Una
noche de otoño, debía ser por el año mil novecientos sesenta y tantos,
escuchando la radio en uno de mis habituales periodos de insomnio, la voz de
Jacques Brel irrumpió en la soledad de mi dormitorio. Tras la canción, cuyo
título no recuerdo, venia una entrevista con el personaje. Acababa de salir de
su retiro de varios años en unas islas del sur, desde que le diagnostican un
cáncer de laringe para hacerse una
última revisión en Paris en la que le comunicaron su inminente final. Aquella
entrevista, la ultima que concedería y de la que yo me había convertido en
inesperado testigo radiofónico, era su despedida del mundo de la canción y del
mundo de los vivos. Había grabado un último disco, en cuya carátula aparecía
sin vanidad y sin temor, depauperado por la enfermedad y por el tiempo, en una
fotografía que distaba muchos años de las últimas conocidas. Con una barbilla,
aun negra, demacrado y con la muerte anclada en sus facciones, pero digno y
desafiante como correspondía al hombre que había dejado muchos años de mensajes
fundamentales tras de sí.
Formaba
parte, con Edith Piaf, Brasens, Moustakis, Serge Regiani y otros, de aquella
pléyade de cantautores (cuando aún la expresión no estaba devaluada) que
llenaron de contenido las nostalgias desconcertadas de nuestras vidas en
búsqueda de parámetros estéticos y vivenciales. Entonces, entender a los
parisinos no era tan difícil para la juventud que teníamos el francés como
segunda lengua y menos si, como en mi caso, habíamos recibido una educación
catalana. La bella lengua francesa nos permitía disfrutar de los dulces matices
en los que los sentimientos pueden ser expresados en ella. Cada lengua, con sus
virtudes y sus defectos, está encaminada a unos objetivos determinados. El
alemán, duro y expresivo, difícil para los europeos no teutones, es árido y
declinativo, pero tan rico en expresiones que solo en alemán son concebibles
las operas de Wagner, el Caballero de la Rosa o la fundamental historiografía
antigua y contemporánea. Sin saber alemán, Borges no hubiera podido escribir el
Aeph en castellano.
El
inglés, es sintético y práctico, nadie, en ninguna lengua del mundo podía haber
descrito con mayor brevedad y exactitud lo que es un bip. Sin el inglés, parece
imposible la comunicación entre los pueblos de hoy día, pero no es una lengua
respetable, aunque merezca todos mis respetos por imprescindible.
El
castellano es otra cosa, como una catedral barroca en medio de una campiña
verde y desolada. Por sí misma llena todo espacio, inasequible al tiempo y a
las circunstancias, inmóvil e insondable,
que diría el Dammapada, ajena a los juicios de los tiempos, pero con cierta
renuencia a la adaptación. Por barroca y extensa, poco practica en los tiempos
en que la consecución del éxito se requiere inmediata. Ahora o nunca, es el
mensaje del futuro, y el Castellano requiere un conocimiento, una larga
practica y una serenidad que no sé si han de hacerlo viable en el futuro.
Y
a medio camino hacia ningún sitio está el francés, nacido como todas las
lenguas europeas del romance latinizado, occitano, o cualquier otra, fruto de
francos y alamares que ha cultivado una pronunciación dulce y rasgueante y una
capacidad de expresar sentimientos como ninguna otra que yo conozca. Cuando los
ansiosos jóvenes universitarios de los setenta escuchábamos las canciones de
Edith Piaf en su última época decadente en lo personal pero siempre brillante
en lo artístico a pesar de su patético afán de colocar en candelero, a Theo
Sharapo con aquella inolvidable y patética canción de “a quoi ça sert l’amour”
que nos hacia brotar lagrimas de los ojos aun comprendiendo la penosa
decadencia de aquella extraordinaria artista, víctima de su incontenible pasión
por la vida que ignora la realidad y el ridículo, la vida adquiría tintes
desconocidos y mágicos y descubríamos que el mundo escondía muchas más
amplitudes de las que nuestro cutre sistema montado por el pequeño general
exponía como únicas.
Para
los más “connaiseurs” estaba Brassens, con su francés parisino de arrabal, duro, sin concesiones que no fueran para el
mensaje existencialista y serio, que no permitía desviacionismos. Había que
escucharlo en círculos post-cena critica a la incierta luz de gruesos velones
que disipaban a malas penas el humazo de los progres canutos, dejándose
penetrar por la desesperanza del “Cimetiere d’Orly”. Uno se sentía
trascendental y al propio tiempo inútil en un mundo que, difícilmente era capaz
de entender.
Y
después estaba Moustakis, griego-frances y en definitiva apartida como todos
los griegos y capaz de ser meteque en
cualquier sitio y sobrevivir con ello. Con muy poquita voz, pero con un encanto
inigualable hacia que nos identificáramos entonces con la niña que tenia quince
años de la misma forma que, veinte años después nos hizo identificarnos con sus
padres. Nunca olvidaré la noche en que lo escuché, en compañía de Bárbara, en
el Palau de la Música Catalana. La exquisitez de su figura enfundada en una
camisola blanca y larga, prolongación de una melena, ya rala, blanca y
venerable de contestatario permanente, contrastaban con la elegancia de una
silueta de aguja negra, casi evanescente de la que su partenaire de aquella noche sacaba las dulces melodías que daban la
réplica a las canciones por todos conocidas.
Reggiani
era feo el puñetero, feo de verdad, pero con esa fealdad entrañable que uno
quiere incorporar al corazón en las noches de tristeza. Escasamente creador
podía ser considerado como un disseur
que escogía cuidadosamente los temas de su repertorio de forma que nunca se
pudiera asociar con ningún rastro de chabacanería. Con una discreción llena de
ternura era capaz de cantar, con mejor plectro, temas de Moustakis, llenando
registros de los que el autor era incapaz, sin que por ello le robara más que
la forma. Como los grandes, pasó sin pena ni gloria después de editar un
magnifico disco recopilatorio, ya cumplidos los ochenta años. Tengo serias
dudas de que hoy nadie lo recuerde.
Por
la proximidad lingüística seguramente, estos muchachos inspiraron, con otras
connotaciones al movimiento de la nova
canço catalana, aunque en esta, con evidente razón, se expresaran ideas de
índole política. ¿Cómo no recordar al Llac de la primera época o al nen del poble Sec, a Raimon, a Pi de
la Serra, a Sisa, o a Ovidi Monllor, el alcoyano polifacético de voz
inolvidable, a Mª del Mar Bonet?
Para
el muchachuelo inexperto y ávido de conocimientos que yo era entonces, ninguno
igualaba a Brel. No era francés sino belga y como es bien sabido, aunque el
idioma sea común en algunas zonas, el espíritu es bien diferente, por más que
cuando habla de los pequeños burgueses de un arrabal parisino, el mensaje sea
aplicable de forma universal. En sus canciones, como en su vida, late un
sentimiento permanente de optimismo lleno de amor hacia todas las cosas, que no
empecé el sentimiento de lo efímero y del final inminente que late en gran
parte de su obra.
Dos
cosas de sus canciones me impresionaban permanentemente: la consciente
exhibición del culo desnudo de los muchachotes a los próceres ciudadanos (el
notario, el boticario, el jefe de policía) al salir de la taberna llenos de
dignidad, tras una velada en la que arreglaban frívolamente los problemas de la
comunidad; y el ascenso vigoroso del nombre de la amada, Frida, después de
retratar el sórdido ambiente de los pequeños burgueses (todo pequeño) que
hocican en la sopa enriquecida con un chorro de vino en la cena cutre y
provinciana.
No
tenía el aspecto de un hombre feliz. Me recordaba a menudo a otro cantautor de
tierras más remotas, Alfredo Zitarrosa, este con un look tétrico y engominado, que encajaba con su origen uruguayo y
que arrastró su interesante melancolía por nuestros escenarios por la misma
época, con canciones llenas de sensibilidad impregnadas de contestación y
mensaje social envuelto todo ello en un pesimismo que invitaba a cortarse las
venas.
Yo,
en el fondo envidiaba a Brel como se envidia a todos los que tienen un don del
que uno carece. Y aun ahora, cuando hace muchos años que desapareció y gracias
a estos medios extraordinarios de los que disfruto y que entiendo con
dificultad, puedo escuchar de nuevo su voz siempre viva y cálida, mi corazón se
reconforta y vuelve a acunarse en sus melodías como si el tiempo no hubiera
pasado, como si nada tuviera importancia, como si la vida y la muerte fueran
una misma cosa, como siempre he sospechado.
Mariano Sanz Navarro
Caramba, un viejo recuerdo! Ya casi lo tenía olvidado. Muchas gracias.
ResponderEliminarEres maravilloso, como este Post. El caso es que, el móvil, está empeňado, en colocar, la palabra " postre", en vez de " Post". La verdad, va más allá: no sólo, podría ser el mejor postre, sino el mejor desayuno, almuerzo, comida, y cena, se lee, y alimenta. Gracias, artista!
ResponderEliminarAbrazo gigante.