martes, 17 de noviembre de 2015

El secuestro

Si algo no me gusta es que me amenacen, está bien que la mujer tome la iniciativa y si quería algo conmigo, le bastaba con decirlo, pero no tenía por qué ser de ese modo, tan a la mala, a nadie le gusta que lo hagan pasar sustos, aunque, a decir verdad, la mujer tuvo razón, de otro modo no habría conseguido nada, bueno, quizá sí, unos veinte años antes, cuando a mí todavía se me revolucionaban las hormonas y no me molestaba ponerle los cuernos a mi negra, pero ahora, pintando canas, no me vengan con leseras, a la mala no más, de otro modo no me habría encontrado con ella, qué le iba a hacer caso, si ni siquiera la conocía, digo que no la conocía de verdad, sino apenas, la vi un par de veces, por allá por los noventa, era la esposa de un amigo, y para qué voy a mentir, me acosté con ella, una vez no más, después me remordió la conciencia, pero conocerla, lo que se dice conocerla, no, para nada, uno no conoce a una mujer tan solo porque se acuesta con ella. Pero me llamó, de repente, como salida de la nada, una tarde en medio de la siesta; yo al principio no sabía quién era, en parte porque aún estaba medio dormido, y en parte, por los años que habían pasado; no es que sufriera de amnesia, es que ella ya no estaba en el reparto; hay gente que uno recuerda en un contexto, en ciertos años, en determinadas ciudades, hasta en calles específicas, y no espera que aparezcan de repente, no son parte del libreto, como esos actores secundarios, que hicieron un buen papel alguna vez, incluso memorable, pero ahora es otro rodaje, otra cinta con otras nominaciones, los actores secundarios van cambiando. Algo así le dije, no con los ejemplos que recién se me ocurrieron, sino que no me esperaba que ella me llamara, quizá con otras palabras, pero dándole a entender que no la había olvidado, para qué ser crueles, digo yo, si con una mentirilla se alegra a la gente. El problema fue que no llamaba para saludar, sino para otra cosa; se la escuchaba exultante, como si se hubiera ganado la lotería ella solita; pero no era por eso, por supuesto; "qué alegría encontrarte", eso fue lo que me dijo, y después de sopetón, que se había divorciado hacía seis meses y que lo primero que pensó fue en buscarme, y yo qué tengo que ver, le respondí, con otras palabras, por supuesto, ya he dicho que no me gusta hacer sentir mal a la gente, pero a buen entendedor… Ella no era buen entendedor y tuve que decirle que estaba casado, sí, con mi negra, como si ella no supiera, como si la de la amnesia fuera ella, pero así estaban las cosas; "¿todavía sigues con ella?", me imaginé el gesto de disgusto, casi de asco, torciendo un poco la boca, pero esto lo imaginé no más, la conversación fue por celular, que no se malentienda, uno se da cuenta por el tono de voz, no es necesario estar presente, del mismo modo me di cuenta de que la otra pregunta era capciosa, pero no supe cómo sacarle el cuerpo; "¿la amas?", me dijo, y yo el muy boludo respondí que sí, y entonces ella me dijo que si no quería que supiera lo nuestro (lo dijo así, con esas palabras), tenía que levantarme (¿cómo supo que yo estaba acostado?), y encontrarme con ella en un café, para conversar. 
Yo pensé: la negra ya no está para pasar más penas, sobre todo por tonteras del pasado, lo pasado pisado, dice el dicho, y lo pisado, pasado, digo yo, de modo que me levanté a regañadientes, fui al baño, oriné largamente y luego me arreglé un poco, nada más que un poco, no se fuera a creer que por ella me había acicalado, ni perfume me puse, y salí con el mismo bluyín viejo con el que salgo a trabajar. Ella, en cambio, lucía como una vampiresa, vestida de noche a las tres de la tarde; estaba claro que las cosas pintaban para mal; no faltarán los que retruquen que las cosas pintaban para bien, pero ya he dicho que a esta altura de la vida, uno quiere vivir tranquilo, hacer el amor con la negra, una vez a la semana, y el resto del tiempo, trabajar. 

No sé qué le pusieron al café, esa es la verdad, yo había escuchado de esas cosas en la tele, pero nunca pensé que a mí me fuera a pasar. El caso es que me empecé a sentir mareado, y ella hablaba y hablaba, creo que me contaba su vida entera, cada minuto del martirio que le había hecho vivir mi amigo, como si yo tuviera la culpa, pero todo eso lo creo, no puedo estar seguro, yo estaba tan mareado, que de pronto me desvanecí.

Dos días después, mi negrita, o sea, mi hija, la mayor, recibió una llamada telefónica: "aquí tengo a tu padre", dijo que le dijeron, y yo no creo que fuera un cómplice, estoy seguro que fue ella, porque disfrutaba lo que estaba haciendo, sentía el placer de hacer el mal, claro que en verdad, no puedo estar seguro, sino casi, porque me mantuvo drogado todo ese tiempo, era una especie de vudú, porque hacía lo que a ella le venía en gana, me lo ordenaba con su mente, la perra ni siquiera necesitaba hablar. A mi hija no le pidieron nada, no le hablaron de rescate, ni siquiera le ordenaron que no llame a la policía, como en las películas, tan sólo le dijeron eso, para mí que fue para dejar en claro que se trataba de un secuestro, algo grave, y no que su papito andaba de parranda, una canita al aire, como dice mi hijita que le dijeron los carabineros la primera vez que denunció mi desaparición.

Luego hubo otras llamadas, me contaron, pero la mayoría de las veces no decían nada, solo respiraban fuerte, para que se notara que había alguien al otro lado de la línea, pero también pa meter miedo, como si un maleante le respirara en la cara al pobre que le tocaba contestar, que casi siempre era mi yerno, que como yerno es de lo más bueno, buen esposo y buen papá, pero sin una pisca de personalidad, se lo dije a mi negra apenas lo conocí, este tipo está cagado, mi hijita lo va a tener bailando en un dedo y así no más fue, un tipo buenazo, pero sin carácter, me imagino cómo se pondría cada vez que sonaba el teléfono, y él, el único hombre de la casa, debía responder. Las mujeres tenían más huevos que él, pero también eran prudentes, no estando quien les habla, él estaba a cargo, las cosas eran como deben ser. Dice mi yerno que un día me dejaron hablar con él, para que supieran que no era broma, que era verdad que me tenían, y que yo me oía de lo más bien, como si me hubiera tomado unos tragos –pero yo no tomó desde hace veinte años–, hasta música de fondo, una cumbia, me parece, dice que había, qué quieren que les diga, si esa mujer me tenía a su merced, estaba como drogado, era como un zombi, a lo mejor fue verdad, pero yo no me acuerdo, por más que trato, no me puedo acordar.

Dicen que me encontraron vagando sonámbulo por la Carretera Austral, cerquita de la pega, que me subieron al auto de mi yerno y me trajeron hasta acá. Yo le conté esto mismo a la policía, pero parece que archivaron el caso, porque nadie se contactó conmigo después, ni siquiera un actuario, nadie, lo que se dice nadie, y uno se pregunta en qué clase de país vivimos, si ni siquiera un reportero se ocupa de un secuestro, prefieren llenar el diario con partidos de fútbol de tercera división, y que me perdonen los muchachos, porque yo fui win derecho del Estrella blanca, pero no es lo mismo, no señor, no se imaginan el mal que le hicieron a mi negra, que es un alma de Dios, la pobre perdió como seis kilos, porque nunca se sabe cómo terminan estas cosas, también pudieron haberme devuelto en un cajón. El único que ganó algo con todo esto fue el bueno de mi yerno, que al fin pudo sacer la voz.

Lo malo es que las llamadas siguieron; yo ya estaba en casa, pero siguieron llamando, como si todavía me tuvieran secuestrado, todos los días, a la hora de almuerzo, durante la siesta, o cuando uno se duchaba, parecía que sabían cuál era el momento más inoportuno para llamar; si hacíamos el amor, no bien empezábamos, sonaba el celular, si mirábamos una telenovela, un partido de fútbol en la televisión, hasta de madrugada… no se podía ni dormir. Y siempre era lo mismo, uno respondía y del otro lado se escuchaba una respiración, ni una palabra, sólo una respiración. Cambiamos de números varias veces, de compañía telefónica, sin resultado.

Una tarde, cuando retornaba del trabajo, divisé un auto sospechoso en el espejo retrovisor. Aceleré, pasé un semáforo en rojo y luego me metí en un estacionamiento subterráneo, di varias vueltas, sin estacionarme, y luego salí por otra calle, riéndome para adentro, esos estacionamientos son un laberinto y nadie los conoce mejor que yo. Pero luego de un rato, divisé el auto otra vez. Aterrado, deje mi coche en una estación de servicio y tomé un taxi; mi yerno recuperó mi auto seis horas después, le temblaban las cañuelas al pobre, y cuando me entregó las llaves, no podía ni hablar.

Al día siguiente, vendí mi joyita a precio vil, y me compré un auto atroz, un tocomocho de lo más común, pensando que así pasaría desapercibido y que no tendría que preocuparme del retrovisor. Ese fue mi error. Apenas llegué a casa me encontré con que en la esquina, frente a la panadería, estaba el mismo auto que me había seguido antes. Mi yerno me dijo que él también lo había visto, pero que no había nadie en su interior; qué raro, dije yo, porque si me estaban siguiendo, qué caso tenía dejar el auto desocupado, a la vista de todos, como si no fuera más que una meada de perro, un aviso, como los grafitis que solían pintar en los muros las pandillas, para delimitar su territorio e imponer su dominio, pero eso es otro cuento, otra mentalidad, el secuestrador secuestra y no va dejando pistas por ahí, eso cualquiera lo sabe, basta con llamar a la policía para que tomen huellas, claro que en este caso, eso estaba descartado, si ni siquiera cuando ocurrió el secuestro fueron capaces de investigar. Por lo demás, cualquiera podía detenerse a comprar pan, eso no estaba prohibido, este es un país libre, la gente compra donde quiere, no importa que no sea del barrio… pero nadie se demora tres horas en comprar pan.

Decidimos cambiar nuestras rutinas (táctica básica, como puede observarse en cualquier serie policial de la televisión), mandamos a los nietos al campo, con mi otra negrita, mi hija, la menor, y nosotros nos fuimos a casa de mi yerno, el marido de mi negrita mayor. La casa estaba húmeda, se notaba que no la usaban nunca, mi negrita es tan apegada a nosotros, que prácticamente vivían en nuestra casa, total, espacio había, el caserón era grande, herencia de mi madre, que Dios la tenga en su gloria, porque ella era una santa, no como mi padre, que si te he visto no me acuerdo, dicen que se fue a trabajar a la Argentina y ya no volvió más, pero a mí me contaron que se pudrió en la cárcel, cosa que a mí me tiene sin cuidado, sobre todo ahora, con tanto problema en la cabeza y tanta incompetencia policial.

Pero, claro, una zorra como esa, no podía ignorar dónde vivía mi negrita, de modo que pronto vimos el auto sospechoso rondar por las calles cercanas a la casa de mi yerno, o estacionarse frente a la fábrica donde yo trabajaba, o, en fin, transitar por cada ruta que inventaba por las mañanas, con el único propósito de burlar su vigilancia. Yo habría podido acostumbrarme, se los juro, pero un día llamó mi negrita, mi hija, la menor, diciéndome que un auto sospechoso vigilaba su casa y que no se atrevía a dejar que los niños salieran a jugar, de modo que el living era un pandemonio de jarrones rotos y pelotas rebotando en las paredes, en medio de un griterío ensordecedor. Le dije, negrita vamos para allá.

Antes de salir, fui al taller de mi compadre Anselmo, un mecánico de malas pulgas y peores juntas, a quien pedí consejo, sabiendo que me enviaría a ver a algún amigo, de esos que trafican cualquier cosa, incluso un treinta y ocho especial, de modo que nos fuimos armados, dispuestos a dar guerra de una buena vez. Le dije a mi yerno que condujera él, mientras yo me familiarizaba con el fierro y la munición; sabía que él sería incapaz de disparar un tiro, porque era un tipo bueno, de esos que no matan una mosca, no se crean que lo digo por retórica, es la pura verdad, si un bicho lo molesta demasiado, tan sólo abre la ventana y la obliga a salir, así de inofensivo, para no creerlo, lo juro por mi madre, es la purísima verdad; en cambio, conduciendo, es otra cosa, pareciera que los pies se los hubieran hecho de plomo, si el auto no tuviera piso, seguro que haría un hoyo en el pavimento, cuando él conduce, el dicho se cumple al dedillo, los tranquilitos son los peores, no lo sabré yo.

No tardamos demasiado; pero cuando llegamos, el auto sospechoso ya no estaba allí, los niños jugaban en la quinta y mi negrita, mi hija, la menor, colgaba la ropa que acababa de lavar. Me dijo que se habían ido apenas me llamó. Yo iba a abrazarla, a decirme que me perdone, que era mi culpa, que no debí pedirle que cuidara a los niños, que si no lo hubiese hecho no la habría metido en este lío, que hasta ese momento, no había trastornado su vida habitual. Yo iba a abrazarla y decirle todo eso, pero sonó mi celular.

La mujer fue clara, terminante, ni siquiera me dejó hablar: me dijo que subiera al auto de inmediato, solo, sin el pelotudo ese que me acompañaba, que no podía creerlo, que pensaba que era más hombre, ¡eso fue lo que me dijo!, se imaginan ustedes cómo me sentí, que no me escondiera tras las faldas (eso no lo dijo por mi yerno, pero se entendía que era igual), que no fuera idiota y que entregara ese revólver, a quién creía que le iba a disparar, que siguiera sus instrucciones al dedillo, o al pie de la letra, con los nervios no me acuerdo bien de sus palabras, que si amaba a mi familia, mejor volviera pronto a la ciudad, que ella me iba a esperar en el café de siempre, para conversar.

René de la Barra Saralegui

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