Estamos en pleno invierno, pero esta mañana salió el sol con tanta
fuerza que parecía haber cambiado, por capricho, de estación regalándonos un
anticipo de la primavera. Sentí rejuvenecerse mi sangre y escuché la llamada de
la naturaleza. No era día para quedarse encerrado en casa. Presa de apremiante
urgencia tomé únicamente un café con leche y salí a la calle. Componía mi
atuendo: unos pantalones de pana, un viejo tabardo marinero y una bufanda
heredada de mi tan querido y añorado abuelo Silvino. Mis pies calzados con
botas camperas pisaban fuerte, como si mis piernas, milagrosamente, no sintieran
más el inexorable peso de los muchos años de vida que llevo sumados.
Cerca de la vivienda que habito se encuentra el parque de la
Constitución. Hacia él dirigí mis pasos. Cambié sonrisas y buenos días con
media docena de personas conocidas. Se notaba en la gente ese buen humor que
despierta la climatología favorable.
Llegué al parque y busqué un banco en el que diera el sol, que por
momentos iba cobrando altura, enorme, ígneo, cegador. Escogí uno que,
atravesando el ramaje del alto abeto que adornaban en Navidad me bañara el
cuerpo entero, penetrara en mis desgastados huesos revitalizándomelos. Tomé
asiento. Los rayos solares me envolvieron con su agradable calorcito. Cerré los
ojos. Una poderosa sensación de felicidad me invadió. Aspiré con fruición los
perfumes que unas florecillas supervivientes, sin dejarse asustar por los
crudos fríos invernales, desde un parterre cercano esparcían por el aire.
De pronto, una fragancia más fuerte y más próxima me hizo despegar los
párpados, girar la cabeza y descubrir que a mi lado acababa de sentarse una
joven, que mareaba de lo guapísima que era. Ojos rasgados, negrísimos,
deslumbrantes; boca de labios gruesos color fresa, un primoroso pellizco de
nariz y una cabellera azabache que caía en sedosa cascada por sus femeninos
hombros. Llevaba un vestido de lana de color gris, una chaqueta de piel negra y
unos zapatos del mismo color, armados con largos tacones finos como estiletes.
Ella también me estaba mirando con destellos de curiosidad en sus diamantinas
pupilas. Sacó un paquete de tabaco de uno de los bolsillos de su prenda de piel
y con la mayor naturalidad me ofreció:
—¿Un cigarrillo?
Yo llevaba un par de décadas sin fumar, pero por aquella beldad que un dios
milagrero, inesperadamente había traído junto a mí, yo habría cometido
cualquier barbaridad. Cogí el pitillo.
Me temblaba la mano. La emoción que experimentaba tenía la culpa de este
repentino nerviosismo mío. Dije disculpándome:
—Lo siento, pero no tengo fuego.
Me dejó escuchar su cristalina risa y un comentario simpático su
aterciopelada voz:
—Ya. Lo único que tienes es ganas de fumar —tuteándome para deleite mío.
—Nunca contradigo a una dama —repliqué tras soltar una bocanada de humo
que dejó en mi boca ese sabor desagradable conque la abstinencia castiga a los
ex fumadores.
Ella prendió fuego al blanco cilindro que su sensual boca sostenía por
la parte amarilla del filtro. Sus labios se juntaron en el centro para expeler
una larga nubecilla azul. Inevitablemente pensé en el afrodisiaco placer que
podría producir besar esos tentadores, voluptuosos labios suyos.
—Hace una mañana buenísima —comentó, ensoñación en su negrísima mirada.
—Hace una mañana maravillosa. Una mañana ideal para enamorarse —dije
embriagado de romanticismo.
Ella no respondió. Se limitó a esbozar una sonrisa seductora. Sonrisa
que me di cuenta inmediatamente no era para mí sino para el hombre que acababa
de detenerse delante de ella. Un hombre más joven, más guapo y mejor vestido
que yo, quién le preguntó:
—¿Llevas mucho rato esperándome, preciosa?
—Sólo unos pocos minutos, cariño mío —poniéndose ella rápidamente en
pie.
Se abrazaron y besaron apasionadamente sin importarles mi presencia. Yo
había dejado de existir para ellos. El amor que compartían los había trasladado
a esa isla paradisiaca que los enamorados crean en el momento mismo en que se entregan
a la ternura.
Cuando dieron por terminada la ardiente, prolongada caricia, cogidos de
la mano se alejaron.
Les seguí con la mirada hasta que los perdí de vista. Solté un suspiro
que sonó a trompetazo de nostalgia. Tiré el cigarrillo que me sabía amargo en
aquel momento y lo destrocé bajo la suela de mi bota derecha. Y sonreí con
cierta melancolía. Luego suspiré de nuevo y encontré consuelo en el pensamiento
positivo que tuve: “No está nada mal, a mi edad, conservar todavía funcionando
el mecanismo que le permite a uno ilusionarse”.
Y necesitado de combatir un principio de depresión que como buitre carroñero
me rondaba busqué en el archivo de mis recuerdos los mejores que conservaba de
cuando fui joven, estuve enamorado, amé y fui amado.
Fracasé en mi intento. No conseguí engañarme. Lo perdido, perdido estaba
para siempre. Me alejó de mis sombras melancólicas un pajarito que a menos de
un metro de mis pies me miró sin miedo y como queriendo decirme algo, luego
salió volando y me esforcé en pensar que con él volaba mi momento de derrota.
Él tiempo era así de cruel, por mucho que lo desees, él no se detiene por nada
ni por nadie.
Andrés Fornells
Cordiales saludos a todos!
ResponderEliminarCordiales saludos a todos!
ResponderEliminarGenial!No me extraña que, a través de un árbol, pilles la energia del sol para revitalizar tus huesos,inspirandote en tu genial descripción de esa fémina de ensueño que rompe esquemas.Si me asombra y me agrada tu narrativa, tan exqisitamente bipolar,capaz de llevar al lector a las alturas de la ilusión para soltarle, en caida libre a la realidad,creando una atmósfera de apresamiento que al final es capaz de arañarle segundos al tiempo!
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