Era una mañana del mes de
julio en cualquier lugar de la costa mediterránea española, y desde el primer
día nos preparábamos para disfrutar de las vacaciones con nuestros amigos que,
desde que tengo memoria, disfrutaban las suyas con nosotros.
Ya la primera mañana,
Alexia quedó con Valentina para ir a la playa a darse un baño y refrescarse en
las cálidas aguas del Mediterráneo. Por la tarde irían a la feria en busca de
diversión, y a conocer nuevos amigos. Pablo quedó con Arturo, su hermano y,
como ocurría siempre, se apuntaba Samuel y, todos juntos, como grandes amigos,
se iban a pescar, darse largos baños, y contarse cosas de hombres.
Los adultos dábamos largos
paseos por la arena disfrutando de la brisa marina que, según decían los médicos,
era muy buena para el cutis de los que rondábamos los cincuenta.
Cuando llegaba la noche,
nos reuníamos todos en el jardín; encendíamos la barbacoa, cenábamos, bebíamos,
y disfrutábamos del gran ambiente que había. Todos coincidíamos y congeniábamos
como seres humanos que sienten una autentica y verdadera amistad. Con todos
esos alicientes lo pasábamos genial, y las noches se hacían amenas, donde la
felicidad invalidaba cualquier atisbo de malos rollos, indiferencia, o ideas de
distensión.
Al final, siempre me
quedaba junto a mi esposa para seguir nuestras charlas sobre nuestros hijos, su
futuro, el nuestro. Otras noches, cogíamos nuestros libros, y leíamos, nos
contábamos anécdotas, y algún que otro baño caía en la playa. Los chicos se
reunían en grupo a jugar a las cartas y, las chicas, a hablar del chaval que
habían conocido en la feria.
Y sí, también llegado el
final del verano siempre celebrábamos una fiesta de despedida en la playa;
encendíamos una gran hoguera, preparábamos buenas viandas… Todos juntos, padres
e hijos, cada uno en su ambiente, pero todos unidos, nos reuníamos y hacíamos
concursos de baile, partidas de cartas, cantábamos canciones, y gozábamos de
una gran cena para despedir el verano.
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