lunes, 11 de septiembre de 2017

Ovación y vuelta al ruedo, de Eva María Medina



En una sala fría, un hombre serio, con bata y guantes blancos, observa a una serpiente con la cabeza machacada. El hombre pone música clásica. Coloca al reptil en una posición ventrodorsal y, con un bisturí, hace una incisión desde el cuello a la cloaca. Suda. Suda mucho. Frente, cejas… Con la manga de la bata, se quita el sudor. No dañaré ningún órgano, piensa. Con pinzas y tijeras, separa piel y músculos. Lo hace con mimo, casi con cariño. Al terminar, admira su trabajo. Limpia la mesa y coloca una lámina de corcho del tamaño del animal. Encima de la lámina sitúa el cadáver. Coge unos alfileres gruesos y pincha la piel, uniéndola al corcho. Despacio, con paciencia; siguiendo el curso de aquel cuerpo alargado. Primero, el lado izquierdo; después, el derecho. Al concluir, hace unas fotografías. Apaga la música y enciende una videocámara. Comienza la grabación. Expone las características del ofidio, añadiendo que ese ejemplar les llegó con la cabeza machacada. «Normalmente mueren por causas naturales.» Señala los órganos. «La tráquea», dice, «está formada por anillos cartilaginosos incompletos, su porción ventral es rígida y el extremo dorsal es de naturaleza membranosa.» Fija la vista en el pulmón derecho. Lo exhibe. «Casi abarca todo el cuerpo.» Secreciones, mucosidad, un color blanquecino demasiado rojo. Mira a la cámara y habla de ello. Problemas respiratorios, piensa. Señala el izquierdo, más pequeño, diciendo que el funcional es el derecho. No así en el resto de reptiles. Con las pinzas mueve el corazón, mostrando ventrículo y aurículas. «Esta movilidad», indica luego, «facilita el paso de la presa por el esófago». Se imagina cómo esa telilla tan fina se dilata y por ahí pasan ratones, sapos, pájaros… Una digestión que puede durar días, incluso meses. Señala el tubo digestivo; de la boca a la cloaca. Explica que el jugo gástrico de las serpientes, al tener un pH muy ácido, le permite digerir los huesos de sus presas. Con las pinzas palpa el estómago, que tiene aire dentro. Se fija en unos puntos blancos, posibles parásitos, y hemorragias. Más golpes, piensa. «No hay cuerpos de grasa. Está muy debajo de su peso. El hígado parece sano.» Sitúa la vesícula biliar junto al páncreas y el bazo. Muestra dos riñones lobulados. Al dar con los ovarios, comenta que es hembra y explica las diferencias. Añade algo sobre los intestinos y se despide. 


Apaga la videocámara. Se enjuga el sudor y pone la música. Cierra los ojos. Los arpegios lo envuelven. Se quita los guantes y se acerca al reptil. Palpa los anillos cartilaginosos de la tráquea. Tan flexible, tan elástica. La rodea con los dedos y se ríe, mostrando unos dientes pequeños. Luego, hinca sus uñas y aprieta. De un tirón, la arranca. Se lleva un extremo a la boca y, con los dedos ligeramente arqueados, toca. Allegretto. Tres por cuatro. Laa sol si la sol si laaaaa sool fa sol fa mi reeeee… Cuando se cansa, tira la tráquea al suelo y escruta el cadáver. Coge las pinzas que mueve como si dirigiese una orquesta. Detiene el brazo y, fijándose en la víctima, lo extiende como si blandiera una espada. Clava las pinzas en el hígado. Una y otra vez, hasta despedazarlo. Quedan trozos pegados a sus dedos que se limpia con el trapo. La melodía le deprime. Hay que seguir, seguir… Ahora agarra… las tijeras y trocea la vena cava. Se excita. Imposible parar. Mete los dedos en el estómago. Acaricia las paredes musculares. Aplasta con los nudillos la vesícula biliar, ese saco verde que le repugna. Extirpa ovarios, riñones, páncreas y bazo. Luego, taconea sobre las masas viscosas con zapatos grandes y negros. Oye los aplausos. Escucha los oles, que braman. Se debe a su público. Coge los instrumentos. En la mano izquierda, las tijeras; en la derecha, el bisturí. Acerca las manos y alza los codos. Se sitúa frente al animal. Con los pies juntos inclina el cuerpo hacia un lado, da un salto, y clava tijeras y bisturí en el tubo digestivo. Aplauden, gritan. Saluda a la afición. Sujeta el trapo por la espalda con ambas manos, da medio giro, y lo levanta deslizándolo por el lomo de la serpiente. ¡Ole! El hombre se pone de rodillas con el trapo extendido sobre el suelo. Lo alza pasándolo de izquierda a derecha sobre la cabeza del reptil. ¡Ole, ole! Se levanta y saluda. Gritan su nombre, lo quieren. Mientras remata una verónica, sabe que no puede retardarlo más. Coge el bisturí y se concentra. Mira a la serpiente. Le corre un sudor frío. El estoque de muerte. Se lo debe. A su público. Se lo debe. Segundos, apenas unos segundos, y el hombre atraviesa el corazón del animal y lo extrae. Oye los vítores, las ovaciones. Se pasea por la sala empuñando el bisturí con el corazón ensartado. La multitud agita pañuelos blancos. El presidente otorga la lengua. El hombre abre la boca aporreada de la serpiente, estira la lengua del reptil y le da un tijeretazo. Rodea la mesa de zinc alzando la lengua bífida. El público brama. Le tiran claveles, tangas rojos, negros, que coge y huele mientras piensa en la próxima disección.



Eva María Medina (Madrid, 1971) es licenciada en Filología Inglesa por la Universidad Complutense de Madrid. Sus cuentos han sido publicados en revistas literarias, españolas y latinoamericanas, y en diversas antologías. Relojes muertos (Playa de Ákaba, 2015) es su primera novela.
                                                                                                                           

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