lunes, 29 de mayo de 2017

Milagro de Navidad, de Rufina López Hernández

Amanece un intenso día de frío y nieve en Montni, un pueblecito del norte con apenas unos cien habitantes.

Las cortas y empinadas calles del lugar  se hallan vacías. Un gélido aire penetra en los caseríos por entre las rendijas  de los fuertes ventanales de madera  y traspasa el quicio de los férreos portones. En  el interior, los leños rojos arden en el lar expandiendo calor por todo el amplio habitáculo.

Julio, octogenario anciano, se levanta portando sobre sus espaldas una manta recia para contrarrestar las avenidas de intrusos aires fríos.  Reaviva el fuego de la chimenea agitando el mangual, acción cotidiana previa a la preparación del antiguo puchero con café, último vestigio del ajuar de su lejanísima boda, que calentará su estómago, primero, y el de su esposa, enferma, que permanece aún en la cama. La mujer, día a día, ha ido perdiendo  salud y su organismo se ha negado a vivir con el frío que le calaba hasta los huesos, por la angustiosa soledad y, principalmente, por la pérdida del único hijo que  Dios le había concedido. Era toda su ilusión y el motivo que alentaba su existencia. Desde su venida al mundo, al pequeño nunca le faltó cariño, apoyo, entrega y todos los bienes materiales  que precisaba, sin escatimar en nada.

El destino le jugó una maldita pasada el día en que salió  a dar pasto a sus animales al campo, extensas praderas rodeadas de altas montañas nevadas. Un repentino alud, provocado por un fuerte vendaval, enterró su cuerpo  haciéndole desaparecer como si se lo hubiera tragado la nívea montaña. Vanos fueron los intentos que se hicieron por encontrarlo. Alejandro, tal era su nombre, dejó en sus padres un hueco irreemplazable. Adela y Julio, con la pérdida del hijo, con la falta de salud y cargados de años intentaron sobrevivir muertos en vida y angustiados por la ausencia de su ser más querido.



2

En Perpignan, al sur de Francia,  vivía un matrimonio joven de clase acomodada. Habitaban una vivienda de bella estructura que habían adquirido con mucho sacrificio. La mujer, Lidia, trabajaba de enfermera  en el hospital de la ciudad. Su marido, Sergio, consiguió en el mismo centro sanitario el puesto de conserje. La vida les sonreía a la pareja.  Sergio, al que le gustaban mucho los niños, deseaba  ser padre, y transmitió a Lidia su deseo.  Ambos decidieron ampliar la familia. Lidia quedó pronto embarazada. Todo era ilusión y alegría esperando  la llegada del retoño. Pero un desgraciado día el director del hospital citó a Sergio a su despacho para comunicarle que, sintiéndolo mucho, debía cesar en su trabajo, debido a ciertos recortes originados  necesariamente por la falta de ingresos. Él era de los últimos en entrar, por tanto, le tocaba ser de los primeros en salir. Se fue desolado. Cuando llegó su mujer lo encontró llorando y hundido. Al contarle lo que había sucedido en el trabajo, se quedó helada. No esperaba tan triste noticia. 

—¿Qué haremos ahora? –preguntó—. Con mi sueldo no podremos darle lo necesario al bebé que esperamos ni podemos afrontar los pagos  de la  costosa hipoteca.

Sergio se rehízo.

—No te preocupes, cariño, pues a partir de mañana me dedicaré a buscar trabajo como un loco.  Confía en  que algo saldrá.

Pero toda esperanza quedó fallida. Ni al día siguiente ni en  muchos más pudo conseguir trabajo. Pasaron varios meses y las reservas y recursos  se agotaron. Cada vez iba más en aumento el desaliento y la tristeza de la joven pareja. Lidia se deshacía en llanto. En su estado de buena esperanza apenas podía alimentarse como debía, el banco les había amenazado con quitarles su confortable vivienda si no hacían efectivas las tres mensualidades pendientes de pago, dándoles un mes de plazo para proceder al desahucio.

—Los bancos no tienen corazón –comentó a su marido.

Los días siguientes todavía fueron peores. Sergio  seguía sin trabajo pese a sus denodados esfuerzos por encontrarlo y por su mente  pasaban pensamientos atroces. El sufrimiento abrumó tanto a Lidia que tuvo una amenaza de aborto, teniendo que ingresar en el hospital con la orden del médico de que guardara absoluto reposo hasta que él le ordenara otra cosa.

Un nuevo problema se añadió a los ya existentes cuando los regentes del hospital aprovecharon los días de baja para  cesarla en su empleo por reajuste de personal, según indicaba la carta certificada que recibió Sergio en su domicilio. Sergio quedó petrificado, la sangre se le paralizó en el cuerpo, no podía respirar, tenía grandes  dolores de pecho, la cabeza estaba a punto de estallarle. Como pudo, se dejó caer en la cama desvanecido. No supo  cuánto tiempo permaneció en ese estado. Al recuperarse, no sabía  qué había sucedido, no podía creer que fuera cierta tanta desgracia. Y ¿cómo se lo diría a su mujer? ¡Qué tragedia! Deseó morirse. Era la única solución que atisbó.



3

Adela y Julio permanecían sentados junto al fuego de la chimenea en cómodas mecedoras. Se sentían protegidos en su hermosa casa, hablaban de lo bien que les iba la vida económicamente pues eran dueños de inmensos terrenos de cultivo cuyo arrendamiento les proporciona muy buenos beneficios. En definitiva, era un matrimonio muy bien acomodado y habían ahorrado mucho dinero con la ilusión de que a su hijo no le faltara de nada, pero el destino  truncó sus ilusiones. Se lamentaban de su soledad mientras veían la televisión, la única distracción  de que disponían. En una de las cadenas estaban pasando un programa en el que los contertulios hablaban de lo mal  que lo estaban atravesando muchas familias por la falta de trabajo, familias  sin techo donde albergarse con sus hijos, sin comida que echarse a las bocas. Todo eran lamentaciones,  llantos y desesperación.

La visualización de tanto padecimiento  impactó a Julio y Adela tocando las fibras de sus corazones marchitos por el dolor, diciéndose uno a otra que  aquellas personas  vivían en situación extrema, en tanto que ellos no carecían de nada.

Adela propuso a su esposo acoger a una de esas familias. Solventarían sus muchos problemas, tendrían alimento y alojamiento y, ya de paso, les harían compañía en su vejez.

—Nuestra casa es amplia —decía—. Nos sobran habitaciones. Además,  nos ayudarán en las faenas caseras. Lo que pensábamos dar a nuestros nietos, bien pueden recibirlo otros niños desamparados.

Julio movió la cabeza mostrando cierto desconcierto.

—¿Y si nos traen muchos problemas? –comentó—. No lo podríamos soportar.

Adela insistió.

—Tenemos que correr el riesgo. En todas las decisiones nos podemos equivocar y nos exponemos a que todo salga de forma distinta como nos gustaría. Piensa que haríamos una buena obra de caridad. Somos cristianos y Dios nos ayudará para que todo salga bien. Ahora llega  Navidad y podríamos pasarla acompañados y hacer feliz a una familia. Así que mañana llamaremos a ese programa para decir que queremos acoger a una familia.



4

Sergio, todavía aturdido, se encaminó al hospital a ver a su mujer Lidia, como todos los días. No sabía cómo presentarse ante ella para que no se percatara de su desesperación.

—¿Cómo estás hoy? –le dijo dándole un beso.

—Un poco mejor —contestó la doliente—. El futuro es lo que más me preocupa.

Sergio permaneció  en  silencio, serio y con la cara demacrada.

—¿Qué te sucede, cariño? Tienes mala cara y te veo muy pensativo. ¿Hay novedades?

—De momento, no –mintió—. Estoy cansado, pero no te preocupes. Presiento que algo bueno nos va a ocurrir y verás como todo se arregla. Tú piensa sólo en recuperarte del todo.

Salió del hospital con el corazón encogido por haber mentido, por  no haber tenido valor para decirle la verdad. Claro que no era otro el motivo que el de no hacerle padecer aún más de lo que padecía. Entró en su casa como un autómata. Se echó en el sofá cuan largo era y no paraba de preguntarse por el incierto seguro de su mujer y de su hijo que estaba al llegar.

Encendió el televisor porque la cabeza quería estallarle  y por ver si podía ahuyentar, al menos durante un tiempo, los fantasmas de su cerebro.

El destino y la Divina Providencia, que tantas veces  nos ayudan,  quisieron  que en ese momento estuvieran pasando un debate sobre los desahucios de viviendas, la alta tasa de parados y de cómo podían  solucionarse con la acogida de familias en casas de matrimonios que vivían solos. Había abierta una línea telefónica para que entrasen  las personas que ofrecían su casa y  los que la necesitaban. En ese momento llamó Adela que ya se había puesto de acuerdo con el programa. Sergio creyó que se le presentaba el milagro que le podía salvar. Llamó inmediatamente al programa y se puso en contacto con Adela que lo trató  muy cariñosamente diciéndole que  cuando quisieran podían tomar posesión de su casa situada en Montni, en los Pirineos. Tendrían espacio suficiente. Tan pronto como Sergio oyó el nombre del pueblo sufrió un vuelco todo su cuerpo, pues le recordaba algún hecho importante en su vida. No hizo, sin embargo, mucho caso, porque la alegría de la solución a sus  problemas  era mucho mayor.

Al día siguiente, cuando fue a ver a Lidia, su cara resplandeciente denotaba un estado de ánimo  fenomenal, lo que sorprendió enormemente a su esposa, acostumbrada a ver en su cara una tristeza desconsoladora.

—No puedo creer que vengas tan radiante de felicidad –le dijo Lidia.

—Pues créetelo –respondió Sergio besándola con manifiesta ternura. Tengo que darte una gran noticia que solucionará todos nuestros problemas. ¿Estás preparada?

—Para lo bueno siempre estoy dispuesta.

—Pues ahí va. He encontrado trabajo, casa y familia. Es como un milagro, un gran golpe de suerte. Tendremos que cambiar de pueblo, pero no importa  si estamos juntos y se nos ofrece todo lo que nuestro hijo va a necesitar.

La cara de Lidia iba adquiriendo nuevos aires de tranquila felicidad.

—Yo también tengo novedades para ti— dijo Lidia—. El doctor me ha dado el alta y dice que nuestro bebé está en perfectas condiciones y que nacerá sin problemas.

Un río de cariño apretó sus cuerpos fundidos en  inacabable  abrazo. Las lágrimas brotaron al instante y fueron evaporándose entre caricias, arrumacos y susurros de tierno amor.

Regresaron a su casa y empezaron los preparativos para iniciar un viaje ilusionado, ilusión que se cebó, igualmente en Julio y Adela  que les esperaban como el maná. Los dos ancianos prepararon la casa con esmero para que no les faltara de nada.

Iniciaron el viaje por el itinerario que  se les había anunciado. Según iba  avanzando el coche por las inmensas praderas de verde pasto rodeadas de altas montañas nevadas, Sergio, que no quitaba el ojo a paisaje tan bucólico, quiso recordar que ya antes lo había recorrido. Más aún, creía  que volvía a la casa donde pasara su niñez y juventud. Así se lo comunicó a Lidia.

—Todo esto es muy extraño. Es como si de pronto recordara estos hermosos lugares.

Lidia lo estrechó en sus brazos. Sergio quedó paralizado al observar tanta montaña nevada y su corazón latía arrítmicamente. Notaba cómo le faltaba la respiración, sentía temblar de temor, se ahogaba. Continuaban los dos cuerpos fundidos en tierno abrazo.

—¿Qué te ocurre, cariño? –Lidia  le acarició la cabeza—. Ni que hubieras visto un fantasma.

—Esto es increíble –musitó el marido.

El cerebro de Sergio ardía. A punto de desmayarse, acudió a su mente el aluvión de nieve  en el que se vio envuelto rodando montaña abajo, asfixiándose y perdiendo la conciencia hasta que unos alpinistas lo rescataron  inmóvil, paralizado por el frío. De camino al hospital, abrió los ojos. No conocía a nadie de los que le conducían al centro de salud donde fue atendido durante varios meses. La amnesia bloqueó su mente, borrando toda su historia. Como un neonato, en el hospital empezaron  a llamarle Sergio y éste fue el nombre que empezó a pronunciar cuando encontró el primer trabajo y al iniciar su relación amorosa con Lidia.

Lidia estaba absorta escuchando el relato de Sergio. Le parecía demasiado casual el giro que podían tomar sus vidas.

—Me llegan los recuerdos en cadena –pronunció Sergio— Yo no estoy solo en el mundo. Mis padres se llamaban Julio y Adela a los que vamos a ver. Su bondad y solidaridad con el mundo pueden alcanzar, ya lo creo, a la generosidad de compartir su casa y bienes con una familia  desfondada como la nuestra. No sé cómo van a reaccionar cuando me eche a sus brazos, pues ellos, aunque nunca me hayan olvidado, no saben nada de mí, salvo que desaparecí asfixiado bajo la ingente montaña. Y más aún,Lidia, debo confesarte. Yo no soy Sergio, mi nombre de pila es Alejandro, por eso no esperan a su hijo, sino a una familia que sufre. Cuando me vean, deberemos actuar con mucho tacto, no sea que el reencuentro les cause alguna reacción deplorable. La sorpresa que van a recibir puede  afectarles negativamente para su salud, por su longevidad.

A duras penas, Lidia podía mantener la agitación.



5

Embargados de emoción se plantan delante de la bella casa que presenta una fachada digna de la más distinguida nobleza.

—Es preciosa, Alejandro, –afirma Lidia— Me gusta tu nuevo nombre.

—Bien sabes que no es nuevo –sonríe él—. Sergio ya no existe.

—El interior debe estar muy bien decorado —Lidia se enjuga las lágrimas de la cara y esgrime una bonita sonrisa encantadora.

Cada momento Alejandro percibe que los nervios se apoderan de todo su ser.

—Mis padres han sido, y supongo que seguirán siendo, ricos hacendados. Querían proporcionarme un futuro halagüeño. Cuando estaba en casa nada que deseara permitían que me faltara. Han debido sufrir mucho desde mi desaparición. Ahora les toca reencontrar la felicidad, pues se la merecen.

Lidia propuso a su esposo  pasar primeramente para preparar el terreno. Golpeó la puerta  tres veces seguidas asiendo el llamador broncíneo que representaba la cabeza de un águila perdicera en pleno vuelo. No tardó ni un minuto en abrirse la puerta y asomar el sonriente rostro del viejo Julio que abrazó con efusiva emoción a la chica. Dos pasos atrás, Adela pedía la vez para llenar de besos la cara de la recién llegada. La miró de arriba abajo con digna curiosidad y se emocionó al palpar el prominente vientre.

—¡Qué gran alegría, querida! –expresó con la voz entrecortada por la inesperada sorpresa—. Esa criatura colmará esta triste casa en otra mucho más alegre. Y seguro que podrá aminorar nuestra pena por la pérdida de nuestro hijo. Será el vigoroso báculo de nuestra vejez, ¿verdad, Julio?

El viejo Julio asintió sollozando.

Lidia estaba que no cabía de gozo por el magnífico recibimiento recibido. Jamás hubiera soñado algo así.

—No sabemos lo que el destino nos tiene reservado, madre, —anunció Lidia—. ¿Me permite que le considere mi madre?

—Claro, hija, ¿qué más podría yo desear?

—¿Cree usted, madre, en los milagros?

—Sí, hija, pero el que yo quisiera que se produjese es imposible. Hace ya tanto tiempo… que he perdido toda esperanza. Por cierto, con tanto hablar se me ha olvidado preguntarte por tu marido. Habrá venido contigo, ¿no? Estoy deseando conocerlo y abriros las puertas de mi casa. Seréis los nuevos hijos que Dios me manda y nos daréis un nieto que rejuvenecerá  nuestras vidas.

No había terminado la última frase Adela cuando apareció la figura de un joven alto y bien parecido con una amplia y calurosa sonrisa. En un ambiente emocional, cruzaron las miradas el hijo  y sus padres incapaces de pronunciar palabra alguna. Julio y Adela no daban crédito a lo que estaba sucediendo, sus cansados  ojos le estarían jugando una mala pasada y les parecía imposible  tanto parecido del muchacho con su desaparecido hijo.

Alejandro se lanzó a los brazos de sus padres. Los tres formaban una piña, un racimo de amor, palabras cariñosas que brotaban de sus corazones revolucionados.

—¡Soy vuestro hijo! –dijo con la voz quebrada por la emoción—. Jamás pude sospechar que tendría esta sorpresa, aunque al traspasar las montañas nevadas mi corazón se agitó revolucionando mi mente que me anunciaba algún presagio embriagador.

Julio y Adela sólo acertaban a decir reiteradamente ¡no puede ser! ¡no puede ser!

—Ahora sí creo en los milagros –dijo Adela.

Lidia se unió al trío y abrió sus brazos para enlazarse con él.

—Esta Navidad –anunció Adela— será la más feliz de nuestra vida. Dios nos ha concedido dos hijos y un futuro nieto que llenará de felicidad nuestras vidas, ¿verdad, Julio?

El viejo no pudo contestar. Asintió con la cabeza y seguía llenando su cara de lágrimas de emoción.

Rufina López Hernández, nacida en Molina de Segura, puericultora, ha sido directora de Escuela Infantil hasta su jubilación. Ha publicado en diferentes medios de comunicación escrita, tanto prosa como poesía.
Otras aficiones que han jalonado su vida laboral son: uso de las nuevas tecnologías, amor y cuidado intensivo de los niños, lectura de autores clásicos y modernos, el cine, la música y algunos programas de la televisión, especialmente los que se relacionan con la sanidad, la educación y la cultura musical.
Con este relato ha querido contribuir al homenaje a una de las personas que han dedicado su vida al ejercicio y práctica de los valores de entrega a la familia, amor al prójimo y entereza en el fiel cumplimiento de las obligaciones cívicas.

1 comentario:

  1. Hermoso relato, Rufina, un bello cuento de Navidad. Sabía que escribías, pero no había tenido el gusto de leer nada tuyo. Eso de tener un marido escritor, te ponía a ti un paso por detrás de él. Pero ahora te veo a la misma altura. Ambos, sensacionales escritores; te pido perdón por haber tardado tanto en conocer esta hermosa cualidad de escribir. Enhorabuena.

    ResponderEliminar