lunes, 2 de octubre de 2017

Liverpool Song



Viena. 14 de junio de 2016.
Franz Leisser entró al portal de su vivienda, abrió el buzón y recogió la correspondencia. Entre ella, una carta le llamó la atención. Buscó al remitente. La abrió, la leyó por encima y la guardó en el cajón del escritorio, junto a unas partituras y un pasaporte caducado. Solo prestó importancia a la fecha de la citación: veintiuno de junio de dos mil dieciséis. El escudo del Ministerio de Asuntos Exteriores cubano que venía en el sobre fue el causante de muchas noches en vela. Solo una pregunta le rondaba por la cabeza: ¿por qué ahora? Veinte años es mucho tiempo.
La Habana. Diciembre de 1996.
Chico Puertas miró a través de la ventana. Había empezado a llover. Se mesó el cabello y se puso el gabán. Llenó de comida y de agua los platitos del gato. Apagó la luz del salón y salió sin mirar atrás. Cerró con llave lentamente e inspiró hondo. En la calle, sintió el frío. Era de noche y la lluvia llenaba los charcos de pompas. Se levantó el cuello del gabán y puso rumbo al Oporto, el club de la calle 54. El trayecto le llevó apenas veinte minutos. Acarició la funda de la Epiphone Les Paul Ultra III y recordó que no había cambiado el tercer bordón, aunque le  consoló del olvido el convencimiento de que todavía resistiría una actuación más. Al doblar la esquina de la 53, vislumbró la cola para acceder al club.
—Perdón, dejen pasar. Disculpe, señora.
Guzmán, el portero, que rondaba los cincuenta años aunque su aspecto fuese el de un treintañero, hizo una especie de mueca al abrirle la puerta.
—Parece que esta noche esto va a  estar a reventar. Ya te puedes lucir, Chico. —Gracias, Guzmán. Eres muy amable. Luego te doy esas entradas que me pediste para el Ballet Nacional de San Petersburgo.
—Disculpe, ¿es usted Chico Puertas? —quien preguntaba era una joven que lo miraba fijamente.
—¿Quién es?  —le preguntó a Waldo.
—La llaman Liverpool. Es la nueva corista.
La Habana. Septiembre de 1997.
        El club estaba a rebosar. El ambiente era ruidoso. Waldo dio la bienvenida a los asistentes y presentó a los miembros de la orquesta, uno por uno. La misma rutina de siempre. My way fue la primera canción del repertorio. Algunos clientes alzaron sus voces intentando acoplarlas a la música. Pasaron las horas. Al fondo, ajeno a todo cuanto le rodeaba, un hombre vestido de negro observaba la actuación. Chico lo vio en cuanto entró al local. No miraba fijamente, pero sabía que les observaba, especialmente a Liverpool. Cuando ella se dio cuenta, la voz se le quebró en el escenario, en medio de una canción. Se quedó de pie, asustada, sus grandes ojos inundados. Al acabar la canción, Chico, con un gesto de la cabeza, le indicó que se fuese a bambalinas. Liverpool, con una sonrisa en los labios que ya era mueca, abandonó el escenario instada por la determinante indicación de Chico, que pudo oler el miedo que aquel hombre causaba en la joven. Por un instante, Chico olvidó el suyo. Se decía para sus adentros: «No pasa nada. No va a pasar nada». Pero sí sucedió. Al acabar la actuación, el hombre de negro insistió en que la niña Liverpool debía de acompañarlo a comisaría. 
        —Usted —dijo, dirigiéndose a Chico—, no ponga impedimentos o se viene con nosotros también. Usted tiene solicitado un pasaporte nuevo, ¿es cierto? No querrá ningún contratiempo en el trámite, ¿verdad? Soy el inspector Flores, de la DIIE.
Buenos Aires. Septiembre de 2011.
        El joven Darío no sabía mucho de jardinería, pero dos veces por semana se encargaba del mantenimiento del jardín familiar, y una vez al mes recortaba la enredadera que iba adueñándose de la fachada de la casa. Su madre, Súgar Ortiz, le dejó la semanada sobre la encimera de la cocina. Apenas coincidían, Súgar tenía demasiado trabajo en la ONG en la que colaboraba como psicóloga. Pero ese día, que tenía libre, esperó a Darío en la cocina.
—Mi amor, tengo que hablar contigo. Verás, llevo meses dándole vueltas a la cabeza y creo que es una pena que malgastes tu talento y tu vida quedándote conmigo. Yo cada vez tengo mayores ocupaciones laborales y apenas nos vemos. En La Habana trabajé con un extraordinario compositor y pianista. Este hombre era una promesa pero, por unas circunstancias que no vienen al  caso, tuvo que abandonar lo que más amaba en su vida. Yo, a raíz de aquello, dejé la Habana y vine a Argentina. Ambos perdimos mucho entonces. Ya ves que no eres el único que tienes secretos.  Tú creías que el tuyo estaba a buen recaudo. Sé que estas tomando clases de música. Verás, me han ofrecido la oportunidad de que puedas estudiar y perfeccionar esta afición. A través de un antiguo amigo, Waldo, que imparte clases en el conservatorio de La Habana, sé que hay unas becas para jóvenes de ascendencia cubana. He hablado con él y te hemos matriculado. Te harás pasar por sobrino suyo y te llamarás Waldo Ortiz. Serán, en un principio, tres años. Cinco, si decides acabar la enseñanza superior, que es lo que duran los estudios del conservatorio.
Dos semanas después,  Darío dejaba atrás un Buenos Aires que lo consumía y partía rumbo a La Habana.
La Habana. Diciembre de 2014.
Los tres primeros años pasaron muy rápido. Al principio le costó adaptarse. Una tarde, mientras paseaba por el Malecón, un compañero de estudios lo invitó a unirse a ellos. Cuatro jóvenes formaban una especie de trova callejera.
—Nos falta un saxo bueno. Venga, Waldo, no seas tímido. Venga, solo un par de canciones.
Se dejó convencer y las dos canciones  se convirtieron en varias horas de música. Al acabar la actuación, un hombre se le acercó, llamándole por el nombre de Chico.
— Disculpe, señor. Debe de confundirse, me llamo Waldo. Waldo Ortiz.
—Sí, me habré confundido, eres muy  joven —dijo el desconocido—. Uno es mayor, y esta maldita cabeza me juega malas pasadas de vez en cuando. Me llamo Guzmán Velasco. ¿Puedo invitarte a una copa? Hace mucho que no escucho tanto talento. ¿Sabes que tienes un don, muchacho? Tocas con un sentimiento que solo antes había visto en un hombre que fue amigo mío.
Waldo se sonrojó.
—Gracias. Será porque he tenido un gran maestro. Estudio en el conservatorio de aquí.
        —Conozco a  tu profesor.
Guzmán le habló de la niña Liverpool, del joven Chico Puertas. De las noches de esplendor del Oporto, que llegó a ser considerado el mejor club de toda La Habana.
—¿Sabes que tu profesor, Waldo, formó parte de aquel grupo de tocados por la gracia divina? Ven a casa. Nos tomamos la última copa y te enseño algunas fotografías y recuerdos que guardo de aquella época.
Waldo quedó sorprendido por la decoración de la vivienda de Guzmán, en la Habana vieja. Su piso, un segundo en la calle Alameda de Paula, evocaba una paz que a Waldo le hacía sentirse bien. Se acercó a la vieja gramola. Buscó entre los singles y eligió uno titulado Liverpool song. El corazón le dio un vuelco cuando reconoció a una mujer en la foto de la portada.
—¿Quién es esta chica? —le preguntó a Guzmán.
—Es la niña Liverpool —contestó—. Aunque su verdadero nombre era Súgar. Es guapa, ¿verdad? Desapareció una noche y no se volvió a saber más de ella. Era la novia de Chico. Se iban a casar. Esta canción la compuso para ella.
—¿Qué sucedió? —quiso saber Waldo.
—Un problema con el Departamento de Inmigración. Al parecer, un inspector de la DIIE estaba enamorado de ella. Al no verse correspondido, amenazó con deportarla a su país. Cerró el Oporto. Alegó que allí se trapicheaba con alcohol y que trabajaban varios inmigrantes ilegales. A Chico se le acusó de tener amistades americanas.
Guzmán volvió a llenar los vasos de ron  y salieron al balcón.
—Cierra los ojos, Waldo. Quiero mostrarte algo. ¿Lo sientes?
El rumor del mar y la música llegaban a sus sentidos de un modo especial. Cuando abrió los ojos, una nueva sensación se acopló a las de antes. Pudo contemplar la puesta de sol más bella del mundo.
—¿Puedo llevarme el single? Se lo devolveré cuando le haga una copia.
Waldo escuchó aquella canción varias veces. No se cansaba de oírla. ¿Dónde la había escuchado antes? Y lo recordó. Era la voz de su madre cuando la tarareaba para que él se durmiera.
Embajada de Cuba en Viena. 21 de junio de 2016.
Franz llegó caminando. Le gustaba pasear a primera hora de la mañana. Cariacontecido, miró por la ventana de la sala de espera, pero solo contempló la pared de ladrillo blanco del edificio de enfrente. Intentó calmar sus nervios. Lo recibió el secretario a cargo de asuntos consulares, el señor Vizcaíno. La Habana regresaba a su vida en pequeños flashes difusos en su memoria.
—Por eso lo anoto todo, señor secretario. Palabra por palabra, frase por frase, todo aquí, en esta libreta de color azul. Lo tengo que anotar para cuando llegue el día en que ignore quién soy. Abrió una página al azar y leyó:
«¿Sabes una cosa, Chico? Si yo pudiera elegir dónde vivir, a dónde viajar, sin dudarlo sería en el Transiberiano o cualquier otro tren de largo recorrido, le comentó una noche, la niña Liverpool. Estaba tumbada en la chaise longue, con la cabeza apoyada en la ventana, mirándole sentado al Steinway interpretando la canción que le estaba componiendo. Liverpool song. Así la tituló. Sus dedos volaban por el teclado. Aquella canción y su melodía eran mágicas. Sentía como sus notas y su letra hacían creer a Liverpool que, por fin, lograría cumplir sus sueños».
Franz devuelve a Vizcaíno el pasaporte con el visado que recibió junto a la carta el pasado 14. Le autorizaba a pisar suelo cubano con motivo de la actuación de la Filarmónica de Viena, de la que es asesor cultural.
—Mírelo como un acercamiento del gobierno cubano, hacia usted, camarada Chico,  sobre todo ahora que ese pasado del que rehúsa va a regresar a su vida.
—¿Qué ha querido decir, señor secretario? ¿Qué queda de aquel pasado en el que me vi obligado a abandonar mi país, como un apestado en vida? Entonces no se preocuparon por mí, y hoy, soy yo quien no necesita a mi patria. Viena me acogió, en Viena he sido feliz. Me llamo Franz Leisser, señor secretario. Chico Puertas es pasado. Murió en La Habana, la noche en que Flores le obligó a tomar aquella decisión. —Se levanta de su asiento y sale de aquel despacho.
Franz llega al conservatorio. El joven bedel le abre la puerta.
—Buenos días, señor. ¿Todo bien?
Franz tarda un instante en responderle. Aun tiembla, a pesar de que hace rato que abandonó la embajada. Una sensación extraña le acompaña desde que salió de casa. Los edificios que divisa desde su despacho, erigidos orgullosos de rozar el cielo, le contemplan altivos. Las fachadas parecen estar pintadas en acuarela, le causan la sensación de que se van a diluir en escasos segundos. Apenas pasan coches, solo algunas personas, cuyas siluetas parecen estar absorbidas por la inmensidad de los edificios.
Tocan a la puerta del despacho. Entran dos personas. Yuri, el subdirector, acompañado de un muchacho bastante joven. Cierran la puerta tras de sí. Apenas ha tenido tiempo de guardar el vaso en el cajón del escritorio. Cree que no se han dado cuenta. Levanta la cabeza y conduce su mirada hasta la de Yuri que, como de costumbre, le reprocha sus actos. Franz le responde, asegura que aquella será la última copa que tomará jamás. Yuri le da un dossier a la vez que presenta al joven.
        —Este es Waldo Ortiz. Viene con una recomendación del Ministerio de Cultura de Cuba. Dicen que es una joven promesa a la que hay que terminar de pulir. Ahora, con la política de apertura de Castro, los jóvenes talentos pueden perfeccionar sus conocimientos en entidades de prestigio. Él quiere aprender contigo.
        Waldo le tiende la mano. Franz, la rechaza.
         —¿Qué instrumento toca usted?
         —Saxofón. —Contesta Waldo.
         —Improvise algo. Este será su examen de acceso. Me da lo mismo  quién lo apadrine. Si creo que no tiene la calidad suficiente para estudiar en mi conservatorio, regresará a su país de origen. ¿Lo ha entendido? Sígame.
        Los tres salen del despacho y se dirigen al aula de ensayo. Una vez allí, Franz Leisser se acerca a un alumno que tomaba sus clases.
        —¿Me permite usted su instrumento?
        Es domingo. Franz recorre la Inner Stadt dando un paseo. Llega hasta la catedral de San Esteban, sitio que sirve de partida y finalización de cuantos visitan Viena, cuando le llega una suave melodía, algunos turistas fotografían el monumento en todo su esplendor. Entonces reconoce a Waldo, que estaba tocando el saxofón junto a otros jóvenes. Un japonés al chelo, un francés al violín y un español a la guitarra. Un viejo piano está cerrado, sin que nadie lo toque. Ninguno de ellos se conocía, pero la música los ha unido. Waldo les reparte una partitura. A la de tres, empiezan a tocar. Pero Franz los detiene en seco. Su tez se ha vuelto blanca de repente. Se acerca a ellos sorteando los charcos. Mira al cielo y sabe que volverá a llover, quizás por eso se apresura. Franz se aproxima al piano. Levanta la tapa y, marcando el ritmo con la mano izquierda, da la señal de comenzar.
—Espere, director. Tenga la partitura.
        Pero a Franz no le hace falta. Conforme van tocando, el público aumenta. Al acabar la canción Franz se levanta. Hace una reverencia y aplaude en dirección a los jóvenes. Todos se miran extrañados sin comprender nada. Franz Leisser se acerca a Waldo. Le pregunta por qué esa canción. Waldo le responde.
        —El mundo se merece esta canción. Mi verdadero nombre es Darío Ortiz.
        Franz lo abraza con lágrimas en los ojos y le dice:
        —El mío es Chico. Chico Puertas.





Juan Antonio Marín Rodríguez (Quebec. Montreal, 1969). Ha vivido en Quebec, Barcelona, Alicante y desde hace 28 años reside, en Rioja (Almería). Administrativo de profesión y escritor de vocación. El bar de los amantes pésimos es su primera novela publicada, aunque no es la única que ha escrito. Recientemente ha terminado La lentitud del caracol y está sumergido en la escritura de su tercera novela Las iguanas bailan tango.

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