Algunas veces,
el corazón, en contraposición con la razón, te lleva a lugares a los que sólo
hubieses decidido ir en el más aciago de tus días.
La razón, de las
muchas veces sinrazón, hace que salgas del lugar con el corazón pleno, henchido
de ternura, de una extraña sensación, con ganas de dar gracias a no sabes quién
por haberte llevado hasta allí, por haberte permitido aprender que hay otras gentes,
otras formas de vivir. De que lo espiritual, no tiene necesariamente que ser
compañero de viaje de lo material, de que la sabiduría y la humildad la mayoría
de las veces van de la mano.
En este mundo,
en el que la naturaleza pone todo su énfasis en reírse de las leyes de los
grandes hombres, de aquellos que siempre creen tener toda la razón. Aún no sé
por qué regla, todavía no he aprendido a definirla, me da la vaga sensación de
que ésta, –la naturaleza– trata por todos los medios de aliarse
con la humildad, con la pobreza, con los de más baja condición para darles a
los todopoderosos una lección de grandeza. Para hacerles ver que el aura del
alma, es más sublime que la del oro.
Esta ley no
pueden cambiarla los hombres, porque procede de las lejanas estrellas, es la
vieja sabiduría natural de los antepasados, de la vida en toda su plenitud.
Hacía frío
aquella tarde del final de un otoño que se resistía a marcharse. La incipiente
primavera, aún no había decidido regalarle al campo su manto nuevo, daba la
sensación de que no iba a terminar nunca de desperezarse.
El tenue
calorcito que desprendía la tierra, le ganaba lentamente terreno a la humedad,
y esto, ayudaba a levantar una neblina de escalonados jirones que hacían de los
jardines de los Campos Elíseos, un lugar que invitaba a divagar al cuerpo y la
mente, creando un espacio propicio para el misterio.
Aquella era una
de esas tardes, en las que me dejaba llevar empujado por la melancolía, libre
albedrío para que me inunde, no lucho porque me posea, porque me aleje de la
compañía de alguien, y por ende; busco, ansío la soledad, en soledad.
Y dejándome
invadir por este sinuoso, callado y dulce enemigo, ya viejo conocido de tantos
momentos de privacidad buscada, elegí al azar, al menos eso pensé, un paseo por
la margen derecha del humeante debido a la niebla en esa época del año, Sena.
Río que besa y mima con el amor de una madre, en un delicado abrazo, a París.
No sabía, aunque
lo intuí, que fue el azar el que me eligió para este encuentro. Como la inmensa
mayoría de las veces, dispuesto a dar, pero también con la esperanza de
recibir; una mano en el corazón, la otra en el bolsillo. Ese, es el símbolo de
los que pertenecemos a este club, que por desgracia aún cuenta con tan pocos
afiliados. Los que militamos en él, no dudamos en colgar cada día, una jaula de
jilgueros en nuestro corazón.
Empecé a andar
siguiendo el rumbo de los últimos gansos que emigraban al sur, el sol parecía
ocultarse con pereza, como resistiéndose a dejarse ganar por la oscuridad, pero
esta, se adueñaba poco a poco de las mansas y monótonas aguas del afortunado
río, en complicidad con las luces multicolores de neón que dibujaban fantasías
jugando con ellas.
Apenas me di
cuenta –abstraído en mis pensamientos sobre el turbulento pasado de la
ciudad de Paris, nacida de una aldea de pescadores, los Parisii, instalados en
la mayor isla del Sena, Lutecia. Sublevados contra romanos, bárbaros, Hunos,
etc– de donde estaba, ni de que el
astro rey se despidió de mí con su última y cálida sonrisa dejándose resbalar
dulcemente por detrás de la torre Eiffel.
Si, la sonrisa
más bonita del sol, es al caer la tarde, es la que en algunas ocasiones me ha
hecho llorar con sólo mirarla, a veces sucede, pasa cuando el corazón está
inundado de belleza.
La umbría de un
puente sobre el río, sólo alumbrado por una impenitente fila de luces de coches
encima de él, me incitaba a dar la vuelta, el poderoso amo y señor de la luz se
había llevado con el egoístamente, la tibieza de unas horas antes, cediéndole
el poder a la fría luz de la luna de finales de Otoño.
Río abajo,
absorto en viejas historias de fantasmas y guillotinas que dejaban volar la
imaginación en las sombras que jugaban sobre los árboles del Bulevar de Enrique
IV, a la sombra de la
Bastilla, no me percaté del inexorable paso del tiempo que me
trajo como compañera a la penumbra que precede a la oscuridad.
¡Oh los viejos
puentes del Sena a su paso por Paris! Testigos mudos, de quien sabe cuántas
historias de amor y de guerras acaecidas encima, en derredor y debajo de ellos.
Volví sobre mis
pasos, lo hice con lentitud, sintiéndome decepcionado por haberme dejado
sorprender por la sibilina y eterna dama de la noche. Cuando fui consciente de
que estaba sólo me apresuré a desandar lo andado.
Fue al pasar por
una zona más apartada, más marginada por la luz de las antiguas farolas
semejantes a gárgolas de hierro fundido o de piedra tallada desgastadas por el
paso de los años, cuando escuché como en un susurro, unas palabras de reproche
quizás. Agudicé el oído, más por la curiosidad que por el lugar de donde
provenían, debajo de uno de los viejos puentes de piedra. Contuve la
respiración y esperé unos segundos intentando adaptar mis ojos a la oscuridad, escuchando a la
noche.
¡Y por fin! Mis
sentidos no me habían jugado una mala pasada, eran voces, débiles, pero voces;
volví a escucharlas, pausadas. ¿Quién podría estar hablando allí y a estas
horas? ¿Algún loco vagabundo contándole sus cuitas a algún árbol centenario de
los que pueblan la Ile
de la Cité, mudo
testigo de su delirio?
¡Marcharme!...
¿Para qué? Podía pasarme el resto de la noche intentado inventar, en las
paredes, en las ventanas de madera barnizada de la habitación de mi hotelito de
Montmatre donde me hospedaba aquel largo fin de semana, quien era el dueño de
esa voz, me conocía demasiado a mí mismo y decidí
averiguarlo “in situ”.
Es halagador
superarte, vencerte día a día, saber que
puedes controlar los instintos que llevas programados en tus genes, que
eres más fuerte que ellos; descargas adrenalina y eso te hace sentir bien.
Seguía acercándome, despacio, intentaba no hacer ruido o como poco el menos
posible, podía incluso encontrarme con una navaja en la garganta y este
pensamiento me provocaba el infravalorarme, tratarme de loco metomentodo.
Les vi desde la
protección que me ofrecía la oscuridad cómplice, al tenue resplandor de un
ocasional fuego cercado por tres piedras improvisando un soporte, sobre el
cual, estaba colocada una humeante lata de medianas dimensiones a modo de olla.
Uno frente al otro, sentados sobre sendas cajas de plástico de un color
incierto, definido en otros tiempos. Había dos hombres, uno de mediana edad, el
otro más anciano por el aspecto de su blanca y descuidada barba, los dos
apáticos, desaliñados en su aspecto de ropa y aseo. Fue todo lo que me permitió
ver la prestada luz del fuego. ¡Vagabundos sin duda alguna! Fue el resultado de
mi primera valoración indiscutible.
Satisfecha mi
curiosidad y sin querer profanar su aparente paz, decidí abandonar el lugar con
el mismo sigilo que lo había abordado, ¡vano intento!, No había retrocedido dos
pasos cuando una voz a mis espaldas preguntó
-¿Quién eres,
qué quieres? Acércate, no creo que los que construyeron este tejado se
incomoden si te sientas un momento con nosotros.
Me quedé helado,
¿cómo habrían podido verme? o más que verme, intuyeron, sintieron mi presencia,
ellos acostumbrados a la soledad, al silencio, dilatan sus sentidos como los
gatos que pueblan los tejados dilatan sus pupilas en la oscuridad de la noche.
Sin recelo, quizás por la calidez y calma de su voz, me acerqué. Se levantaron
ofreciéndome sentarme con ellos en un tocón de madera, como lo hubiese hecho un
lord inglés con un estudiado gesto, ofreciéndome un lugar junto al fuego de una
noble chimenea en un majestuoso sillón de piel, junto con una olorosa copa de
coñac francés. Nos miramos, pausados, lentos, estudiando cada gesto, cada
movimiento que la mortecina llama del fuego convertía en caprichosas sombras,
como si los viejos fantasmas del Notre Dame, curiosos por nuestra muda tertulia
de lánguidas miradas, fuesen los ausentes forjadores de largos silencios.
El más anciano,
sacó de su roída chaqueta lo que restaba de lo que debió ser un glorioso puro,
y con la misma ceremonia que un samurai tomaría su último té, lo encendió
acercando una brasa hacía el, después de unas breves pero intensas chupadas
apareció el esperado triunfo del humo. El otro clochard, –no me había equivocado en mi primera apreciación, eran mendigos de
los cientos que viven por llamarlo de alguna manera bajo los puentes del Sena– hizo el ademán de abanicarse la cara
con la mano en un intento de apartar el oloroso vaho del humo que llegaba hasta él.
Me miraban en
silencio, esperaban mi elocuente versión por la intrusión en sus “dominios”,
supuse.
-Por tu acento
no eres francés, sin lugar a dudas, –dijo
después de haber escuchado mi escueta explicación, sin apartar ni un momento
sus ojos de mi cara–.
-No..., no lo
soy, español... Soy español.
No le importó
que hacía en París, no preguntó nada, sólo se levantó y con el extremo de una
descolorida bufanda que colgaba de su cuello, por la apariencia más vieja que
él, sujetó el bote por el borde circular y con cuidado de no quemarse lo apartó
del fuego, lentamente vació el agua hirviendo creando una pequeña nube con el
vapor que huía de él y de nuevo se sentó con la improvisada y negra olla,
poniéndola entre sus rodillas.
Me asomé con
discreción, había tres o cuatro patatas en su interior por lo que pude apreciar,
le vi tomar la más grande y pasándosela de una mano a otra, supuse que para
enfriarla, o quizás para no quemarse las
puntas de los dedos que asomaban aletargadas y sucias por entre unos guantes de
algo parecido a la lana, me la ofreció con una sonrisa que para mí no perdió su
brillo, a pesar de tener detrás unos escasos y rotos dientes. ¡Dios, que
contraste! ¡¡Me estaba ofreciendo su cena!! Me vinieron a la memoria, los
biombos de los grandes restaurantes para que nadie moleste mientras cenan los poderosos
de turno. Por favor, que nadie me pregunte lo que sentí en aquel momento, para
algunas cosas aún no se han inventado las palabras.
Tomé lo que me
ofrecía, sí, lo tomé y puedo jurar por lo más sagrado, que fue la más sabrosa
patata que he probado en mi vida.
Después de
ofrecer otra patata a su compañero y reservar otra para él, se levantó de la
caja que le servía de asiento y arrojó la que quedaba en el bote, al río.
Compartida
la frugal cena, hablamos y hablamos,
allí no había fronteras, ni ideologías,
ni pobres, ni ricos..., sólo había tres hombres hablando de sus cosas, a veces
riéndose de la vida a veces de la muerte, sin reproches, sin mentiras.
Quise saber sus nombres y pregunté:
-Qué más da uno
u otro cuando los puedes tener todos ¿tienen nombres las flores, y las nubes, y
los peces, tienen nombre las piedras? ¡Llámanos clochard! –Se
miraron con aprobación–.
-¿Habréis tenido
un nombre…, alguna vez?
-Supongo, si…,
alguna vez, como Chito, si…
Añadió algo de
leña al fuego, le miré, yo esperaba su relato ansioso y él lo sabía.
-…Llegó una
noche, como tú, se acercó hasta allí, –señaló
a unos cinco o seis metros con el dedo–
y se quedó quieto, mirando; estaba mojado, temblaba y tenía hambre. Llevaba la
patita de delante…, la derecha, rota. Lo llamamos y vino arrastrando su
barriguita con miedo hasta aquí, él lo secó con mi vieja bufanda, –dijo señalando a su compañero– le pusimos una rama atada a la pata,
la tenía muy mal, destrozada; creo que lo atropelló un coche, si…, se la tuvimos
que cortar, cuando se curó, él –dijo volviendo a dirigirse al más
joven– le hizo una patita de madera y con un aparejo de cuero se
la acoplamos al cuerpo, pronto se acostumbró a andar con ella. Lo conocimos de
cachorro, cuando llegó sólo tendría dos o tres meses, alguien lo abandonó, o se
perdió, desde entonces ni un solo minuto se separó de nosotros, ¡jamás! –acentuó para hacerlo más creíble–. Dormía entre mis piernas, nunca se
fue cuando no había comida, cuando hablábamos, él escuchaba, si reíamos, reía y
si llorábamos, él lloraba. Si, no éramos dos hombres y un perro, éramos tres
amigos, tres buenos amigos.
Aquel puente de
ojos se me estaba quedando pequeño, necesitaba más espacio para esconder mi
corazón, porque el alma se expande, se va, vuela; pero el corazón se queda, y
como hacer oídos sordos a sus latidos que te hablan cuando quieres escucharlos.
-¿Porqué Chito? –pregunté curioso–.
Una media
sonrisa sin color, se dibujó debajo de su barba con una mal disimulada
tristeza.
-Jamás se quejó
cuando le cortamos la pata, él sabía que tenía que ser así, nunca protestó por
nada, no ladraba para no molestar al viento, ponía los ojitos pequeños cuando
presentía nuestra tristeza, jugaba, saltaba, nos miraba y nosotros entendíamos
lo que nos decía, “vosotros me tenéis a mí y yo os tengo a vosotros, ¿qué pasa,
eh? Estamos juntos, no”.
-¿Decía eso?
-Sí… decía eso.
-Y… ¿Dónde está
Chito?
Los dos bajaron
la cabeza y después de unos segundos de tenso silencio, el viejo miró hacia el
estrellado cielo.
-¡Se fue!
-¿Se fue? Pregunté con extrañeza-.
-Sí, se fue, a
él –refiriéndose de nuevo a su parco
compañero– se le cayó mi bufanda al
río, fue el viento, y Chito saltó a por ella. Fue, el invierno más frío de los
últimos años, no…, no pudimos sacarlo del agua, se hundió. Hasta el último
momento nos estuvo mirando. Chito no quería que su amigo perdiera la bufanda,
murió por mí bufanda…, por esta bufanda –dijo
mostrándomela, la misma que le había servido para apartar el bote del fuego,
entendí que aquel hombre moriría sin separarse de aquella vieja y roída prenda– pero sé que hay un cielo y un dios
para los perros –continuó– sé que Chito no está sólo. ¡Mira!,
ves esa zona de estrellas, las que están más juntas.
-Si -contesté
mirando hacia arriba-.
-¿Sabes qué son?
–no me dio tiempo a contestar a su
pregunta– ese es el jardín de Chito,
y las estrellas son los agujeros que hace al andar con su patita de palo, los
hace para que sepamos que él está ahí todas las noches con nosotros.
Se me estaba
quedando pequeño el cielo de Paris; necesitaba aire, espacio abierto,
necesitaba respirar en profundidad. Cuanta sabiduría, cuanta ingenuidad, cuanta
ternura, cuanta humildad, cuanto calor es capaz de vivir debajo de un puente en
pleno invierno.
Castillos,
palacios, mansiones frías y vacías, caretas de hipocresía. No sé cuantas cosas
acudieron en tropel a mi mente en tan solo unos segundos, quizás para
contrarrestar la caída de las inminentes lágrimas al ver tanta grandeza en un
espacio tan pequeño.
Me despedí de
ellos en un respetuoso silencio, tan solo un emotivo apretón de manos habló por
los tres. Les dejé allí con su Chito, con sus sueños; sin que me pidieran nada
a cambio del tesoro de su amistad.
Hoy después de
algunos años no he podido olvidar a los clochard, ni a Chito, ni tampoco el
sabor de aquella patata hervida, fue..., sin lugar a ninguna duda, una de mis
mejores cenas. Sólo después de algún tiempo pude comprender por qué siempre
tiraban una patata al río. Ahora lo sé, era para Chito.
Joaquín Marías Corbalán Corbalán
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