Las
maletas estaban casi listas para el viaje. Las vacaciones serían en Cartagena
de Indias, ciudad de la que les habían hablado maravillas. Carlos y Sara
terminaban los preparativos en París. Un amigo les había aconsejado llevar
dólares o euros en efectivo para obtener una mejor tasa de cambio. «¿Sacaste el
dinero del banco?», preguntó Carlos por teléfono. «Sí, pero me da miedo andar
con tanta plata. Cuando salía de la estación de metro Gambetta le robaron la
cartera a una señora que iba dos metros delante de mí. ¡Qué susto! Me temblaban
las piernas sabiendo que yo tenía la mía llena de euros en efectivo. Me
contaron que hace poco asaltaron de noche a una colega enfermera que salía para
su casa no muy lejos de la alcaldía del distrito XX. Ven por mí esta noche, por
favor. Salgo a las diez», contestó Sara.
Carlos
pasó en la tarde a la agencia de viajes a recoger los pasajes y las
reservaciones de hoteles y visitas turísticas. Saldrían al día siguiente a las
once de la mañana haciendo una escala en Madrid y otra en Bogotá en un vuelo
ida y vuelta que les había costado menos de 1200 euros por persona.
Regresó a
su oficina de seguros para terminar unos contratos y escribir algunas cartas
mientras llegaba la hora de ir a buscar a su mujer. Su asociado se iba a ocupar
de la agencia durante su ausencia. Afortunadamente el mes de noviembre era
generalmente tranquilo.
Sara salió
a la hora prevista del Hospital Tenon donde trabajaba como instrumentista.
Carlos la esperaba afuera fumando un cigarrillo para calentarse los pulmones en
esa noche fría. Se dieron un beso. Ella lo tomó del brazo y del mismo lado
apretó debajo del sobaco el paquete de dinero. «¿Dónde dejaste el carro?,
Carlitos», preguntó. «No había lugar en esta calle y me tocó dejarlo en la Rue
des Gatines cerca de la policía», contestó.
No le
gustó tener que caminar ese trecho de noche hasta el carro a pesar de que
estuviera acompañada por su hombre corpulento. «Ahora sí te puedo contar en
detalle lo que le pasó a Geneviève. Salió del turno de noche hace como una
semana. Tomó por esta misma calle a pasos rápidos hacia la estación del metro.
No había nadie aparte de una señora que paseaba su caniche. Como puedes ver,
las calles no están bien iluminadas. Vio a una pareja que se dirigía hacia
ella. No les puso cuidado cuando se cruzaron, pero al cabo de unos metros se
dio cuenta de que habían dado media vuelta y ahora caminaban detrás de ella.
Geneviève sintió su presencia y cambió de acera. Ellos también. Empezó a
caminar más rápido. Ellos también. Empezó a trotar. Ellos igual. Se acordó de
la estación de policía y corrió hacia la Rue des Gatines. Ellos corrieron más
rápido y la alcanzaron antes de que llegara al cruce con la Rue des Pyrénées,
la acorralaron y arrinconaron contra un muro, rápidamente le arrancaron la
cartera, le dieron una bofetada, la amenazaron de hacerle daño si los seguía y
se escaparon corriendo por la misma calle en dirección del hospital. Geneviève
no pudo ni siquiera gritar. Llegó a la policía y denunció el robo. Le contaron
que no era la primera persona que venía a verlos por el mismo motivo en esos
días, pero que iban a terminar atrapando a esos bribones», explicó Sara
mientras llegaban a la Avenue Gambetta y tomaban la Rue des Gatines.
Fue en ese
momento que sintieron unos pasos que los seguían y cayeron en la cuenta de que
no se habían cruzado con nadie desde el hospital. «¡Qué barrio tan extraño!»,
comentó Carlos. Sara miró hacia atrás y vio a dos personas que venían detrás
pero una por cada acera como si estuvieran de acuerdo. Eran grandes y fornidos.
«Caminemos más despacio y dejémoslos que pasen delante de nosotros», propuso
Sara. Sin estar muy convencido pero con tal de tranquilizar a su mujer, Carlos
empezó a caminar despacio. El hombre que venía detrás disminuyó también el
paso. Carlos y Sara se detuvieron junto a un árbol a esperar a que el grandulón
se decidiera a continuar. Así lo hizo. Descansaron al verlo avanzar delante de
ellos y reanudaron sus pasos con tranquilidad convencidos de que era una falsa
alarma. El ruido de las pisadas de los cuatro peatones resonaba en la noche con
ritmo rápido, como si fueran a perder el último metro y tuvieran que
apresurarse. Estaban a pocos pasos de la puerta de entrada de la estación de
policía, cuando Sara se detuvo en seco. «¡Hombre! Con tanta prisa y nervios se
me olvidó la cartera en mi oficina. Tenemos que devolvernos», dijo Sara. «¡Tú y
tu cabeza! Como si tuviéramos tiempo para perder», contestó Carlos de mal
genio. Dieron media vuelta hacia el hospital dejando a sus dos acompañantes
fortuitos seguir su rumbo por la calle desierta.
No se
dieron cuenta de que el hombre que iba apresurado por la misma acera entró a la
estación de policía y a los pocos segundos salió acompañado de dos agentes en
uniforme en búsqueda de Carlos y Sara. A la altura de la Avenue Gambetta los
interceptaron y los llevaron a la estación de policía. El hombre de civil
resultó ser un policía que investigaba el caso de los robos y que al ver el
comportamiento sospechoso de la pareja quería verificar si no eran ellos los
asaltantes que tenían el barrio en jaque.
Sara no
tenía documentos de identidad. Por sus prisas Carlos había dejado en el trabajo
su cartera junto con los pasajes y reservaciones. En esas circunstancias los
policías veían muy sospechoso el paquete de euros que llevaba la mujer debajo
del brazo. Las horas que iban a seguir durante el interrogatorio de la pareja,
que para colmo de males tenía acento extranjero y caras nada francesas, iban a
ser largas y difíciles. Si la mala pata continuaba, perderían el vuelo y el
comienzo de sus vacaciones.
Nelson Verástegui
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