lunes, 22 de mayo de 2017

Nochebuena de color, de Francisco Bautista Gutierrez



La soledad no es más que una maldición para la gente mayor y así es como me siento hoy cuando faltan solo unos días para estas fiestas que de una u otra manera revolucionan a todo el mundo. Unas fiestas que este año voy a pasar sólo, cierto que en parte es porque así lo deseo, pero también porque mi estado de ánimos entre apático y triste no  me aconseja otra opción.
Hace dos años que vivo mi soledad como buenamente puedo, sujetándome a los recuerdos y a mi hija aunque  viva lejos de esta ciudad en la que paso el tiempo esperando el día en que pueda reunirme con mi compañera, porque aunque suceda como a mi vida, que el matrimonio se encontrase agotado, estoy ansioso por cerrar los ojos y acercarme a ella, dejar atrás este mundo en el que hasta los muebles parece que me miran con una especie de acusadora desesperanza.
Cae el velo silencioso de la noche, la luz empieza a dormirse y solo me  llega a mí el reflejo de las farolas de la calle, mientras mi mirada recorre la casa vacía, silenciosa y triste con la única alegría depositada en el teléfono por la esperanza de una llamada que mitigue mi pena y del libro que me invita a que coja las gafas para entrar en sus páginas y olvidar la impuesta soledad, a pesar de que la desease en aquellas ocasiones, en las que como una triste pareja de ancianos discutíamos más que nada para mantenernos en forma.
Pero no cojo el libro, salgo a la oscuridad y camino hacia el puerto deportivo, allí busco mi pequeño bote, abandonado hace muchos meses y en el que me subo no con poca dificultad. No me cruzo con nadie en el camino, no invita la noche para andar paseando y menos aún para caminar solitario por las calles absurdas y monótonas.
Arranco como buenamente puedo el motor  para poner proa a la oscuridad, a la noche que con un inmenso silencio me mira desconcertada, grande como el miedo observa el barco que sin luces navega en tinieblas con el ruido acompasado del pequeño motor, a tientas entre las olas vacilando como un ciego o como yo, quizás ansioso por encontrar una salida a ésta congoja que me oprime y que poco a poco va desapareciendo, sabiendo que me va a llegar el sueño eterno.
Una ligera desesperanza me embarga cuando mis recuerdos se marchan lejos y veo a mi hija con mi pequeña nieta a la que no podré contar mis historias de marinero errante, a mi hija con ella en brazos preocupada por no coger el teléfono que se encuentra al lado del libro y que dejará el sonido en suspenso hasta que nuevamente marque los números.
Un mar denso con todo oscuridad y mudo como un paisaje de la muerte habita a sus anchas y se encuentra ante mí, me acaricia en la soledad que me rodea al haberse detenido el motor al haberse agotado la gasolina.
—Creo que pronto estaremos juntos…. —escucho mi voz.
Desde que nacemos estamos escorados en peligro de hundirnos al volcar la barca de la vida, como le sucede ahora a mi bote.
—Pero bueno….
Unas manos se han sujetado a la borda y hacen que ésta se incline cada vez mas hasta que sobre ella, aparece ante mí un rostro tembloroso.
—Ayúdeme por favor.
—¿Quién eres?...
—Ayuda…
—¿Qué  haces aquí…? —le digo mientras me desplomo al otro lado tratando de que el bote se mantenga derecho.
—No puedo más.
—Pero que haces aquí?...—repito—.
—Por favor……mi lancha se ha hundido.
—¿Qué lancha?
—Déjeme subir a su barco.
—Claro…sube.
Con gran esfuerzo e intentando que la barca no vuelque el hombre sube para arrodillarse ante mí.
—¿Qué haces? —coge mis manos e intenta besarlas.
—Gracias señor…..ya no podía mas…Alá le ha puesto en mi camino para ayudarme.
—Bueno, poco puedo ayudarte, yo estoy a la deriva.
—Pero esto es fuerte y mi lancha era de juguete…
La luna se encendía y apagaba tras alguna nube por lo que apenas pude observar al hombre que se había sentado en una bancada del bote tiritando de frío.
—¿De dónde eres? ¿Qué haces aquí?
—De Sudáfrica.
—Un poco lejos.
—Sí, llevo mucho tiempo caminando hasta la costa, luego di mi dinero a un hombre que me dio la lancha para cruzar el Estrecho, tengo que llegar a tu país y trabajar y traerme a mi familia, allí corren muchos peligros.
—Yo no puedo ayudarte.
—Lléveme a tierra por favor.
—No voy a tierra…—le digo al hombre que se acerca a mí para clavar sus ojos en los míos.
—Tú…tú no puedes hacer eso.
—¿Sabrás tú lo que puedo o no hacer?....—le respondo con superioridad.
—Yo he estudiado y conozco a las personas, no se tus razones, mi pueblo tiene una cultura diferente a la tuya, pero veo en tus ojos que no quieres vivir y eso no es bueno.
—No me queda nada…sabes, va a ser Navidad y estoy sólo.
—¿No tienes hijos?
—Sí, y nieta pero están lejos.
—Mas lo está mi familia y tú debes lealtad a ellos.
—Será mejor que descanses y sigas, la costa no está lejos.
—Yo no puedo quedarte aquí.
—Si te quedas conmigo te expones a que te descubran y te manden de nuevo a tu país.
—Ser civilizados es bueno y ser incivilizado es malo y yo soy bueno.
Calla el viento y se aquieta el agua, la luna abandona el refugio de las nubes y puedo apreciar el rostro del joven que ante mi sigue temblando mientras unas gotas de agua resbalan por su negro rostro, duro pero firme en su deseo de no abandonarme.
—Está bien, lo mío puede esperar, pero tú tienes que luchar, eres joven.
—Tú eres bueno, tu Dios te lo premiará.
—Mi Dios está dormido a estas horas.
—No digas eso, Él siempre está presente.
—Alomejor el tuyo.
—Son iguales, lo mismo, yo creo en Alá como modo de vida, no como religión, es una forma de saber hacer lo correcto.
—Ya…
—Sí, yo estudié, tenía trabajo, ganaba dinero y mi mujer y mi hijo eran felices, pero no pude soportar que mataran a mi padre.
—¿Por qué?
—Por error…estaba en la calle, se vio dentro de una manifestación, le detuvieron y cuando fui para que le soltaran, me dieron un frasco con su mano dentro de alcohol, el resto le habían enterrado.
—Sois unos salvajes,..
—No somos tan diferentes, el mundo se está haciendo más moderno, pero siempre hay gente que estorba.
Le doy los remos mientras me acerco a la borda para recibir el salivazo de desprecio del agua enfadada por no haber logrado una víctima. El hombre rema hacia la costa a la que llegamos cuando aún no ha amanecido.
—Yo me voy, gracias.
—Pero dónde vas a ir criatura…..Ven a mi casa y te pones ropa seca, así no vas a llegar a ningún lado.
Me resulta extraño sentir el ruido del calentador del agua, puede parecer simple pero los pequeños destellos son lo que llenan la vida y el ruido me hace recordar los tiempos en los que vivíamos todos. Tranquilizo a mi hija con palabras que suenan a verdad, con la escusa de un teléfono olvidado en el coche.
—Yo me voy a marchar.
—No hombre no, te vas a quedar aquí hasta que te recuperes, al menos la Nochebuena no la pasaremos solos los dos, el próximo año Dios dirá pero este nos comeremos el pavo juntos.
—Tú eres bueno.
—Egoísta, lo que soy es un viejo egoísta.
*
Parece mentira que haya pasado un año, el árbol, abandonado en el trastero luce de nuevo en la esquina de la casa.
Fátima se acerca a mí que permanezco con los ojos cerrados y pone una manta sobre mi cuerpo al mismo tiempo que le ordena a su hijo que permanezca en silencio para respetar mi sueño.
—Te hemos despertado…—me dice cuando abro los ojos.
—No, ni Fátima ni tu ni Hamed me habéis despertado.
—¿Quieres algo? —me dice cogiendo mi mano.
—Que adornes el árbol…—le respondo— antes de que regrese Mohamed y quiera hacerlo él, ya sabes lo patoso que es…—le digo sonriendo.
—Sí que es verdad… lo adornaré antes que regrese.
El niño se ha acercado a mí subiéndose a mis piernas hojeando el libro que tengo.
—Hamed deja en paz…
—Déjalo mujer a mi no me molesta.

*

Espero a mi hija, a mi nieta y a su marido para que pasen estas Navidades, ella sabe de la historia de Mohamed, de la de él y de la de su familia que trajo con un contrato de trabajo firmado por mí, la conoce y como me sucede a mi están agradecidos de que vivan conmigo y me cuiden, de que se hayan convertido en la prolongación de mi familia…la que esta Nochebuena compartirá nuestra mesa.



Francisco Bautista Gutierrez

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