Cuando llegó a la
tienda de antigüedades de su abuelo esa tarde, lo encontró limpiando el polvo
de los estantes aprovechando que no tenía clientes. La tarde estaba fría y el
sueño rondaba la cabeza del viejo Baltasar. Estaba en el fondo, en el rincón de
libros viejos en varios idiomas. Como de costumbre, después del colegio, Julia
esperaba a sus padres en ese almacén:
-Hola, abuelo. ¿Cómo
estás?- le dice dándole un beso en la mejilla.
-Bien, nena. ¿Y a ti
cómo te fue en el cole? -contesta un poco distraído y añade- En mi escritorio
te espera un vaso de leche y una tarta de manzana. Cuando termines ven y me
ayudas a quitarle el polvo a estas lámparas y porcelanas, pero con mucho
cuidado, ¿eh?
Baltasar volvió
tranquilo y risueño a sus nostalgias mientras limpiaba una telaraña descubierta
en un rincón entre los soldados de plomo y las muñecas viejas con cara
japonesa. A veces recordaba a su esposa, María Carmen, muerta desde hacía ya
trece años, que lo acompañaba en su negocio siempre hablando de sus dos hijos y
de sus nueras que todavía no le daban nietos. Cómo soñaba con ser abuela, pero
murió cuatro años antes de que naciera Julia, sin disfrutar ese placer.
El piso de arriba de
la tienda seguía como lo dejó su mujer, cada mueble en su lugar. Hasta su ropa
estaba todavía colgada como esperando a que regresara de algún viaje.
-Abuelo, abuelo. ¿Me
ayudas con la tarea de historia? Es sobre la vida en esta ciudad hace un siglo.
Seguro que te acordarás cómo era.
-Vaya, vaya. No soy
tan viejo como piensas. Hace un siglo mi madre no había nacido y mi abuela era
una niña como tú. ¡Je, je! Faltaban treinta y tantos años para que yo naciera.
¡Mira tú!
-No importa. Me
contarás lo que te decían tus abuelos cuando eras niño. ¿Vale?
-Abuelo, ¿por qué los
libros que vendes no tienen imágenes? ¡Deben de ser muy aburridos!
-¡Qué ideas tienes!,
niña. Las antigüedades son mi gran pasión, restauro muchos de los objetos que
llegan hasta mi local para ser vendidos. Esos libros no son para niños sino
para adultos que los buscan para coleccionarlos o para recordar viejos tiempos
o qué sé yo para qué más.
-Abuelo, ¿cuándo vamos
a armar el árbol de Navidad y el pesebre? Ya va siendo hora.
-Este fin de semana.
Vienes con tu madre y lo armamos entre los tres. ¿De acuerdo?
La niña buscó un
plumero para ayudar al viejo con la limpieza. Era un día tranquilo cercano a
las vacaciones de diciembre. Había en el aire un ambiente invernal que llamaba
a estar en casa junto a la chimenea o en la montaña esquiando o haciendo muñecos
de nieve.
-Abuelo, los niños del
colegio me molestan. Me ponen a escondidas papelitos en mis libros diciéndome
que me quieren o que alguien quiere ser mi novio. Son pesados. Lo malo es que
no sé muy bien quién lo hace aunque sospecho de varios.
-No les pongas
cuidado. Si te quieren de verdad, un día se atreverán a decírtelo en persona.
Pero estás muy pequeña para andar ya pensando en novios. ¡Anda ya!
-Abuelo, ¿por qué no
te casas de nuevo? Así no estarías tan solo. Para Navidad voy a pedir que nos regalen
una abuela nueva.
El viejo repitió con
paciencia las mismas respuestas de siempre mientras pensaba en esas mujeres del
barrio que de pronto se habían interesado últimamente en él. Se sentía
lisonjeado, afortunado y hasta menos viejo creyendo que a su edad alguna mujer
lo mirara con otros ojos. Él que había decidido al enviudar vivir solo y
tranquilo sin buscar amoríos.
En esas sonó la
campanita de la puerta y tuvo que salir a atender al cliente que acababa de
entrar. Era la bibliotecaria que compraba de vez en cuando libros antiguos. Tan
simpática, inteligente y madura. Se notaba que había sido muy bonita de joven.
Mientras charlaba con ella mandó a Julia a buscar el libro que le había
separado en su escritorio según lo encargado. Julia lo puso en una bolsa y la
compradora salió sonriente y contenta dejando al anticuario suspirando.
-Abuelo, abuelo. ¿Me
dejas que te peine un ratito? ¡Dime que sí! No seas malo.
-Bueno, pero tus
padres no demoran y tienes tareas por hacer.
El viejo se recostó en
la silla de su escritorio mientras la nieta le peinaba sus cabellos blancos.
Cerró los ojos para descansar sintiendo las manecitas que le acariciaban su
cabeza. La niña no paraba de hablarle de cosas del colegio y de su mundo
infantil. El viejo hasta tuvo tiempo de dormir una siesta muy corta.
Sonó de nuevo la
campanita de la puerta. Baltasar salió de su letargo. Su nieta estaba
estudiando muy juiciosa en el cuarto de al lado. Seguro había pasado varios
minutos en un sopor profundo.
Eran las mellizas
solteronas de la mercería que a veces pasaban buscando algún cachivache.
También le habían gustado muchos años antes cuando eran jóvenes. Las últimas
semanas habían pasado a su tienda una tras otra (o quizás la misma varias
veces, pues no lograba distinguirlas) con cara menos larga que antes y eso le
había llamado la atención. Ahora entraban visiblemente enfadadas.
-Buenas tardes,
señoritas. ¿En qué puedo servirles?
-Venimos a que nos
explique qué son estos papelitos que nos ha puesto en nuestras compras. Usted
es un viejo verde irrespetuoso. Si al menos se hubiera fijado en una de las
dos, pero confundirnos de esa manera. No, señor.
El viejo no entendía
de qué se trataba. Entonces se puso las gafas y leyó unos papelitos que decían:
Me gustas o Estoy enamorado de ti pero no sé cómo decírtelo o Mi
abuelo la quiere mucho pero es muy tímido para declarárselo.
Baltasar se puso de
mal genio e iba a gritar a su nieta para que viniera a explicarse cuando las
mujeres chillaron:
-No vale la pena que
nos explique. No nos verá más por aquí. Además debería de quitarse esos moños
rosados de su cabeza. ¡Qué manera de peinarse! –y salieron tan rápido como
llegaron.
Baltasar se tocó la
cabeza y oyó unas risas de su nieta que lo observaba desde la puerta de la
oficina. Al ver su mirada tan inocente su furia se desvaneció, no pudo resistir
y se puso a reír a carcajadas con ella. «¡Vaya regalo de Navidad que me estás
buscando!», exclamó.
Nelson Verástegui
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