Rastreando tus huellas
Editorial Trirremis, 2015
Una división
previa a cualquier otra que podamos pensar acerca de la poesía no es sino
aquella que separa la buena de la mala; después, sí, vengan divisiones, las que
se quieran. Nadie discute la belleza del Cántico
Espiritual de san Juan de la Cruz, como tampoco las Coplas de Jorge Manrique o las Rimas
de Bécquer. Son composiciones clásicas; en este sentido, modélicas. Carles Riba
nos puede emocionar, o Salvador Espriú, pero también Eloy Sánchez Rosillo, Luis
García Montero, José Luis Martínez Valero o Dionisia García. Son poetas que han
rayado el cielo y sus composiciones, al igual que las de Virgilio o Dante,
permanecerán. El temblor que nos
producen los poemas metafísicos de Quevedo iguala al de Campos de Castilla de Machado; el
temblor no es privativo de una clase de poetas o de una forma de hacer
poesía. Digo esto porque existe el prejuicio, sobre todo en algunas personas
poco pulidas en lo que al gusto se refiere, de descalificar de antemano ciertos
modos de hacer poesía. No debería ser así, y quien se conduce de tal forma lo
único que con ello muestra es su propia ignorancia y tosquedad.
Mi querido
amigo, Pedro Javier Martínez, ha publicado un libro de poesía religiosa, Rastreando tus huellas, y ha tenido a
bien pedirme un prólogo para el mismo. Tal poemario es un compendio de amor y
ternura, de lágrimas y gozo, de desconsuelo y esperanza, pero sobre todo de fe;
fe que se vehicula en versos como puños, hirientes, rotundos, porque rotundo e
hiriente es todo lo que habla al corazón. Rastreando
tus huellas es un libro de los llamados a permanecer. A continuación
reproduzco el prólogo que le puse; valga como reseña, aun precipitada.
Conforme nos pasan los años, vamos acumulando
muerte. Cada vez son más los seres queridos que nos dejan, y su número engrosa
de forma tan fatal como inexorable. La muerte siempre es traumática, siempre
nos coge por sorpresa, siempre nos destruye algo íntimo, siempre nos abre una
herida, nos produce daño, nos abaja hacia una condición de finitud
insoslayable. Ante ella, se nos alberga en el pecho la sensación de una
impotencia radical, el sentimiento de estar en manos de poderosas fuerzas que
nos zarandean sin remisión y, en última instancia, tienen la voz y el voto
sobre nuestro destino. Así, conforme esta consciencia, al igual que una llaga,
se va abriendo paso en nuestras carnes, un olor dulzón —porque la muerte tiene
un toque dulzón y terrible— campeará por nuestras vidas y señoreará sobre ellas
y nos someterá a su designio. Ese narcótico perfume de dolor y obnubilación nos
torneará haciéndonos más humanos, capaces de empatizar con cualquier ser cuya
condena por decreto es la aniquilación, y nos hará capaces de comprender, en
definitiva, la tragedia humana. Porque nosotros, los aún vivos, somos también
los otros, los que mueren, y el dolor y la estupefacción que nos produce su
muerte, nos prepara para nuestra propia muerte. Y ésa propia, la nuestra,
supondrá, sin lugar a dudas, la última escena de la representación a que hemos
sido llamados en este mundo transitorio.
En este poemario, Rastreando tus huellas (Reflexiones sobre Cristo crucificado),
Pedro Javier Martínez contempla los misterios de la pasión, muerte y
resurrección de nuestro Señor Jesucristo desde el itinerario de su personal
acercamiento: la fuerte antítesis o dialéctico vaivén que enfrenta el hombre
carnal con el hombre espiritual, o, en la terminología de san Pablo, el hombre
viejo con el nuevo. Esta lucha se produce en el interior del alma del poeta, y
de ella emana conformando un sartal de versos que son como flores o espadas;
por eso nos enfrentamos a un libro de claroscuros, denso, fuerte como el vino,
en el cual la palabra poética se afila para indagar el sentido y comprender lo
que hay allende de la misma palabra y del sentido: el misterio. Porque el
sufrimiento y la muerte son un misterio, terrible, insondable. Dios no hizo la
muerte, nos dice el texto bíblico, y, sin embargo, se sometió a ella; la muerte
en el mundo vino por la desobediencia de Adán, pero no estaba en el plan de
Dios. Llegó la muerte, y con ella, el dolor y el sufrimiento. Y aun sí, por su
amor, el poder de Dios entró en la muerte para transformarla, y, al transformarla,
vivificar a aquellos que estábamos muertos a la vida por la desobediencia del
primer hombre. La muerte de Cristo en la cruz es así el paradigma de toda
muerte; toda la injusticia del mundo en ella se concentra, toda la amargura,
toda la derrota. Sin embargo, Cristo se sometió a la muerte para dar la vida, y
éste es el misterio que adoramos los cristianos: Cristo murió clavado en el madero
de la cruz, pero al tercer día resucitó.
Pedro Javier Martínez es un hombre de fe y un maestro consumado en el decir poético; dos cualidades, en modo de excelencias, que le van a permitir afinar su canto e indagación. Si el lenguaje humano es torpe para expresar el misterio —porque el misterio no se designa, tan sólo se evoca—, sabe el poeta que su palabra debe sumirla en el vértigo para que pueda alcanzar cotas de expresión y comprensión veladas a otros tipos de discurso que no sean el poético. Y aun así, no nos engañemos, la poesía no es indagación filosófica, tampoco un simple plañir; la verdadera poesía es aquella que se envuelve de emoción superior, y ésta, la emoción superior, a su vez no puede ser envuelta sino por la inteligencia. Camino, pues, del alma hacia Dios; es entonces cuando entra en acción la fe. Pedro Javier, apertrechado con una inusitada fuerza en la palabra, dirige su indagación poética a Cristo crucificado, ese Cristo sangrante, deshecho y roto, que cantaba el Salmo 22. Habla así el centro de su ser —que es el de todo hombre—, y con ese hablar, a golpes o zarpazos, rasga el velo de las mudas –y, a veces, tan sonoras— apariencias y descubre o rastrea verdades que quedarían ocultas de otro modo.
No es la primera vez que Pedro Javier
Martínez aborda el tema que anima el corazón del cristianismo, pues con
anterioridad lo había hecho en un auto sacramental, El vuelo de la paloma, escrito bajo las formas graves que impone el
soneto. Para quienes lo conocemos, no nos extraña, por consiguiente, que en Rastreando tus huellas (Reflexiones sobre
Cristo crucificado), adopte la estructura del drama —no en balde en su
juventud fue hombre de teatro— para transmitirnos la emoción de sus pesquisas.
Así, la obra la componen cinco partes que son como cinco actos o jalones de un
itinerario; en las dos primeras, Búsqueda
y Encuentro, asistimos a un crescendo
de la emoción, a una intensificación paulatina de la personal zozobra del autor
que desemboca en un clímax: la tercera parte, que lleva el significativo rótulo
de Holocausto. Las dos partes
restantes, Aporía y Plenitud, suponen una reflexión, poco a
poco amansada, en tono decreciente o triste aunque al final jubiloso, sobre la
significación de la muerte del Salvador en la cruz. Quedan convocados de esta
manera los tres tiempos litúrgicos que redondean la fe del cristiano: Tiempo de
Cuaresma, Semana Santa y tiempo de Pascua.
En el tiempo de Cuaresma aparece el grito y
la búsqueda en la soledad del desierto: A
qué negarlo… Busco./Como perro de presa, entre las dunas/de mi desierto, busco,
de esta forma desgarradora comienza el poemario. Y sigue la búsqueda desesperada
de Cristo, su Amor, y en esa búsqueda, el poeta se ciñe con los versos de san
Juan de la Cruz que, como entradillas a los movimientos de su alma, lo irán
flanqueando en el camino. Ha borrado tu
huella la espesura/y es tanta mi congoja, negra y tanta,/que aunque el alma se
apresta y se levanta/no hallo tu voz que su quietud procura, sigue clamando
el poeta, porque se siente rodeado por la noche oscura. Pero fiel a su inicial
impulso, desde la soledad del desconsuelo, y también desde la consciencia del
extravío y la añadida sensación de impotencia para salir de tal estado por sus
solas fuerzas —que es muy duro el camino
y el apego/de mi alma a la tierra y a lo humano—, a la desesperada, como perro de presa, rastreará las
huellas de Cristo Salvador. Para ello, para que se incendie el alma de amor, es
necesaria la desnudez; esta desnudez perentoria, así lo siente el poeta,
constituye el único atajo cuaresmal para alcanzar la meta de su búsqueda, para
alcanzar a Dios: Acortaré caminos/hasta
tu corazón/por atajos de lluvia y arcoíris. E insiste: Si he de ser tuyo, Cristo,/ permite que despoje el corazón/de todo
cuanto pueda/parecerte superfluo, porque sabe muy bien Pedro Javier que un
hombre, por sí solo no puede nada; un hombre, para remontarse sobre su barro y
llegar a Dios, necesita a Dios: He
labrado mi huerta esta mañana/con la amorosa ayuda de tu arado. Conseguida
la desnudez del alma, se le adosará el agradecimiento por concomitancia o
fuerza de necesidad; el poeta, entre sus luchas y sus dudas, en el vaivén de su
existir, alcanzará el estado de paz que conlleva la gratitud, el simple dar las
gracias por la vida de la que somos depositarios y que se nos ha dado por un
solo gesto de amor. Y lo expresa en el precioso y significativo soneto V de la
segunda parte: Pusiste en mí el aliento
de la vida/ y mi consciencia lo trasciende amándote./No soy nada sin ti,
contigo todo,/todo contigo y todo con el Trino.
Seguiría con las citas de los bellísimos
versos de este poemario, pero no compete a un prologuista detenerse en demasía
sobre el contenido del libro que prologa, sino tan sólo señalar un rumbo, quizá
descorrer la cortina que lo vela. Me contendré, por tanto, y vendré a señalar
lo que en mi percepción son líneas maestras del mismo, tan sólo algunas de
ellas. En las dos primeras partes del poemario, Pedro Javier ha predispuesto
nuestra atención para la contemplación del epicentro de la fe del cristiano: La
onerosa muerte de Cristo en la cruz. Pero para dotar de hondura esta
contemplación, el poeta nos propone un inesperado bucle: Hará hablar al
Crucificado, le dará la voz que le negaron, y Cristo, ante el silencio del
Padre, lanzará una terrible imprecación, consciente de la inmolación a la que
voluntariamente se somete: Decapita la
noche, Dios, procura/que este sudor de sangre, que ya es llanto,/te sea grato a
los ojos. Terrible imprecación —súplica y sufrimiento— del crucificado,
puntual sabedor de su dolorosa entrega para la salvación del mundo. Tiempo de dolor,
pues, tiempo de pasión, tiempo de Semana Santa.
Se suceden los poemas, atormentados y
esperanzados, en súplica. En Holocausto
alcanza el poemario, al cantar el desgarrado sufrimiento de Cristo en la cruz,
su esplendor. Se robustece la palabra con la envoltura del soneto —Pedro Javier
es uno de los pocos poetas que conozco capaz de pensar en endecasílabos—, por
otro lado, forma poética predominante en el libro, y caen éstos como mazazos en
el centro de nuestra alma: Lleva la
muerte escrita en la mirada/y todavía sonríe. Pero acabado el infame Vía
Crucis con la muerte del crucificado, Pedro Javier abre su reflexión poética a
la Aporía. Viene sin voz el aire,/con pasmo en la mirada./Han huido los pájaros/y
se mustian las rosas. El poeta, sin perder el tremendismo ganado, se torna
reflexivo: ¿Dónde fue la promesa/que se
olvidó en el aire?, o, como dice en otro poema: Se congeló el aliento de las cosas/al cruzar los umbrales de la muerte.
Sin embargo, la muerte no tiene la última palabra, y tal como Jesús anunciaba
en el Evangelio de san Juan, la tristeza finalmente se convertirá en gozo (Juan,
16, 20). La última parte del poemario celebra la Plenitud de la resurrección de
Cristo Salvador, transformado ahora en Rey del mundo. El poeta se alborota ante
tan maravilloso acontecimiento: Buscando
entre las flores la mañana/para ponerle soles a tu frente,/dejé al alba mi casa
y a mi gente... Tiempo de Pascua, de gozo, porque el poeta se siente
querido por el Amor: Con tu fulgor me
habitas,/me traspasas, me hieres./Soy contigo y Tú eres/el centro de mis citas.
Por último, para no hablar más de la cuenta y
dejar que el lector amable descubra por sí mismo la hondura del libro, haré unas
consideraciones sobre dos aspectos que me han llamado poderosamente la
atención. Uno de ellos hace referencia a las sucesivas identificaciones que el
poeta lleva a cabo con diferentes actores del drama: con Judas, con su
homónimo, Pedro, o con Tomás. El poeta entra en la piel de ellos e indaga las
motivaciones de sus procederes, las consecuencias de los mismos y el arrepentimiento
a que les llevan tales consecuencias. Interesante ver cómo sobre Judas, en
poderoso soneto, tiende un manto de piedad, y quizá de perdón: Vivo tan sin sosiego, meditando/que junto a
ti, en la cruz, he de clavarme/para morir contigo tu tormento. Contemplará
también el terrible sufrimiento de María, y no se conformará sólo con esto,
sino que se identificará, sintiéndose un pequeño cristo ante el dolor con que
le abofetea la vida, con el mismo Cristo crucificado —poema VI de Aporía, y más aún, el sobrecogedor
soneto que a continuación corona tal idea: Voy
ahuyentando miedos mientras beso/las huellas de tus pies sobre la arena—,
pues es Él quien, en definitiva, lleva nuestras pequeñas cruces cotidianas y
nos las hace ligeras. La segunda hace mención a la palabra con que acaba el
poemario: Pleroma. No es casual tal
hallazgo, porque a Pedro Javier le mueven intenciones, a fuer de conocimientos,
muy precisas. El pleroma, en la
teología paulina, hace referencia a la Plenitud restaurada, la que, ante el
choque psicológico y la maravilla que le produce la resurrección, el poeta
canta en la última parte del libro: Ya
está la alondra, de arrebatos, loca,/pregonando el prodigio nazareno. Tras
la resurrección de Cristo, el cristiano saborea el gozo, pues la promesa ha
sido cumplida. El hombre viejo ha muerto con Cristo en la cruz, pero con Cristo,
pues Cristo es toda primicia, surgente ahora como hombre nuevo, ha resucitado
desde el sepulcro. Aquella culpa primigenia de Adán, el consecuente pecado de
la humanidad caída, definitivamente ha posibilitado la propia deificación del
hombre, tal culpa transformándose en júbilo y gloria. Dios vuelve a ser, por el
sacrificio de Cristo, en todas las cosas, y todas las cosas en Él.
Es un gran honor el que me hace Pedro Javier
Martínez al dedicar este precioso poemario, en el que tan sabiamente se
entrecruzan la profunda reflexión con la alada y desgarrada emoción, a mi
esposa y a mí. Pedro Javier y quien esto escribe hemos tenido muchas veces, en
un pasado no excesivamente remoto, que ponernos el yelmo en la cabeza, embrazar
el escudo y empuñar la espada o la lanza para salir, codo con codo, al campo de
batalla. La publicación de Rastreando tus
huellas (Reflexiones ante Cristo crucificado) supone una excelente ocasión
para seguir con esa lucha.
Jesús Cánovas Martínez
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