lunes, 19 de junio de 2017

La Misa de Gallo, de Dolores Estal



En la calle olía a invierno. Algunas estelas de humo se elevaban por encima y por detrás de las caravanas y de las tiendas. Era el 24 de Diciembre y La colonia bullía de gente. Los niños, ataviados con gorros y bufandas de lana, cantaban antiguos villancicos ajenos al frío y a las nostálgicas miradas de los más ancianos que se perdían en otras navidades, al parecer, irrecuperables en los tiempos actuales.
En una de las caravanas, Isabel ayudaba a su iaia a reciclar lo que en su día fueron cortinas. Metros y metros de tela que servirían para hacerle varias camisas el iaio y alguna que otra prenda a la niña. En un apartado rincón, en el interior del viejo baúl, se amontonaban otros trapos, éstos, ya inservibles  para cualquier uso que no fuera el de enjugar las futuras menstruaciones de Isabelita.
Iaia, cuéntame otra vez el cuento de la travesía de Manu y Sandra —pidió Isabel a su abuela.
—Isabel, sabes que solo me gusta contarte cuentos cuando caminamos por el campo.
—Ya…, pero hasta la primavera no podremos subir al barranco. Y me aburro. Aún falta mucho para que venga la feria.
La abuela, se levantó pesadamente de su silla y,  con un gesto, la invitó a recoger las telas. El abuelo no llegaría hasta una hora más tarde y el reparto de la cesta no se llevaría a cabo hasta la hora del Ángelus. En la colonia, la gente iba a lo suyo, y lo suyo era: no intervenir en la vida de los demás. Así que, en voz muy bajita, una vez más, la iaia se dispuso a retroceder en el tiempo evocando unos días que, aun cercanos, parecían tan remotos como los de los primeros cristianos, allá en tierras ocupadas por el imperio de Roma.
—Eran los tiempos en que reinaba la luz en la tierra. Manu y Sandra vivían felices en su casita, en un barrio cercano al hospital en el que Sandra atendía a los niños deficientes que acudían a su consulta… —comenzó a relatar la iaia.
—Iban acompañados de sus papás, en busca de nuevas terapias que atenuaran en alguna medida sus carencias —interrumpió la niña que sabía la historia de memoria.
—Sí, en efecto. Sandra investigaba los efectos que las nuevas terapias surtían en el desarrollo cognitivo de aquellos niñitos. Cuando ella les hablaba, éstos sonreían, o lo intentaban, pues no todos podían hacerlo. Se mostraban tranquilos en presencia de Sandra porque era un ser excepcional. Ella deseaba tener un niñito, pero no podía concebirlo de Manu.
—Y entonces decidió recurrir a la Ciencia que ella tan bien conocía —se adelantó Isabel.
—Manu, por aquellos días se dedicaba al diseño de muebles. Lo hacía muy bien y le llovían los contratos. Con sus respectivos trabajos se permitían llevar una vida bastante desahogada. Viajaban mucho. En uno de aquellos viajes, Sandra se sometió a una inseminación con el fin de poder alcanzar su sueño de ser mamá.
—Pero no lo tuvieron fácil, ¿verdad que no, iaia?
—No, Isabelita. A las pocas semanas, el hospital retiró a Sandra de sus investigaciones. El trabajo de Manu aún les permitiría seguir con su ritmo habitual de vida durante algún tiempo. Pero el futuro no se presentaba nada halagüeño. No obstante, nunca desistieron. Lucharon para que el hospital recuperara los recursos que permitieran a Sandra seguir con su de investigación, pero todo fue en vano. Los recursos se iban para otro lado.
—Y la luz sobre la tierra se fue apagando poco a poco…
—Nunca se apagó del todo. Quienes lo intentaron jamás pudieron alcanzar su objetivo. Hay cosas que no se pueden comprar ni con todo el oro del mundo, Isabelita. Y aquella batalla por la posesión de la luz la ganaron los débiles. Los fuertes no pudieron apagar jamás el calor del sol ni el reflejo de la luna. Aunque sí se erigieron en dueños y señores de los beneficios que su transformación proporcionaba.
—Iaia, ¿el iaio nos acompañará esta noche a la Misa del Gallo? –preguntó Isabelita cambiando de tema.
—Claro. Irá toda la colonia. El alcalde ya nos dijo ayer que este año el Oficio iba a ser especial. «Vendrá un invitado de peso» fueron sus palabras. Los últimos años las navidades han sido muy tristes y desde la Oficina de la Comunidad van a hacer lo posible para que se recupere aquel espíritu navideño de antaño. Aquel en el que las personas vestían sus mejores deseos y desnudaban sus rencores dejándolos en suspenso hasta unas semanas más tarde.
—¿Será eso posible, Iaia? ¿Sería posible que Manu y Sandra regresaran de aquel exilio y retomaran su antigua vida? —la niña ansiaba el momento en que «la normalidad» volviera a las calles. Era un deseo compartido por todos pero silenciado, igualmente, por todos.
—Yo no llegaré a verlo, pero estoy segura de que volverán los días de la luz. Ya seguiremos con el cuento en otro momento, Isabelita. Ahora debemos arreglar la caravana. Ve a jugar a la calle con los otros niños.
Isabel ayudó a su abuela a poner en orden los pocos enseres que constituían el ajuar y se marchó a la calle. Faltaba poco para La hora del Ángelus. Aquella era la establecida por los servicios sociales para repartir la comida a las diferentes colonias que proliferaron en la periferia de las ciudades. En la cesta ese día contarían con una pastilla de turrón y unos mazapanes. A los abuelos de Isabel tan solo les darían la ración de la niña. Ellos se conformarían con los panecillos y las sardinas. Quizá, si todo iba como aseguraban desde la megafonía de la oficina municipal, al año siguiente compartieran algo más que las sardinas y los panecillos. ¡Le hacía tanta ilusión a la iaia elaborar alguno de aquellos manjares que tanto gustaban al iaio!  Pero aquello era cuando las navidades se celebran en el interior de las casas de ladrillo; con la familia alrededor de la mesa; cuando el rey de todos los ciudadanos ofrecía un discurso que solo unos pocos se tomaban en serio, mientras otros muchos lo veían como uno más de los gags humorísticos de los espectáculos que se emitían en la Noche Buena. Porque entonces aquella noche sí que era Buena; las de ahora eran tan solo una imitación. No obstante, la nueva generación las disfrutaba al máximo. Solo unos pocos nostálgicos con la edad suficiente para recordar antiguas festividades con sus correspondientes misas y ágapes, eran conscientes de lo manipulado de las navidades actuales, y asistían a los Oficios tan solo porque era lo que se esperaba de ellos.
A medida que se acercaba la media noche, los vecinos de la colonia se iban preparando para iniciar el recorrido hacia el centro, hacia la iglesia adjudicada al distrito. Los niños, delante de la comitiva portando pequeños cirios aún apagados, candelillas cuyas mechas no prenderían hasta la señal convenida. Detrás, en procesión, los hombres a un lado, con el uniforme de sus respectivos gremios. Las mujeres ocuparían la otra fila, todas ataviadas con negra mantilla, todas ellas con las caras limpias de maquillaje, todas con el reflejo de la castidad en sus rostros. Las  embarazadas ocuparían el centro de la procesión, entre los hombres y las mujeres. Ellas serían sin duda las protagonistas de la noche. A ellas se dirigirían los sermones vinculados a las antiguas leyendas. Sus gestaciones recibirían las bendiciones correspondientes y, una vez finalizados los cánticos y aleluyas, las vírgenes adolescentes, se postrarían ante los cuerpos hinchados de las gestantes. A ellas rendirían pleitesía y a ellas se someterían hasta el alumbramiento.
A las doce en punto de la noche, el Oficiante pediría silencio absoluto. Era el momento esperado por los más pequeños. De pronto, el tañido de campanas daría la firme estocada a ese silencio. Llegaba el instante en que los cirios y candelillas prendían todos al mismo tiempo. Isabel sonreía satisfecha entre los otros niños. Un brillo especial iluminaba sus ojos y con gran alegría desfilaba ante el altar, en busca de su preciado tesoro. Primero comulgarían los pequeños, y después les seguirían en orden los adolescentes, las mujeres adultas y los hombres. Las embarazadas no lo harían. En la Noche Buena no les era permitido. Sí participarían, sin embargo, del abrazo del Oficiante y del más alto dignatario eclesiástico, invitado de honor a la ceremonia y cuya presencia constituía todo un privilegio.
La iaia, con semblante triste, contemplaba el regocijo en Isabelita, pero se sentía incapaz de compartir su alegría. El iaio, con más rabia que tristeza en su rostro, disimuladamente contemplaba también, pero no a la niña, sino a su esposa. Por más que lo intentaba no podía seguir aquel juego. Muy a su pesar se había convertido en una de aquellas piezas del tablero. Solo le quedaba apretar los puños y tragarse su rabia.
El Oficiante del ritual lo sabía. Y también contemplaba con gran interés los rostros de los adultos. Adivinando los pensamientos de cada uno de ellos.  En algún momento de la ceremonia su mirada se cruzó con la del iaio. No era la primera vez que éstas se cruzaban. No hacía muchos años, aquel hombre, hoy envejecido por el orgullo reprimido, le hacía frente dialécticamente desde un inmerecido escaño. El asunto de la mujer científica y su pareja diseñadora ocupaba las páginas de los diarios. La concepción, así como la relación amorosa entre las dos mujeres atentaban contra todas las leyes naturales. Había que impedir aquella abominación. Pero habría que hacerlo sin dañar la vida del futuro ser que se desarrollaba en el interior de aquel cuerpo entregado al vicio y a las malas artes. Urgía la detención de Sandra y Manuela antes de que el bebé naciera. Había que actuar deprisa, pero con cautela para no tener a la prensa internacional metiendo las narices en el asunto.
La ceremonia llegaba a su fin. Poco a poco, los asistentes fueron abandonando la iglesia. El abuelo fue el último en hacerlo. Animó a su mujer a que se adelantara hacia la caravana. «Ve para allá, que yo te alcanzaré enseguida» le dijo. La mujer obedeció preocupada y sumisa. Como cada año, su marido esperaba a que saliera el último de los fieles; aún le quedaba un poco de aquel orgullo del que fue despojado y que le permitía volverse de espaldas al gentío de la calle y mirar de frente a aquel Oficiante ataviado con túnica bordada con hilos de oro y plata. Observaba cada uno de sus movimientos al recoger los sagrados elementos. El Oficiante se sabía observado y se complacía en ello. Lentamente limpiaba la copa sagrada, hacía las genuflexiones correspondientes y se volvía hacia el hombre empequeñecido ante el quicio de la gran puerta. Tan solo quedaba iluminado en el interior el espacio reservado al altar.
Un último cruce de miradas y un recuerdo compartido: la persecución solapada de Sandra y Manuela. El exilio de éstas hacia países todavía no contaminados con el despropósito; la casita de madera en aquel pueblecito de alta montaña, en la que Sandra alumbró a Isabel con ayuda de la iaia y de la matrona venida desde el otro lado de la antigua frontera. Abuelo y Oficiante recordaban que de eso se cumplían hoy, exactamente a estas horas, los nueve años. Ambos revivían el momento en el que la matrona, una vez cortado el cordón umbilical de la niña, se retiró para realizar una llamada telefónica desde su móvil. «Voy a llamar a casa para avisarles de que no tardaré en llegar» Le dijo a Manuela. Cuando al cabo de una hora, llegaron los hombres del gobierno, las tres mujeres comprendieron a quién había llamado en realidad la matrona. «La urdimbre tejida por la araña siempre tuvo un alcance infinito» dijo la iaia dirigiéndose a los hombres. Estos hicieron oídos sordos al comentario de la abuela. Presentaron unos papeles a las mujeres en los que se les obligaba a salir del país y dejar a la niña a cargo de los servicios sociales. Manu y la abuela se abalanzaron sobre ellos pero todo fue en vano. Fueron reducidas sin dificultad. La ley así lo dictaminaba. Podían emprender un largo camino judicial, pero no contaban con los recursos económicos necesarios para iniciar el primero de los pasos. Las tasas solo estaban al alcance de aquellos que no necesitaban recurrir a las  leyes porque, precisamente ellos, eran quienes las elaboraban. Pero el gobierno era tan coherente y sus normas tan benévolas con quienes las desobedecían, que estaban dispuestos a que la niña se criara con los abuelos. Por supuesto, bajo la atenta supervisión de los miembros de la Oficina de la Comunidad y del Oficiante correspondiente.
Las mamás de Isabel se rindieron ante esta benévola oferta del gobierno. Asumieron su exilio lejos de su familia y de la niña por la que lucharían desde la distancia. En la madrugada del día de Reyes partieron hacia el país vecino. La iaia y el iaio volvieron a su casa de la costa; él a la serrería que proveía a la multinacional del mueble, y ella, como antaño, a sus labores. En cuestión de un par de años, su casa, como la de tantos otros, sería precintada y puesta a disposición del poder financiero. Más tarde, y gracias a las ayudas estatales, les fue concedida una caravana donde instalarse en las afueras de la ciudad. Lejos de la playa y lejos de la montaña. Ambos núcleos pertenecían ya a las élites, así como los centros de las grandes ciudades donde se preservaba la cultura y los bienes de interés arquitectónico.
Llegaba el momento de volver a la colonia. El abuelo, a modo de despedida, dedicó una última e irónica sonrisa al Oficiante. Éste, no supo cómo interpretarla y, preocupado por ella, en la seguridad de que ocultaba un último mensaje, desapareció dejando en el silencio aquel altar presidido por los símbolos sagrados: A la derecha del altar, un gran mural con el perfil de la gran hoz sobre fondo azul; a la izquierda, en otro gran mural, el de un águila imperial sobre fondo rojo; y en el centro, presidiendo el altar, esmaltado en oro el símbolo de la banca mundial: Ave y herramienta en el interior de una gran moneda de oro… tres personas distintas y un solo dios verdadero.
—¡Iaio, mira qué bonito!
En la calle, los fuegos artificiales cegaban el resplandor de las estrellas robándoles protagonismo en la noche. La gente era feliz. Cantaban y bailaban, y la mayoría daba gracias a Dios por vivir en un país cuyos dirigentes velaban por el bienestar de sus ciudadanos. Lejos quedaban los días del abuso, del consumo innecesario y de las falsas libertades.
En una de las caravanas, la iaia observaba desde lejos los destellos de colores en el cielo cuando vio la silueta del marido dibujada en el camino de entrada a la colonia.
—¿Y la niña? —preguntó la mujer.
—La dejé con sus amigos para que disfrutara un poco más de la fiesta. Tranquila mujer que está bien vigilada. No le pasará nada. Vendrá con los padres de los otros niños.— Por cierto… En primavera, comenzaremos la educación de Isabelita.
La mujer también sonrió. Besó a su marido en la frente y se dispuso a ordenar los trapos del baúl del rincón, aquellos que ya no se podían reciclar. Bien ocultos entre el forro de unos abrigos viejos, acarició las páginas de aquellos libros. No eran muchos, desde luego; algo de Jesús de Nazaret, Sartre, Sampedro… pero, en lo alto del monte, en uno de los voladizos del pico con nombre de diente, se encontraba el gran tesoro. Pacientemente esperaba de nuevo la visita de la familia de Sandra y Manuela. Allí, juntos, en el interior de la cueva, en una esquina de la oquedad, lo suficientemente adentrados lejos de cualquier incidencia forestal que las abrasara, se abrazaban las palabras de los dioses antiguos: Tales de Mileto, Sócrates, Engels, Nietzsche, Volney, Ortega y Gasset … Y en un pequeño nicho bien custodiados, los apuntes recopilados por Rosa sobre las mujeres silenciadas; Diotima, Hipatia, la mística Teresa, Simone de Beauvoir, la Camps y la Zambrano, Ouka Leele, Ana Mª Matute…
Iaia, ya estoy aquí. ¿Has visto los fuegos? —  eufórica.
—Claro que sí, Isabelita. Y ahora, como ya hemos asistido a la misa del gallo y hemos cumplido con nuestras obligaciones como ciudadanos, vamos a celebrar tu cumpleaños como a nosotras y al iaio nos gusta celebrarlo.
—¡Bien! —dijo susurrando su emoción—, en secreto, en voz baja, y mirando a las estrellas a través de la ventana de la caravana —La niña estaba acostumbrada a que sus cumpleaños se celebraran en la intimidad del aquel hogar después de la misa del gallo. Ahora esperaba su regalo, aquel que no podría compartir, de momento, con sus amigas.
—Hoy, dedicaremos unos minutos a los poetas —susurró el iaio antes de comenzar a leer la vida y obra del hortelano—. Nació en un pueblecito de Alicante, llamado Orihuela. En 1910…

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