Josefa Victoria Albentosa Llofríu
Los cuentos de Josefita
Editorial Trirremis, 2016
Mi buena amiga Josefita decide por fin sacar de los cajones esta colección de cuentos y darlos a la luz… He dicho cuentos inducido por el título pero, bien mirado, he de corregirme inmediatamente porque, en realidad, son cuentos y algo más que cuentos, ya que circundan el apólogo, la estampa, la alegoría, la anécdota, la parábola, el relato, la descripción… Son narraciones variadas que tratan diferentes temáticas con fines morales o pedagógicos generalmente, de forma incisiva, con trasfondo allende las palabras de una prosa impecable, aunque casi todas ellas vienen a convergir en su autora, la que supone el eje y vértice de las mismas: Josefita es su centro, y por eso mismo estos “cuentos-narraciones” son Los cuentos de Josefita.
Ahora bien, ¿por qué Josefita es el centro de su discurso? Ciertamente no por vanidad sino por honestidad, ¿pues acaso podría hablar desde otra persona que no fuera ella misma para transmitir su sabiduría, su experiencia, su peculiar modo de saber estar en el mundo? Habla, pues, Josefita de y desde sí, pero habla para los otros, los que no son ella, y llegar así a sus cinco amores —su marido y sus cuatro hijos—, y después, en círculos concéntricos cada vez más amplios, a los familiares y amigos, a los conocidos, a los desconocidos, a todos —todos ellos—, a la humanidad en su conjunto porque las experiencia de un ser humano en última instancia es común a la de cualquier otro ser humano.
Esta centralidad de su discurso la declara ya en el primer “cuento”, sin ambages ni melindres, sin falsa modestia: Nacida bajo buena estrella. Allá, cuando el Sol transitaba por el tercer decanato de Virgo —decanato en el que, por estar regido por Mercurio, tal signo celebra su puridad, esto es, se afina para el nativo la inteligencia, puesta en el detalle, la perfección, el análisis, la búsqueda del equilibrio—, al filo de la media noche entre un doce y trece de septiembre, nació Josefita. El ángel lo heredó de su madre, la creatividad y fuerza física del padre, y tres hadas —sus tías— le otorgaron dones: Emma, su hada madrina, el discernimiento del bien y del mal; Victoria, la perspicacia, la mirada profunda a la que no llegan los ojos físicos, y Concha, la capacidad artística. Sin embargo, una vecina algo bruja y envidiosa, tal y como ocurre en los cuentos inmemoriales, vino a otorgarle un extraño don cuando con un beso sobre la frente de la niña, expresó:
—Que la inocencia del alma ocupe en tu vida un primer lugar.
Extraño don que, si parecía magnífico, pronto reveló su inconveniente porque incapacitó a aquella niña para descubrir la maldad en muchas de las acciones de los seres humanos.
Así nos presenta Josefita, con la gracia de la sencillez, las fortalezas de su carácter. Pero la aparente sencillez encubre la profundidad para unos ojos no adiestrados en traspasar la lisura de las imágenes de los espejos; conociendo a Josefita desde hace algunos años, contemplo armoniosos aspectos, aun sin haber indagado en su carta astral: a la belleza de lo que ella quiere mostrarnos de sí se le suma la belleza de lo que conscientemente nos vela. Josefita es un hada buena, quiere hacer el bien y, de hecho, lo hace; la intención pedagógica que mueven sus cuentos-narraciones está fuertemente animada por un soplo de amor.
Dicho lo anterior, cabe señalar dos prenotandos acerca del discurso de Josefita. El primero de ellos sería que habla desde su propia feminidad, pues el punto de vista que adopta para sus relatos es exclusivamente femenino, algo que supone virtud ya que lo asume con la naturalidad propia de saberse y sentirse mujer; por él quedaremos envueltos en la magia de un mundo bueno, casi maternal, donde cualquier tipo de estridencia termina por dulcificarse. El segundo prenotando no es otro sino la asunción consciente de una sabiduría heredada. Quizá por esta razón aparece en el libro una casi veneración de la ancianidad. Y no es de extrañar, por tanto, que aparezcan numerosas abuelitas de porte aristocrático, cargadas de años y sabiduría, transitando por sus páginas; son las depositarias de un ancestral conocimiento que Josefita recibe y, al igual que ellas, pretenden transmitir. En consecuencia, aparecerá un rico anecdotario de vida a modo de retazos biográficos, una serie de confesiones y confidencias que buscan trascender la circunstancia o fabulación desde la que parten.
¿Nuestra vida tiene sentido? ¿Venimos marcados para una determinada misión? Sí. Pero para descubrir ese sentido y misión hay que indagar detrás de las apariencias. En primer lugar debemos saber que el nombre que llevamos no es nuestro verdadero nombre; aquel que nos signa de verdad y muestra lo que somos, nuestra naturaleza, está oculto, y que resplandezca o no, terminemos por conocerlo o no, depende en gran medida de nosotros mismos. Tal comprensión la adquirirá Polita, ya en la cincuentena, al recordar una antigua visita a la casa de su abuela Apolonia cuando tenía once años. El nombre lo hacen las personas con su modo de existir, con las decisiones que toman a lo largo de su vida; Polita no es repetición clonada de nadie, porque ella es única e irrepetible, y su camino, lo que es, lo que será, lo marcará ella misma con su forma de actuar. Nadie, en principio, conoce su futuro, qué acontecimientos le deparará la vida, pero esta no es la cuestión: la cuestión es que en cualquier circunstancia a que nos someta la vida debemos actuar con honestidad. Y en esa honestidad con nosotros mismos y con los demás radica nuestra grandeza y, por ella, adquirimos nuestro verdadero nombre. La Polita cincuentona al contemplarse en un espejo “pensó que su vida, aunque gris, había sido honesta, que ella era la misma: gorda, flaca, pobre o rica. Y que las circunstancias hacen, a veces, a las personas alegres o tristes, pero que es necesario vivir en la esperanza y ser una misma”.
Siendo honestos con nosotros mismos y actuando en consecuencia, seremos nosotros mismos, es decir, adquiriremos la autenticidad. Esta es la segunda enseñanza que debemos aprender para la vida y que Josefita resalta en varios de sus cuentos, en especial el que lleva por título Mirar en el lugar erróneo. “Estaba harta de contemplar aquella imagen reflejada en el espejo de mi habitación y de la constante lucha interior por parecer el ser que los demás querían que fuese”, así comienza. En la brevedad que concede un microrelato, con ironía y ternura, en los moldes de una prosa directa, de forma ágil y sugestiva, la protagonista cae en la cuenta de que el espejo no le hacía puñetera falta y que con un solo golpe podría reducirlo en mil añicos. De igual modo los demás tienen el poder que les otorgamos, espejos frágiles que nos condicionan con sus opiniones engañosas.
Se trata, pues, de descubrir lo auténtico, el verdadero tesoro que cabe en nuestras alforjas y por lo que merece la pena luchar y vivir. Si hablamos de espejos nunca será la falsa quimera de un espejismo; si hablamos de personas tampoco será la marrullería falsa con las que algunas de éstas quieren entrar en nuestras vidas con el único fin de enrarecerlas y hacerlas pasto de la maledicencia. El verdadero tesoro es el afecto incondicional de los seres queridos, tesoro que es fácil descubrir de repente, al calor del hogar, en el viejo tronco de un árbol en el que antiguamente fue grabado. Este tesoro hay que mimarlo y protegerlo; sólo él nos defenderá de la maledicencia que produce la envidia, restañará las viejas heridas y nos dará ánimos para seguir luchando. La esperanza por un mundo mejor se añade así al discernimiento entre el bien y el mal, tantas veces camuflados bajo disfraces equívocos; si el mal se disfraza de ángel de luz, el bien espera con ojos amorosos en mitad de la oscuridad de la noche.
Algunos de estos relatos me llegan especialmente y me conmueven. Para no detenerme en todos y dejar que el lector amable descubra sus mensajes por sí mismo, comentaré dos de ellos: uno, el que lleva por título La cama dorada; el otro, Decir adiós.
La cama dorada es un relato que de la manera más sencilla transmite una enseñanza profunda: la complicidad que a veces se establece entre los objetos y las personas. Cuando Josefita descubre aquella cama resplandeciente en una tienda de antigüedades, el dueño le aconseja:
—Usted piense que cuando nos topamos en la vida con un objeto que se adapta a nuestra personalidad, nada fácil por cierto, debemos hacerlo nuestro porque su valor económico, en este caso, es lo de menos, querida señorita. Si la cama se lo pide, cómprela sin dudarlo.
Palabras cargadas de sentido, porque vivimos en un mundo en el cual todo late y hasta los objetos tienen vida. Hay objetos que nos llaman porque de algún modo nos pertenecen y, en reciprocidad, nosotros les pertenecemos a ellos; sutiles hilos de empatía nos conectan con ciertas cosas —al igual que ocurre con las personas— que están llamadas a formar parte de nuestro entorno. Y la comunicación es tal que cuando nuestra conciencia se afea por una mala acción, ellas pierden su brillo y también se afean, pero cuando nuestra conciencia resplandece ellas retoman su brillo. El entorno que nos rodea somos nosotros mismos, y los demás, si tienen afinadas sus facultades de percepción, nos perciben a su vez por estas cosas que nos definen.
El saber vivir nos aboca al saber morir, porque desde cierto punto de vista la vida no es sino el preámbulo de la muerte. El otro mundo, el más allá, con frecuencia toma carta en estos relatos. Josefita lo tratará de forma benévola, sin miedos y mirándolo de frente. Es curiosa la tenue frontera que hay entre estar vivo y estar muerto; el paso puede suceder de forma onírica o casi de repente, pero nunca de forma traumática. En Decir adiós Josefita nos presenta a una mujer en la plétora de la vida; es joven, bella y feliz. Se sabe un ser único y privilegiado porque ha conquistado su identidad, además sabe saborear la vida, lo ínfimo y lo sencillo que ofrecen los días. En la gran urbe todo resuena, intenso y benévolo, cargado de sentido; la joven toma plena consciencia de los olores y sonidos, y los sentidos en un momento se le afinan de tal forma ante el espectáculo del mundo que llega a experimentar la plenitud. Sin embargo, al bajar del autobús, uno de sus tacones se enreda en el descansillo y… ¡Qué golpe más tonto! No sintió dolor pero la protagonista supo que aquel era el momento de decir adiós.
Tenemos en la portada de este libro a una princesita, es Josefita niña; extasiada mira hacia la jaula donde canta un canario. Envuelta entre colores cálidos, la figura toda de la niña es colorido. No sé por qué este retrato me recuerda a un Madrazo; pero no, no lo es. Es una fotocomposición de uno de sus cinco amores, Alejandro, quien profusamente ilumina cada uno de estos cuentos con su respectiva lámina; a la calidez del texto se le suma así otro toque de calidez donde remansan los ojos del lector.
“De la bondad del corazón, habla la boca”, se dice en Proverbios. Josefita ha embellecido con su corazón una parte del mundo al escribir estos cuentos cargados de verdad y ternura.
Jesús Cánovas Martínez