lunes, 26 de octubre de 2015

Chito


Algunas veces, el corazón, en contraposición con la razón, te lleva a lugares a los que sólo hubieses decidido ir en el más aciago de tus días. 

La razón, de las muchas veces sinrazón, hace que salgas del lugar con el corazón pleno, henchido de ternura, de una extraña sensación, con ganas de dar gracias a no sabes quién por haberte llevado hasta allí, por haberte permitido aprender que hay otras gentes, otras formas de vivir. De que lo espiritual, no tiene necesariamente que ser compañero de viaje de lo material, de que la sabiduría y la humildad la mayoría de las veces van de la mano.               

En este mundo, en el que la naturaleza pone todo su énfasis en reírse de las leyes de los grandes hombres, de aquellos que siempre creen tener toda la razón. Aún no sé por qué regla, todavía no he aprendido a definirla, me da la vaga sensación de que ésta, la naturaleza trata por todos los medios de aliarse con la humildad, con la pobreza, con los de más baja condición para darles a los todopoderosos una lección de grandeza. Para hacerles ver que el aura del alma, es más sublime que la del oro.

Esta ley no pueden cambiarla los hombres, porque procede de las lejanas estrellas, es la vieja sabiduría natural de los antepasados, de la vida en toda su plenitud.

      

Hacía frío aquella tarde del final de un otoño que se resistía a marcharse. La incipiente primavera, aún no había decidido regalarle al campo su manto nuevo, daba la sensación de que no iba a terminar nunca de desperezarse.

El tenue calorcito que desprendía la tierra, le ganaba lentamente terreno a la humedad, y esto, ayudaba a levantar una neblina de escalonados jirones que hacían de los jardines de los Campos Elíseos, un lugar que invitaba a divagar al cuerpo y la mente, creando un espacio propicio para el misterio.

       

Aquella era una de esas tardes, en las que me dejaba llevar empujado por la melancolía, libre albedrío para que me inunde, no lucho porque me posea, porque me aleje de la compañía de alguien, y por ende; busco, ansío la soledad, en soledad.

Y dejándome invadir por este sinuoso, callado y dulce enemigo, ya viejo conocido de tantos momentos de privacidad buscada, elegí al azar, al menos eso pensé, un paseo por la margen derecha del humeante debido a la niebla en esa época del año, Sena. Río que besa y mima con el amor de una madre, en un delicado abrazo, a París.

No sabía, aunque lo intuí, que fue el azar el que me eligió para este encuentro. Como la inmensa mayoría de las veces, dispuesto a dar, pero también con la esperanza de recibir; una mano en el corazón, la otra en el bolsillo. Ese, es el símbolo de los que pertenecemos a este club, que por desgracia aún cuenta con tan pocos afiliados. Los que militamos en él, no dudamos en colgar cada día, una jaula de jilgueros en nuestro corazón.       

         

Empecé a andar siguiendo el rumbo de los últimos gansos que emigraban al sur, el sol parecía ocultarse con pereza, como resistiéndose a dejarse ganar por la oscuridad, pero esta, se adueñaba poco a poco de las mansas y monótonas aguas del afortunado río, en complicidad con las luces multicolores de neón que dibujaban fantasías jugando con ellas.

Apenas me di cuenta  abstraído en mis pensamientos sobre el turbulento pasado de la ciudad de Paris, nacida de una aldea de pescadores, los Parisii, instalados en la mayor isla del Sena, Lutecia. Sublevados contra romanos, bárbaros, Hunos, etc de donde estaba, ni de que el astro rey se despidió de mí con su última y cálida sonrisa dejándose resbalar dulcemente por detrás de la torre Eiffel.

             

Si, la sonrisa más bonita del sol, es al caer la tarde, es la que en algunas ocasiones me ha hecho llorar con sólo mirarla, a veces sucede, pasa cuando el corazón está inundado de belleza.

      

La umbría de un puente sobre el río, sólo alumbrado por una impenitente fila de luces de coches encima de él, me incitaba a dar la vuelta, el poderoso amo y señor de la luz se había llevado con el egoístamente, la tibieza de unas horas antes, cediéndole el poder a la fría luz de la luna de finales de Otoño.

Río abajo, absorto en viejas historias de fantasmas y guillotinas que dejaban volar la imaginación en las sombras que jugaban sobre los árboles del Bulevar de Enrique IV, a la sombra de la Bastilla, no me percaté del inexorable paso del tiempo que me trajo como compañera a la penumbra que precede a la oscuridad.



¡Oh los viejos puentes del Sena a su paso por Paris! Testigos mudos, de quien sabe cuántas historias de amor y de guerras acaecidas encima, en derredor y debajo de ellos.

Volví sobre mis pasos, lo hice con lentitud, sintiéndome decepcionado por haberme dejado sorprender por la sibilina y eterna dama de la noche. Cuando fui consciente de que estaba sólo me apresuré a desandar lo andado.



Fue al pasar por una zona más apartada, más marginada por la luz de las antiguas farolas semejantes a gárgolas de hierro fundido o de piedra tallada desgastadas por el paso de los años, cuando escuché como en un susurro, unas palabras de reproche quizás. Agudicé el oído, más por la curiosidad que por el lugar de donde provenían, debajo de uno de los viejos puentes de piedra. Contuve la respiración y esperé unos segundos intentando adaptar  mis ojos a la oscuridad, escuchando a la noche.

¡Y por fin! Mis sentidos no me habían jugado una mala pasada, eran voces, débiles, pero voces; volví a escucharlas, pausadas. ¿Quién podría estar hablando allí y a estas horas? ¿Algún loco vagabundo contándole sus cuitas a algún árbol centenario de los que pueblan la Ile de la Cité, mudo testigo de su delirio?

¡Marcharme!... ¿Para qué? Podía pasarme el resto de la noche intentado inventar, en las paredes, en las ventanas de madera barnizada de la habitación de mi hotelito de Montmatre donde me hospedaba aquel largo fin de semana, quien era el dueño de esa voz,  me  conocía demasiado a mí mismo y decidí averiguarlo “in situ”.

         

Es halagador superarte, vencerte día a día, saber que  puedes controlar los instintos que llevas programados en tus genes, que eres más fuerte que ellos; descargas adrenalina y eso te hace sentir bien. Seguía acercándome, despacio, intentaba no hacer ruido o como poco el menos posible, podía incluso encontrarme con una navaja en la garganta y este pensamiento me provocaba el infravalorarme, tratarme de loco metomentodo.



Les vi desde la protección que me ofrecía la oscuridad cómplice, al tenue resplandor de un ocasional fuego cercado por tres piedras improvisando un soporte, sobre el cual, estaba colocada una humeante lata de medianas dimensiones a modo de olla. Uno frente al otro, sentados sobre sendas cajas de plástico de un color incierto, definido en otros tiempos. Había dos hombres, uno de mediana edad, el otro más anciano por el aspecto de su blanca y descuidada barba, los dos apáticos, desaliñados en su aspecto de ropa y aseo. Fue todo lo que me permitió ver la prestada luz del fuego. ¡Vagabundos sin duda alguna! Fue el resultado de mi primera valoración indiscutible.

Satisfecha mi curiosidad y sin querer profanar su aparente paz, decidí abandonar el lugar con el mismo sigilo que lo había abordado, ¡vano intento!, No había retrocedido dos pasos cuando una voz a mis espaldas preguntó

  

-¿Quién eres, qué quieres? Acércate, no creo que los que construyeron este tejado se incomoden si te sientas un momento con nosotros.



Me quedé helado, ¿cómo habrían podido verme? o más que verme, intuyeron, sintieron mi presencia, ellos acostumbrados a la soledad, al silencio, dilatan sus sentidos como los gatos que pueblan los tejados dilatan sus pupilas en la oscuridad de la noche. Sin recelo, quizás por la calidez y calma de su voz, me acerqué. Se levantaron ofreciéndome sentarme con ellos en un tocón de madera, como lo hubiese hecho un lord inglés con un estudiado gesto, ofreciéndome un lugar junto al fuego de una noble chimenea en un majestuoso sillón de piel, junto con una olorosa copa de coñac francés. Nos miramos, pausados, lentos, estudiando cada gesto, cada movimiento que la mortecina llama del fuego convertía en caprichosas sombras, como si los viejos fantasmas del Notre Dame, curiosos por nuestra muda tertulia de lánguidas miradas, fuesen los ausentes forjadores de largos silencios.

El más anciano, sacó de su roída chaqueta lo que restaba de lo que debió ser un glorioso puro, y con la misma ceremonia que un samurai tomaría su último té, lo encendió acercando una brasa hacía el, después de unas breves pero intensas chupadas apareció el esperado triunfo del humo. El otro clochard, no me había equivocado en mi primera apreciación, eran mendigos de los cientos que viven por llamarlo de alguna manera bajo los puentes del Sena hizo el ademán de abanicarse la cara con la mano en un intento de apartar el oloroso vaho  del humo que llegaba hasta él.

Me miraban en silencio, esperaban mi elocuente versión por la intrusión en sus “dominios”, supuse.

 

-Por tu acento no eres francés, sin lugar a dudas, dijo después de haber escuchado mi escueta explicación, sin apartar ni un momento sus ojos de mi cara.

-No..., no lo soy, español... Soy español.

    

No le importó que hacía en París, no preguntó nada, sólo se levantó y con el extremo de una descolorida bufanda que colgaba de su cuello, por la apariencia más vieja que él, sujetó el bote por el borde circular y con cuidado de no quemarse lo apartó del fuego, lentamente vació el agua hirviendo creando una pequeña nube con el vapor que huía de él y de nuevo se sentó con la improvisada y negra olla, poniéndola entre sus rodillas.

Me asomé con discreción, había tres o cuatro patatas en su interior por lo que pude apreciar, le vi tomar la más grande y pasándosela de una mano a otra, supuse que para enfriarla, o quizás para no quemarse  las puntas de los dedos que asomaban aletargadas y sucias por entre unos guantes de algo parecido a la lana, me la ofreció con una sonrisa que para mí no perdió su brillo, a pesar de tener detrás unos escasos y rotos dientes. ¡Dios, que contraste! ¡¡Me estaba ofreciendo su cena!! Me vinieron a la memoria, los biombos de los grandes restaurantes para que nadie moleste mientras cenan los poderosos de turno. Por favor, que nadie me pregunte lo que sentí en aquel momento, para algunas cosas aún no se han inventado las palabras.

Tomé lo que me ofrecía, sí, lo tomé y puedo jurar por lo más sagrado, que fue la más sabrosa patata que he probado en mi vida.

Después de ofrecer otra patata a su compañero y reservar otra para él, se levantó de la caja que le servía de asiento y arrojó la que quedaba en el bote, al río.



Compartida la  frugal cena, hablamos y hablamos, allí no  había fronteras, ni ideologías, ni pobres, ni ricos..., sólo había tres hombres hablando de sus cosas, a veces riéndose de la vida a veces de la muerte, sin reproches, sin mentiras.

       Quise saber sus nombres y pregunté:



-Qué más da uno u otro cuando los puedes tener todos ¿tienen nombres las flores, y las nubes, y los peces, tienen nombre las piedras? ¡Llámanos clochard!  Se miraron con aprobación

-¿Habréis tenido un nombre…, alguna vez?

-Supongo, si…, alguna vez, como Chito, si…



Añadió algo de leña al fuego, le miré, yo esperaba su relato ansioso y él lo sabía.



-…Llegó una noche, como tú, se acercó hasta allí, señaló a unos cinco o seis metros con el dedo y se quedó quieto, mirando; estaba mojado, temblaba y tenía hambre. Llevaba la patita de delante…, la derecha, rota. Lo llamamos y vino arrastrando su barriguita con miedo hasta aquí, él lo secó con mi vieja bufanda, dijo señalando a su compañero le pusimos una rama atada a la pata, la tenía muy mal, destrozada; creo que lo atropelló un coche, si…, se la tuvimos que cortar, cuando se curó, él  dijo volviendo a dirigirse al más joven le hizo una  patita de madera y con un aparejo de cuero se la acoplamos al cuerpo, pronto se acostumbró a andar con ella. Lo conocimos de cachorro, cuando llegó sólo tendría dos o tres meses, alguien lo abandonó, o se perdió, desde entonces ni un solo minuto se separó de nosotros, ¡jamás! acentuó para hacerlo más creíble. Dormía entre mis piernas, nunca se fue cuando no había comida, cuando hablábamos, él escuchaba, si reíamos, reía y si llorábamos, él lloraba. Si, no éramos dos hombres y un perro, éramos tres amigos, tres buenos amigos.



Aquel puente de ojos se me estaba quedando pequeño, necesitaba más espacio para esconder mi corazón, porque el alma se expande, se va, vuela; pero el corazón se queda, y como hacer oídos sordos a sus latidos que te hablan cuando quieres escucharlos.



-¿Porqué Chito? pregunté curioso.

Una media sonrisa sin color, se dibujó debajo de su barba con una mal disimulada tristeza.

-Jamás se quejó cuando le cortamos la pata, él sabía que tenía que ser así, nunca protestó por nada, no ladraba para no molestar al viento, ponía los ojitos pequeños cuando presentía nuestra tristeza, jugaba, saltaba, nos miraba y nosotros entendíamos lo que nos decía, “vosotros me tenéis a mí y yo os tengo a vosotros, ¿qué pasa, eh? Estamos juntos, no”.

-¿Decía eso?

-Sí… decía eso.                                            

-Y… ¿Dónde está Chito?

Los dos bajaron la cabeza y después de unos segundos de tenso silencio, el viejo miró hacia el estrellado cielo.

 -¡Se fue!

 -¿Se fue? Pregunté con extrañeza-.

-Sí, se fue, a él refiriéndose de nuevo a su parco compañero se le cayó mi bufanda al río, fue el viento, y Chito saltó a por ella. Fue, el invierno más frío de los últimos años, no…, no pudimos sacarlo del agua, se hundió. Hasta el último momento nos estuvo mirando. Chito no quería que su amigo perdiera la bufanda, murió por mí bufanda…, por esta bufanda dijo mostrándomela, la misma que le había servido para apartar el bote del fuego, entendí que aquel hombre moriría sin separarse de aquella vieja y roída prenda pero sé que hay un cielo y un dios para los perros continuó sé que Chito no está sólo. ¡Mira!, ves esa zona de estrellas, las que están más juntas.

-Si -contesté mirando hacia arriba-.

-¿Sabes qué son? no me dio tiempo a contestar a su pregunta ese es el jardín de Chito, y las estrellas son los agujeros que hace al andar con su patita de palo, los hace para que sepamos que él está ahí todas las noches con nosotros.

Se me estaba quedando pequeño el cielo de Paris; necesitaba aire, espacio abierto, necesitaba respirar en profundidad. Cuanta sabiduría, cuanta ingenuidad, cuanta ternura, cuanta humildad, cuanto calor es capaz de vivir debajo de un puente en pleno invierno.

Castillos, palacios, mansiones frías y vacías, caretas de hipocresía. No sé cuantas cosas acudieron en tropel a mi mente en tan solo unos segundos, quizás para contrarrestar la caída de las inminentes lágrimas al ver tanta grandeza en un espacio tan pequeño.

Me despedí de ellos en un respetuoso silencio, tan solo un emotivo apretón de manos habló por los tres. Les dejé allí con su Chito, con sus sueños; sin que me pidieran nada a cambio del tesoro de su amistad.

Hoy después de algunos años no he podido olvidar a los clochard, ni a Chito, ni tampoco el sabor de aquella patata hervida, fue..., sin lugar a ninguna duda, una de mis mejores cenas. Sólo después de algún tiempo pude comprender por qué siempre tiraban una patata al río. Ahora lo sé, era para Chito.  

          


Joaquín Marías Corbalán Corbalán

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