lunes, 17 de abril de 2017

El país de los abuelos, de Marysol Salval



─¿No saben cómo será nuestra fiesta con los abuelos?, les explicaré — comentó la maestra.
En la escuela primaria, los profesores decidieron organizar una fiesta en homenaje a los abuelos. La señorita María, en la clase del segundo nivel, informaba a sus pequeños alumnos.
─Todos sabemos que los abuelos son una parte muy importante de la familia, son los padres y las madres mayores, nos ayudan para que nos resulten las cosas más fáciles.
Cuando estamos malitos vienen a vernos, y si nuestros padres tienen que salir, ellos se quedan con nosotros para cuidarnos. Como son tan buenos, hemos pensado que debemos realizarles un pequeño homenaje a manera de agradecimiento.
Aprovechemos que se acerca la Navidad y celebremos ambas cosas. ¿Qué mejor manera habría que prepararles una pequeña actuación y una merienda sólo para ellos?
Pongamos manos a la obra y decoremos nuestro patio de juegos, preparemos ricos bocadillos y un baile con música divertida. Luego nos vestimos con bonitos trajes navideños y les obsequiamos un momento especial e inolvidable, será una manera de decirles cuánto los queremos.
A esta fiesta no pueden asistir los papás, ni las mamás, ni los tíos, sólo nuestros abuelos — ¿comprendieron ustedes bien?— concluyó la señorita.
Los niños muy felices con el acontecimiento, no dejaron de hablar de la fiesta el resto de la mañana, excepto Montse que se quedó muy triste.
Era la única niña en toda la escuela que no llevaría a sus abuelos y tampoco los vería en la próxima Navidad.  No los recordaba, sólo los conocía por fotos.
Por la tarde, apenas entró a la casa, Montse les dijo a sus padres: En el país de los abuelos todo parece ser más bonito, no sé por qué no estamos allá con ellos.
Hacía unos años llegó a esa ciudad junto a su familia, cuando era una bebé, y ahora a los siete, cuestionaba esa situación que los obligaba a estar lejos del resto de familiares.
Ni tíos, ni primos, ni abuelos, somos los únicos en todo el mundo que no tenemos familia, es injusto — exclamaba la niña — mis amigos me contaron que tener abuelos es muy lindo, ellos los acarician y consienten, no los regañan todo el tiempo como hacen papá y mamá. Además, les cuentan historias de su juventud y les compran regalos por Navidad. Nosotros no tendremos, dice papá que la cosa está difícil y no hay bolsillo para eso.
Tú ya tienes muchos juguetes y debemos resolver asuntos más importantes con el dinero, para Navidad mamá preparará una deliciosa cena, nos servirá pavo y helado que tanto te gustan. También, nos tienes a mí, a tu madre y a tus hermanos. — intervino el padre.
Pero, papá – exclamó Montse – tampoco podré ir a la fiesta de los abuelos en la escuela. Debes portarte bien y dejar de refunfuñar, pequeña, la vida no siempre es como quisiéramos — contestó su padre.
Montse era una niña vivaracha y chispeante, todos pensaban que era muy inteligente, y lo era, sin embargo, cuando reflexionaba sobre la ausencia de sus abuelos, la luz que destellaba sus ojos color miel, se ensombrecía.
Papá, cuéntame cómo fue que llegaron los abuelos a América, quiero saber más sobre eso — exclamó la rapaz — y de un salto se acomodó en el regazo de su padre rodeándole el cuello con sus brazos. Muy atenta, se dispuso a escuchar la historia.
El padre de Montse era un hombre normalmente serio y adusto, pero como tenía debilidad por la pequeña cedió a su requerimiento. Ya había narrado sobre eso en otras ocasiones, pero la niña no se había enterado del todo.
Tus abuelos llegaron a América desde España en un gran barco hace muchos años, durante la Guerra Civil. Fue un tiempo muy triste y doloroso para miles de personas que, como tus abuelos, se vieron obligadas a dejar su amada patria, y por esa causa incontables familias tuvieron que separarse.
Dejaron atrás sus casas, bienes, amigos, trabajos, y toda la historia de su vida para aprender a sobrevivir en un país extraño. Fue un tiempo muy difícil, se marcharon forzadamente con el anhelo de volver algún día, pero muchos aun no lo han logrado, entre ellos tus abuelos.
─¡Pobrecitos! ─exclamó Montse─ percibiendo la tristeza reflejada en los ojos claros de su padre. Les pasó como a nosotros, aunque no hemos sufrido una guerra, ¿verdad, papá?, pero tú sí la sufriste y también llegaste en un barco, eres un sobreviviente, como dice mamá, tampoco has podido volver a España –concluyó muy seria.
─¿Sabías que en esos tiempos hubo niños que fueron enviados a otros lugares, solos, a países muy lejanos donde hablaban idiomas desconocidos, porque sus padres no querían que sufrieran los horrores de la guerra? Lo hicieron por amor, pensando en salvarlos, porque en los países donde hay guerra se sufre mucho y se corre peligro, las personas pueden morir en cualquier momento.
─¿De verdad? – preguntó la niña abriendo los ojos como platos. ─Los enviaron en barcos atestados con enormes ratas, —continuó el padre – y los pobres niños pasaron miedo y hambre, y otros tantos sufrimientos terribles durante y después del viaje.
A pesar de ello, sus padres creían que era lo mejor, alejarles de la muerte. Muchos de esos niños no pudieron regresar y no vieron nunca a sus padres, tampoco a sus otros familiares.
¡Qué triste, las guerras son horribles, papá, ninguna persona debería pasar por algo así, preferiría morir antes de que me separaran de ustedes! – exclamó la niña muy azorada, tomando la cara de su progenitor con ambas manos.
Más tarde, después de la cena y ya acostada en la cama con la luz apagada, Montse continuó pensando en sus abuelos y en la tristeza que le había causado la historia narrada por su padre. 
Había aprendido una lección, que ya no importaba la fiesta ni los regalos de Navidad, tener consigo a sus padres y hermanos era un regalo que debía valorar. Sus abuelos estaban lejos pero saludables y eso también era un motivo para agradecer. Decidió hacerles saber cuánto los recordaba a pesar de no verlos.
Por la mañana diseñaría una hermosa tarjeta con dibujos coloridos, debían personificar a los miembros de su familia que, a pesar de la distancia, permanecerían por siempre unidos con lazos indestructibles de cariño y amor. También dibujaría un barco en representación de su arribo a América y le agregaría una bandera española. Luego le pediría a papá que enviara la tarjeta en un sobre por correo, al país de los abuelos.
Era una experta dibujando, sólo requeriría cortar un trozo de cartulina de una de las cajas de hilos que guardaba su mamá, y los lápices de colores que utilizaba en la escuela. Seguro que su hermana mayor le podría regalar una de las cintas rojas que antes usaba para atarse las trenzas, se le ocurrió una idea brillante para utilizarla.  Ahora las cintas estaban guardadas en un cajón, puesto que su hermana ya no las necesitaba ya que se había cortado el pelo.
Antes de dormir, elevó una oración al Niño Dios y le pidió que cuidara a toda su familia, luego cerró los párpados y poco a poco se fue quedando profundamente dormida.
Al otro día se levantó temprano y se dedicó a conseguir todos los materiales, los acomodó sobre la mesa y se puso a ejecutar el proyecto. Le encantaba el rojo, sentía que era el color del amor, así que pintaría con él todo el barco, y utilizaría la cinta para formar un lazo como remate perfecto para la tarjeta.
Mientras trabajaba, imaginaba la cara de alegría de sus abuelos cuando recibieran su regalo del cartero, eso la animaba a dibujar y a pintar con mayor prolijidad y dedicación.  Cuando acabó de colorear la última imagen, escribió con lápiz rojo en la portada de la tarjeta la siguiente reseña: «Para mis abuelitos con el color del amor. Firma Montse», luego corrió feliz a mostrar la obra terminada a sus padres y hermanos.
Todos estaban contentos por el trabajo de Montse, le había quedado precioso; en sus minuciosos dibujos no faltó nadie. La familia completa, incluyendo los abuelos, brillaba en la cartulina con colores muy bonitos y alegres. El barco rojo, la bandera española y la cinta roja también lucían de maravilla. El padre de Monte, muy conmovido por el gesto generoso de su hija, prometió enviarla por correo al día siguiente, y así lo hizo.
Doña Elisa se sobresaltó al escuchar los golpes en la puerta, era temprano y aún no terminaba de preparar el almuerzo, no imaginaba quién podría venir a su casa a esa hora.
Alfredo, su marido, hacía poco que se había marchado al negocio, una pequeña fábrica de zapatos que ambos habían montado hacía algunos años, cuando pudieron reunir el dinero, y ahora que la economía en el hogar marchaba mejor, Elisa ya no acompañaba a su esposo y podía quedarse en casa para realizar sus quehaceres domésticos con tranquilidad.
Al principio fue difícil, recién llegaron de España pasaron muchas necesidades, pero trabajaron duro y poco a poco fueron saliendo adelante. Su hijo los había ayudado, pero ahora tenía su propia familia por la que debía velar. Vivian los dos solos en una casa pequeña, pero muy cómoda, lo suficiente para ellos.
Abrió la puerta y el cartero le entregó un sobre que les habían enviado desde el extranjero. Firmó el recibo y luego miró el remitente, se alegró mucho al saber que era de su hijo.
Cuando rompió el sobre y sacó la primorosa tarjeta de Montse, con esos dibujos tan coloridos y representativos, se le llenaron los ojos de lágrimas. Una emoción muy grande la inundó al recordar a su pequeña nieta que apenas conocía. ¡Qué regalo tan bonito! – pensó Elisa.  La niña lo había hecho con tanta ilusión como homenaje a ellos. No podría contenerse hasta la tarde para contárselo a Alfredo, así que se quitó el delantal y salió corriendo hacia la zapatería.
Muy conmovido, Alfredo celebró la noticia, pues echaba de menos a su hijo y a sus nietos, le habría gustado que no se hubiesen marchado, aunque comprendía que lo hicieron en búsqueda de mejores oportunidades.
Elisa y Alfredo decidieron compensar a su nieta y en vista de que se acercaba la Navidad le enviarían un hermoso regalo, pero debía ser algo muy bonito y especial. Pensarían en ello y, llegado el momento, se lo harían llegar a tiempo.
Todo estaba listo en casa de Montse la noche de Navidad. El arbolito repleto de adornos, luces y guirnaldas, lucía hermoso, lo habían arreglado entre todos en un rincón del salón familiar, también habían armado un pequeño belén a un costado del árbol. La mesa se veía radiante, su madre la cubrió con su mejor mantel y, sobre él, dispuso fuentes con deliciosos manjares.
Sería la Navidad más bonita que pasarían juntos. Elisa y Alfredo habían llamado temprano por teléfono y ella pudo decirles que los amaba. No importaba que no estuvieran presentes, les había encantado la tarjeta y prometieron que cuando tuvieran un poco de dinero extra, viajarían a verla.
Todos se sentaron a la mesa y, luego de una oración para bendecir los alimentos, se dispusieron a comer. De pronto, el padre de Montse levantó una caja envuelta en papel de regalo que tenía escondida debajo de sus pies, y la puso sobre la mesa.
─ Es para Montse ─exclamó, mirándola con una gran sonrisa─ y añadió– viene del país de los abuelos.
Montse no cabía en sí y de tan sorprendida se quedó paralizada, ya se había conformado con no recibir regalos y de improviso le llegaba esto y ¡del país de sus abuelos!
Qué alegría tan grande sentía. Acarició el papel sedoso y floreado que cubría la caja y con mucho cuidado fue quitándolo, no quería romperlo, también lo conservaría. Abrió la caja y su asombro fue inmenso al ver un par de botitas rojas de charol brillante, con el interior forrado en lana de oveja. Tenían la talla precisa, nunca había recibido nada parecido, eran las botas más hermosas que jamás hubiese visto.
Dentro de una de ellas encontró una fotografía y una carta, con la letra de Alfredo, que decía:
Adorada nieta: Tu abuela y yo nos emocionamos mucho cuando recibimos la tarjeta que nos enviaste, fue el regalo más bonito que nadie nos hubiera dado, sobre todo porque lo hiciste con tus propias manos.
Nosotros te fabricamos estas botas en nuestro taller para retribuirte, las hicimos rojas, con el color que elegiste para simbolizar el amor, esa fuerza indestructible que nos anima a vivir y a soportar las ausencias y las distancias. El que tú nacieras ha sido una de las más bellas bendiciones que hemos recibido de Dios en América. No te olvidamos aunque estemos lejos, te llevamos prendida en el corazón con esa cintita con que adornaste tu trabajo. Eso nos mantendrá unidos para siempre aunque no podamos vernos.
Al terminar de leer la carta, Montse reía y saltaba de alegría, y con ella reían sus padres y hermanos. Se abrazaron y dieron gracias a Dios, esta Navidad les quedaría grabada en la memoria con el convencimiento de que el amor que se cultiva, y que para ellos se abrió como una preciosa flor desde el corazón inocente de una niña, sería la fuerza que los impulsaría para siempre.
Montse no quiso perderse la fiesta de los abuelos en la escuela, así que puntual y muy elegante asistió calzando sus botitas rojas. Llevó consigo la fotografía que también le habían enviado, ahí estaban sus abuelos, ambos con una mano cerca de los labios como si le lanzaran besos por el aire. Sabía que aunque no los tenía a su lado físicamente, ellos estaban cerca, ocupando un lugar privilegiado en su corazón.
Ese día, los tres muy juntos, disfrutaron alegremente de la fiesta.




María Soledad Salazar Valenzuela

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