujer, ¿verdad? —aseguró más que preguntó Inés—. A mí ninguna amiga de mamá me gustó tanto como ella.
—Ni a mí —confirmó Diana—. Nunca nunca, porque nadie tiene el carácter tan maravilloso que tiene ella. Su buen humor...
—Por cierto, por cierto —interrumpió Miguel—, cómo es posible que no os lo haya dicho aún, resulta que Luisa es sobrina del forastero de Madrid.
—Será forastero aquí.
—De acuerdo, de acuerdo, pequeñurria. Sobrina de la mujer del madrileño, exactamente. Me ha hablado tantas veces de él que no comprendo cómo no lo he recordado antes. Pero sí, con parientes ilustres o sin ellos, será difícil que haya entre los suyos alguien tan estupendo como nuestra querida Luisa.
—Y no la hemos vuelto a ver desde el funeral de papá —lamentó Inés—. ¿Os dais cuenta?
—Vosotros no, porque estáis lejos. Pero yo la veo muchas veces. Está muy delicada, ha pegado un buen bajón; cuesta reconocerla, la verdad. Pero esto hay que remediarlo, sin duda.
—Qué pena que no contagiara su carácter a mamá —lamentó Miguel.
—Y, sin embargo, se llevaban muy bien, eran buenas amigas —aseguró Inés—. Cuántas veces me contó alguna de las conversaciones que tenía con su marido cuando los dos matrimonios eran jóvenes.
—¿Lo de las noches de tormenta?
—Anda, cuéntalo tú, hija.
—Gracias, Inés, aunque quienes lo vivisteis fuisteis vosotros, me encanta a mí recordarlo. Ya sabéis el miedo que mamá ha tenido siempre al trueno, al viento, a la lluvia... Como Luisa y su marido también lo sabían, le solía decir él que fuera a dormir con su amiga para que se le quitara el miedo. «Bueno, pero cuando llegue el marido que se levante ella», decía Luisa.
—No os rías tan fuerte, que se va a mosquear mamá. Precisamente hoy —advirtió Miguel.
—Pues incluso hoy, Luisa evocaría esos recuerdos con alegría —dijo Inés.
—Y con una sonrisa de oreja a oreja —confirmó Diana— Un cumpleaños de papá le regalé una máquina de fotos y ella, que estaba en casa, le pidió que le hiciera una y que la sacara guapa. «Pero, ¿hay material?» Ya sabéis cómo era él también. Y cómo se reía Luisa; sólo intuyendo algo que se lleva dentro se podían gastar bromas así. Qué buenas personas eran, la verdad.
—Sí. A mí nunca se me pasó por alto la sonrisa amplificada de una discreta felicidad de los dos cuando estábamos muchos en casa y se hacían sitio en el sofá. Guapa no será, pero encantadora como ella sola, y eso es mucho mejor que guapa.
—Mira que papá también, ir a morirse en Navidad... —lamentó Miguel.
—¿Y tú? Que fuiste a nacer en Viernes Santo...
—Pero no todos los viernes santos lo celebro —hizo Inés que se disculpaba—. Además, tampoco nosotros estamos celebrando la muerte de papá.
—Pero es lo que pensará mamá si nos oye reír.
—Lo pensaría igual si nos viera llorando, Diana; parece mentira que no la conozcas. Y, por si fuera poco, estamos oyendo música.
—Esto no es música, es zarzuela —ilustró Inés—. Alma de dios, nada menos. ¿Es que no es encantador ese gracias ajimustivi, de la carrasposita? Un encanto de obra, la verdad. Y veréis cuando llegue eso de Adiós, chimenea por dentro.
—Adiós, cara sartén —aportó Miguel—. Así es como debemos recordar a papá, es verdad, con todo lo que a él le gustaba y con los mejores recuerdos que tengamos de él.
—Yo guardo tantos y tan bonitos. Casi tantos como vosotros. Y de toda nuestra infancia.
—¿Sí? Espero que no recuerdes esto, nanita. Me refiero a un día que volvía de la playa y te encontré sentada en las escaleras del Ayuntamiento, tan sucia y tiznada como Pipá, que apenas me atrevía a preguntarte qué hacías allí. Para colmo, se me acercó un municipal y me preguntó si te conocía. Sí, es mi vecina, dije yo de la vergüenza que me dio.
—Otro día me pegó un vecino, el zapatero, ¿recuerdas, fanfarrón? Se va a enterar este, dijiste tó chulo. Cuando llegas donde él le preguntas si había pegado a su hermana. «Sí, ¿qué pasa?», contesta el otro con toda su bocaza. «No, que por qué le ha pegado tan fuerte».
—Cuesta verte acojonado, la verdad —reía Inés.
—¿Qué os decía?, ahí está mama —anunció Diana señalando la silueta que se acercaba.
—Ay, Dios mío —dijo cayendo de golpe sobre el sofá—. Dios mío, lo que ha ido a pasar hoy. Hoy precisamente.
—¡¿Qué pasa mamá!? —preguntaron los tres al verla tan desencajada.
—Ha muerto Luisa.
Llevaron a su madre a la habitación y la instalaron en la cama. Nunca fue tan bien comprendida como en ese momento. Incapaces de pronunciar palabra, sólo podían comunicarse con la mirada, y una única idea: Justo al año de papá.
Una vez solos compartieron la idea que estuvo rondando por la cabeza de los tres. Sólo quedaba  hablar con los hijos, de ellos dependía que la madre de unos y el padre de otros se volvieran a encontrar. Lo comprendieran o no, no hubo oposición a que parte de sus cenizas quedaran para siempre unidas. Que los que no se pudieron amar en el tiempo que les tocó vivir pudieran amarse en la eternidad.
A la pregunta de Diana sobre dónde se iban a depositar, la respuesta fue obvia: Donde habían sido felices. A su casta manera, pero felices: En el pueblo que don Gaspar, tío de la amada Luisa ayudó a mejorar. Digno descendiente del no menos digno don Gaspar Melchor de Jovellanos.

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