lunes, 29 de febrero de 2016

El misterio de la palmera



Aún recuerdo la voz de mamá aquel día en que nos dijo –No quiero que vayan a jugar a esa parte del parque
−¿ por qué?− le preguntamos
−porque no− volvió a responder ella
−pero… ¿por qué no?− retrucamos
−está ese árbol allí…que no me gusta
−¿Qué tiene? Es una palmera como cualquier otra
−Puede ser…pero a mí no me gusta…dicen que se come a los chicos, si no pregúntenle a Doña Magdalena
Nosotros no le preguntamos a doña Magdalena porque sinceramente no gustábamos de la mujer. Una italiana chismosa que vivía espiándonos y se sabía la vida de todo el vecindario. Tampoco obedecimos a mamá y continuamos yendo a jugar a esa parte del parque donde estaba la palmera.

Todas las mañanas desde mi ventana lo veía llegar. Se sentaba en el banco que estaba frente a la palmera. Permanecía  hasta el anochecer y algunas veces hasta la madrugada.
Los vecinos lo llamaban “el loco de la palmera”. Para mí él no estaba loco, siempre pensé que tenía una imaginación demasiado activa, pero loco…lo que se dice loco para mí no era.
Un día lo vi llegar y  crucé la calle, caminé hasta el banco donde estaba sentado. Me senté a su lado en silencio,  sin atreverme a hablar. Decidí esperar que él lo hiciera.
En un momento dado me dijo –yo siempre vengo aquí a visitarla, a hacerle compañía para que no se sienta sola−
Dudando le pregunté −… ¿a quién…a la palmera?
−sí, ella es algo más que una simple palmera
 Titubeando dije
−Cuando éramos chicos mi mamá no quería que viniésemos a jugar donde estaba la palmera, decía que se comía a los chicos
No me dejó terminar la frase empezó a gritar
 –¡Mentira!... ¡Es todo mentira…Una gran mentira!
Tratando de tranquilizarlo le respondí
 – claro que es todo mentira. Mira si una palmera se va a tragar chicos… lo que pasa que mi mamá desde otro lado del parque  nos podía ver por la ventana y desde aquí no. Mentí. Indudablemente el loco de la palmera consiguió asustarme.
Lo dejé con la excusa que tenía que preparar la comida. Él no dijo nada, asintió con la cabeza. Yo me fui tan silenciosa como llegué.
Durante varios días lo seguí observando desde mi ventana. Un día lo vi  hacer ademanes. Los vecinos tenían razón, su obsesión por el árbol lo dejó alucinado, lleno de fervor.
Pasaba días y noches allí. No sé si comía o bebía…porque se lo veía desprovisto de viandas y cantimploras. Tampoco llevaba abrigo ni mantas, pero yo sabía que él pasaba las noches allí, hasta que un día se quedó  para  siempre. Permanecía  al lado de la palmera día y noche. Los vecinos preocupados comenzaron a dejarle comida y cobertores, también llegaban allí al anochecer para encenderle un fuego, cosa que él, en su contemplación, no hacía.
Una de esas noches me crucé con un plato de sopa caliente y pan. Me senté a su lado, silenciosa como había hecho la primera vez. Hubo un espacio mudo y agónico entre los dos, hasta que dijo
−nadie entiende porque estoy aquí
−es verdad−agregué
−no pueden entender porque quiero permanecer al lado de ella día y noche… que no me interesa nadie más. No soy el único que piensa y siente así. Antes de mí hubo otras personas, ellas vienen a veces, cuando pueden, cuando sus otras obligaciones les permiten venir. Yo en cambio, decidí consagrar mi vida a ella, a partir de aquel día.
−¿a partir de qué día?
Inclinándose  hacia mí, en un tono confidente, comenzó a contarme
–Yo era muy alocado, era un chico que no paraba. Un día vine aquí escapando de mi casa. Me había peleado con mis padres y decidí pasar la noche  en este banco. Era una noche  cerrada y fría…  sentía escalofríos. Estaba casi adormecido cuando los vi. Llegaron en grupo, se movían con una velocidad fugaz… casi efímera. Andaban en círculos…tenían la mirada fulgurante... las manos trémulas.  En el instante que los estaba observando, vi que ella… la palmera extendía sus raíces hacia mí. De un modo rudo y suave comenzó a recorrerme. Con un roce agradable llegó a  mis piernas, se detuvo en mis entrañas y ciñó mi cintura, nos fundimos en un abrazo hasta ser uno solo. Luego me recorrió la espalda. Tomó mi nuca,  el contacto fue infinito… único… sellamos un pacto sigiloso. Desde entonces, todas las noches nos encontramos y repetimos el rito. Los demás vienen aquí creo que por la misma causa, nunca hablamos y nadie contempla a nadie.
Después de la confesión volvió a adoptar el mismo aire ausente. Desde ese día no volví a verlo. Supe por los vecinos que la familia lo había llevado lejos de allí, con la ilusión de sacarlo de la enajenación.
Una noche no podía dormir y crucé al parque. Me senté en aquel banco frente a la palmera. La miré fijo y le dije
 –No pretenderás hacer conmigo lo que has hecho con aquel desdichado.
   Entonces vi sus raíces extenderse hacia a mí, subyugante, me  acarició con las puntas  como dedos sedosos. Recorrió mis vísceras  cadenciosamente… me oí exhalar un gemido agónico… la sentí recorrer mi nuca.  Sellamos un pacto de apego donde nadie sabría sobre ello. Después las dos nos desabotonamos. Yo me quedé en el banco y ella en su raigón.
Súbitamente  los vi, tenían la mirada fija y brillante.  Andaban como almas errantes.  No emitían palabras,  apenas un jadeo extinguido emanaba de sus bocas.
En ese momento comprendí todo, ella no era un árbol cualquier. Ella tomaba y mudaba la vida de quien se atreviese a observarla. No vi al loco de la palmera. Sin duda su familia había conseguido desprenderlo del embrujo de ella.




Querida Mamá
Mientras te revelo este, mi secreto, recuerdo tus palabras aquel día. Creo que tenías razón…
En este preciso instante escucho pasos en el corredor. Se detienen frente a mi puerta. Alguien mueve el picaporte… Me sobresalto. Turbada me digo a misma que debo ser valiente… Entretanto la puerta se abre…una mujer vestida de blanco sonriente extiende sus brazos hacia mí y me dice
─ Es la hora de su medicina. ¿Cómo se siente la señora hoy?

Nora Ibarra
Aún recuerdo la voz de mamá aquel día en que nos dijo –No quiero que vayan a jugar a esa parte del parque
−¿ por qué?− le preguntamos
−porque no− volvió a responder ella
−pero… ¿por qué no?− retrucamos
−está ese árbol allí…que no me gusta
−¿Qué tiene? Es una palmera como cualquier otra
−Puede ser…pero a mí no me gusta…dicen que se come a los chicos, si no pregúntenle a Doña Magdalena
Nosotros no le preguntamos a doña Magdalena porque sinceramente no gustábamos de la mujer. Una italiana chismosa que vivía espiándonos y se sabía la vida de todo el vecindario. Tampoco obedecimos a mamá y continuamos yendo a jugar a esa parte del parque donde estaba la palmera.

Todas las mañanas desde mi ventana lo veía llegar. Se sentaba en el banco que estaba frente a la palmera. Permanecía  hasta el anochecer y algunas veces hasta la madrugada.
Los vecinos lo llamaban “el loco de la palmera”. Para mí él no estaba loco, siempre pensé que tenía una imaginación demasiado activa, pero loco…lo que se dice loco para mí no era.
Un día lo vi llegar y  crucé la calle, caminé hasta el banco donde estaba sentado. Me senté a su lado en silencio,  sin atreverme a hablar. Decidí esperar que él lo hiciera.
En un momento dado me dijo –yo siempre vengo aquí a visitarla, a hacerle compañía para que no se sienta sola−
Dudando le pregunté −… ¿a quién…a la palmera?
−sí, ella es algo más que una simple palmera
 Titubeando dije
−Cuando éramos chicos mi mamá no quería que viniésemos a jugar donde estaba la palmera, decía que se comía a los chicos
No me dejó terminar la frase empezó a gritar
 –¡Mentira!... ¡Es todo mentira…Una gran mentira!
Tratando de tranquilizarlo le respondí
 – claro que es todo mentira. Mira si una palmera se va a tragar chicos… lo que pasa que mi mamá desde otro lado del parque  nos podía ver por la ventana y desde aquí no. Mentí. Indudablemente el loco de la palmera consiguió asustarme.
Lo dejé con la excusa que tenía que preparar la comida. Él no dijo nada, asintió con la cabeza. Yo me fui tan silenciosa como llegué.
Durante varios días lo seguí observando desde mi ventana. Un día lo vi  hacer ademanes. Los vecinos tenían razón, su obsesión por el árbol lo dejó alucinado, lleno de fervor.
Pasaba días y noches allí. No sé si comía o bebía…porque se lo veía desprovisto de viandas y cantimploras. Tampoco llevaba abrigo ni mantas, pero yo sabía que él pasaba las noches allí, hasta que un día se quedó  para  siempre. Permanecía  al lado de la palmera día y noche. Los vecinos preocupados comenzaron a dejarle comida y cobertores, también llegaban allí al anochecer para encenderle un fuego, cosa que él, en su contemplación, no hacía.
Una de esas noches me crucé con un plato de sopa caliente y pan. Me senté a su lado, silenciosa como había hecho la primera vez. Hubo un espacio mudo y agónico entre los dos, hasta que dijo
−nadie entiende porque estoy aquí
−es verdad−agregué
−no pueden entender porque quiero permanecer al lado de ella día y noche… que no me interesa nadie más. No soy el único que piensa y siente así. Antes de mí hubo otras personas, ellas vienen a veces, cuando pueden, cuando sus otras obligaciones les permiten venir. Yo en cambio, decidí consagrar mi vida a ella, a partir de aquel día.
−¿a partir de qué día?
Inclinándose  hacia mí, en un tono confidente, comenzó a contarme
–Yo era muy alocado, era un chico que no paraba. Un día vine aquí escapando de mi casa. Me había peleado con mis padres y decidí pasar la noche  en este banco. Era una noche  cerrada y fría…  sentía escalofríos. Estaba casi adormecido cuando los vi. Llegaron en grupo, se movían con una velocidad fugaz… casi efímera. Andaban en círculos…tenían la mirada fulgurante... las manos trémulas.  En el instante que los estaba observando, vi que ella… la palmera extendía sus raíces hacia mí. De un modo rudo y suave comenzó a recorrerme. Con un roce agradable llegó a  mis piernas, se detuvo en mis entrañas y ciñó mi cintura, nos fundimos en un abrazo hasta ser uno solo. Luego me recorrió la espalda. Tomó mi nuca,  el contacto fue infinito… único… sellamos un pacto sigiloso. Desde entonces, todas las noches nos encontramos y repetimos el rito. Los demás vienen aquí creo que por la misma causa, nunca hablamos y nadie contempla a nadie.
Después de la confesión volvió a adoptar el mismo aire ausente. Desde ese día no volví a verlo. Supe por los vecinos que la familia lo había llevado lejos de allí, con la ilusión de sacarlo de la enajenación.
Una noche no podía dormir y crucé al parque. Me senté en aquel banco frente a la palmera. La miré fijo y le dije
 –No pretenderás hacer conmigo lo que has hecho con aquel desdichado.
   Entonces vi sus raíces extenderse hacia a mí, subyugante, me  acarició con las puntas  como dedos sedosos. Recorrió mis vísceras  cadenciosamente… me oí exhalar un gemido agónico… la sentí recorrer mi nuca.  Sellamos un pacto de apego donde nadie sabría sobre ello. Después las dos nos desabotonamos. Yo me quedé en el banco y ella en su raigón.
Súbitamente  los vi, tenían la mirada fija y brillante.  Andaban como almas errantes.  No emitían palabras,  apenas un jadeo extinguido emanaba de sus bocas.
En ese momento comprendí todo, ella no era un árbol cualquier. Ella tomaba y mudaba la vida de quien se atreviese a observarla. No vi al loco de la palmera. Sin duda su familia había conseguido desprenderlo del embrujo de ella.




Querida Mamá
Mientras te revelo este, mi secreto, recuerdo tus palabras aquel día. Creo que tenías razón…
En este preciso instante escucho pasos en el corredor. Se detienen frente a mi puerta. Alguien mueve el picaporte… Me sobresalto. Turbada me digo a misma que debo ser valiente… Entretanto la puerta se abre…una mujer vestida de blanco sonriente extiende sus brazos hacia mí y me dice
─ Es la hora de su medicina. ¿Cómo se siente la señora hoy?

Nora Ibarra


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