lunes, 8 de mayo de 2017

Cuando fui abducido, de Mariano Sanz




Hasta aquellas navidades nunca creí en seres extraterrestres, a lo más que había llegado fue a imaginar los inventados por la fantasía humana, como los marcianos con los que Orson Welles le tomó el pelo a media humanidad. Mi tío Paquito, al que todo el mundo llamaba don Francisco en la notaría, pero que dada su exigua estatura continuó siendo Paquito para la familia durante toda su vida, me hizo conocer algunos rudimentos de Astronomía; en las noches de verano playero, cuando el cielo estaba limpio, enfocaba su telescopio hacia las estrellas y me las iba describiendo como si las conociera de toda la vida: esas agrupaciones de estrellas son las constelaciones que asombraron y llenaron de inquietud a los pueblos primitivos, ellos fueron los primeros que se preguntaron que era aquello tan lejano y qué relación podía tener con los humanos. Homero ya habla en La Odisea de Orión, La Osa, Las Pléyades y el Boyero, las cuatro constelaciones más importantes descubiertas hasta entonces. Hoy se conocen 88 de esas agrupaciones de estrellas que se unen mediante trazos imaginarios para formar un contorno de formas singulares. Esa es Sirio, esa la Estrella del Sur, allí está el Carro, la constelación de Alfa Centauro, La Vía Láctea, Virgo, Sagitario y Piscis. Las constelaciones ayudaban a reconocer las estrellas más luminosas, las que servían de orientación a los viajeros y a los navegantes; los primeros calendarios agrícolas y religiosos se elaboraron basados en ellas y se crearon mitos que las sacralizaron y las fijaron en la memoria de los pueblos. Ese fenómeno se llama cateterización. ¿Cómo? Sí, cateterización, son figuras mitológicas que han ascendido a los cielos y allí han de quedarse para siempre, ya sabes que la mitología da mucho de sí, una cosa parecida a Las Metamorfosis de Ovidio pero dibujadas en el firmamento. Son la Osa mayor, la Menor, El Arrodillado, La Corona, la Serpiente y otras muchas.  

Yo lo escuchaba boquiabierto, pensando que nunca llegaría a saberme todas aquellas constelaciones que tan familiares le resultaban al tío Paquito. En aquellos tiempos yo quería ser Ingeniero y estaba convencido de que todas las cosas tienen una razón de existir. Que responden a una serie de leyes inamovibles descubiertas por el hombre en su infinita sabiduría y con las que pretende domesticar a la Naturaleza como si fuesen el aro en llamas a través del cual los domadores del circo hacen saltar a los leones amaestrados. La contemplación de los espacios infinitos de la mano del tío Paquito, me hizo cambiar de opinión, aquello era demasiado inabarcable como para que unos pocos científicos de un diminuto planeta situado en el último rincón de una pequeña galaxia lo sometieran a unas leyes descubiertas apenas unos cuantos años atrás. Me acordé de Galileo, de la Inquisición y del tiempo que había sido necesario para que las ciencias adelantaran una barbaridad y el mundo siguiera más o menos lo mismo. Solo que Galileo estaba muerto y enterrado hacía muchos siglos.

¿Y más allá que hay, Paquito?, más estrellas, más soles, más agujeros negros, más galaxias, más mundos desconocidos. ¿Y más allá?, más de lo mismo. ¿Y más allá?, más. Entonces ¿cuándo se acaba el cielo?, ¿cuándo se llega al fin del Universo?, nunca, el Universo es infinito, cuando se acaba empieza de nuevo. Pues no lo entiendo. Ni yo.

Supongo que a Uds. les pasará lo mismo, no he conocido a nadie que entendiera medianamente bien el concepto de infinito, a lo mejor no tenemos las neuronas suficientes para ello, y a medida que avanzan los años peor, porque según parece, nos van quedando menos cada vez. Lo más parecido al infinito era la definición de eternidad con el que los Hermanos intentaban colonizar nuestras rebeldes cabezas: imaginad que un pájaro baja del cielo cada cien años y se lleva (nunca nos dijeron dónde) un grano de arena en el pico. Cuando ya no quede ni un grano de arena en la Tierra, se habrá acabado la eternidad. Hermano, ¿y la arena que está bajo los mares? Para entonces, muchacho, ya se habrán secado los mares. ¡Ah! 

Aún así, pensaba yo, por muchos años que la eternidad contenga, por muchos, muchos, viajes que el pájaro haga, acabará un día u otro con la arena, luego la eternidad no es infinita, no puede haber un conjunto infinito albergado en uno finito, la cabeza me echaba lumbre. Llegados a este punto, el Hermano, que no estaba por discutir sutilezas filosóficas con mocosos de once años, daba por terminada la clase y nos mandaba al recreo.

Años después descubrí que el hombre era capaz de crear otro infinito, aunque fuera doméstico: la Red, la famosa Red, y la Nube, que nadie comprende bien. Tenemos una ligera idea de cómo empezó el galimatías informático, pero nadie se atreve a conjeturar donde puede llegar, que cantidad ingente de información puede contener ni hasta que punto va a tener como objetivo que unos hombres manipulen a otros. Lo malo de crear monstruos es que adquieren vida propia y pueden escapar al control del creador, como el de Frankenstein, o como la humanidad misma, si hemos de creer a la Biblia. Al pueblo escogido le dio por adorar becerros en cuanto se le pusieron los asuntos difíciles.

La principal conclusión que saqué de mis charlas con Paquito era que la posibilidad de que existieran mundos habitados, además del nuestro, era altamente improbable, aunque no imposible. En cualquier caso, esos mundos imaginarios podían estar a tanta distancia de nosotros que, ni siquiera viajando a velocidades superiores a la de la luz –lo que en nuestros días es una entelequia— nos sería posible visitarlos a lo largo de una vida terrestre. Cualquier hombre agotaría la vida en el intento, solo sería posible el viaje si los cosmonautas se reprodujeran dentro de la nave y varias generaciones se sucedieran para cubrir el tiempo necesario; demasiada fantasía. Los miles de años luz de las distancias interestelares era un cálculo que me llenaba de niebla la cabeza y terminaba por dejar el tema para mejor ocasión.

Aquella noche volvía a casa después de la cena y la larga sobremesa con unos amigos. Acababan ya las fiestas navideñas y habíamos celebrado su final con la alegría impostada de gorritos de cartón y matasuegras. No soy a migo de fiestas ni celebraciones y esas «fechas entrañables» solo me proporcionaban una mezcla de hastío y nostalgia de mis tiempos infantiles. Los recuerdos y añoranzas a fecha fija nunca me han gustado. 

Cuando ante mi coche se detuvo la bola de fuego en medio de la carretera, pensé en todo menos en un fenómeno extraterrestre. Me había parecido verla tras de mi hacía ya rato, pero las curvas y los altibajos de la calzada la hacían desaparecer de vez en cuando, así que la atribuí a alguno de esos enormes camiones que parecen una feria ambulante con potentes luces por todos sitios, que me venía a la zaga. No le di mayor importancia, pero de pronto, la bola, el camión o lo que fuera, dio un salto, pasó sobre mi vehículo y se situó delante, avanzando a mí misma velocidad; me había pasado por encima con la misma facilidad con que un cervatillo salta sobre una rama diminuta.

Soy un hombre valiente, pero no temerario; como a todo el mundo, me asusta lo que no comprendo, y comenzaba a no comprender aquello. Reduje la velocidad hasta estar casi parado y la bola de fuego hizo lo propio. Empecé a ponerme nervioso y a imaginar toda clase de cosas, se trataba seguramente algún artilugio con el que unos chicos bromistas de pueblos cercanos tomaban el pelo a los que circulaban por aquella carretera, como esos cañones de laser de colores con los que importunan durante las campanadas en la Puerta del Sol. Era la noche de fin de año, momento muy apropiado para esa clase de bromas. O quizás se trataba de un pequeño globo aerostático iluminado de forma conveniente… todo eran elucubraciones, pero fuera lo que fuera aquel chisme, allí estaba, delante de mí. La luz comenzó a oscilar del rojo al violeta, pasando por el resto de colores del Arco Iris, con unos destellos intermitentes y de todos los colores del. Tate, me dije, una propaganda de los activistas del Orgullo Gay, y arranqué el coche de nuevo intentando acercarme a la luz. Pero fuera lo que fuera aquel artefacto, se elevó y avanzó a igual velocidad que mi coche, manteniéndose siempre a distancia constante delante de mí. A pocos kilómetros había un área de servicio y ya con cierta aprensión, decidí buscar refugio en ella con intención de encomendarme a los buenos oficios de los guardias de seguridad. Cuando aparqué en una de las solitarias zonas cubiertas, la bola de fuego se dejó caer en medio de un amplio jardín, en un silencio absoluto del que me apercibí cuando detuve el motor del coche. Fui a salir del vehículo pero no pude, las puertas estaban bloqueadas. Inútil forcejear con las cerraduras ni bajar las ventanillas, estaba atrapado. Comencé a ponerme nervioso y a tener miedo de verdad, considerando por primera vez que podía tratarse de un fenómeno paranormal, de un OVNI o vaya Ud. a saber, de alguna de aquellas fantasías de Iker Jiménez que tan infantiles me habían parecido siempre. Pensé en pedir auxilio por el teléfono móvil, pero el chisme estaba muerto. Entonces sí que me asusté de veras porque lo había tenido en carga toda la tarde, en previsión de que esa noche pudiera necesitarlo. En estas estaba cuando la luz de la bola se apagó dejándome ver el enorme objeto achatado, de un color metálico brillante, que la emitía. En un costado se abrió una especie de portón en absoluto silencio y, sin saber cómo, me encontré en un sillón parecido al de los barberos, en el interior de una enorme sala llena de instrumentos con lucecitas de todos los colores que se encendían y apagaban continuamente. Pensé que los tripulantes de la nave me habían abducido, pero tampoco tenía la certeza, en realidad, no sabía dónde me encontraba. El ambiente era cálido, tranquilizador, sonaba una dulce música apenas perceptible y me parecía notar cierto olorcillo como a hierbas medicinales, quizás un humidificador de eucaliptus, como los que usamos en la Tierra. Se me quitó el miedo. Mi espíritu práctico me aconsejó, veamos qué pasa, sea lo que sea, no puede ser nada malo, aunque sean extraterrestres, si no te han hecho daño hasta ahora ¿por qué te lo van a hacer en el futuro? Hacía ya muchos años que había aprendido que las cosas hay que tomarlas por el lado bueno y que no vale la pena colocarse la venda antes de que te tiren la piedra; si a la postre no te la tiran, has perdido el tiempo y la venda.

Noté como se cerraba la puerta, trampilla o lo que fuera aquello y sentí que la nave despegaba con una aceleración que me produjo nauseas, en aquel momento perdí el sentido.

Cuando desperté, el sol ya estaba alto, el aparcamiento seguía vacío y yo con el cuerpo un poco entumecido de haber pasado la noche hecho un gurruño dentro del coche. Me prometí no volver a probar nunca más aquella hierba perniciosa.

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