Lo que a mí me gustaba era jugar. En eso sí brillaba.
Por lo demás siempre fui un niño banal, entendiendo por banal el epíteto
antónimo de prodigio. Nunca destaqué académicamente. O mejor: nunca destaqué.
En algunos cursos pasaba tan desapercibido, que si por cualquier circunstancia
salía de mi invisibilidad, el profesor se me quedaba mirando como si me hubiera
equivocado de clase o como si algún coágulo cerebral me hubiera borrado solo a
mí de su cabeza dejando a los demás niños en su sitio. Pero mi banalidad no era
solo académica, también lo era física (a los quince medía un metro cuarenta.
Tardé tanto en crecer, lo esperaban tan pocos ya, que aquel estirón a destiempo
pareció más un milagro que un desarrollo tardío), y sobre todas las cosas, era
una banalidad de carácter. La madurez no me llegó en el momento en que les
llegaba a los demás. No hice las cosas que debía cuando debía. Creo que la
clave estaba en la resistencia a dejar la fase infantil, en la que tan feliz
había sido. Así pues, llegué tarde a todas partes y ese retraso me persiguió el
resto de mi vida. Incluso la vocación, algo que se va forjando al final de la
adolescencia y principios de la adultez, no era más que una palabra sin sentido
para mí. Hasta que un día, tarde también, descubrí que lo único que me gustaba
(lo único con lo que el tiempo volvía a adquirir el sentido que había tenido en
la infancia), era escribir. Escribir, y París.
Sí, yo quería ir a París. Como Henrry Miller, y vivir
una vida disoluta y pobre. O como Villa-Matas, y comprobar que París no se
acababa nunca. O buscar a la Maga en alguno de los puentes que cruzaban el
Sena, igual que había hecho Cortazar, dejándome llevar por el aparente desorden
con que avanzan los capítulos de Rayuela, por la música jazz que suena dentro
de sus páginas. Ver París hecho una fiesta, como decía Hemingway; una fiesta
permanente que se cuela dentro de uno en la juventud y que luego queda para
siempre.
Mi problema fue que cuando yo descubrí todo esto
andaba ya cerca de los cincuenta, llevaba veinte años casado, y tenía dos hijos
por los que me sacrificaba a diario sin pedir nada a cambio. Ya no era un niño
banal. Ahora era un adulto banal. ¿Cómo iba a ir yo entonces a París y vivir la
bohemia? Y si no iba a París, ¿cómo podría hacer lo que más me gustaba en el
mundo?: escribir.
Estuve mucho tiempo dándole vueltas. Todas las noches,
al meterme en la cama, me ponía a buscar salidas a aquel conflicto sin
solución. Estaba condenado a llevar una vida vulgar y a tener un trabajo
vulgar. El laberinto se iba estrechando con el paso de los días. Hasta que
llegó uno en que quedé definitivamente atrapado y se me hizo imposible
respirar. Salí al balcón en busca de aire fresco. Era de noche. Miré las
farolas allá abajo. Subí a la barandilla y me quedé en equilibrio sobre ella.
No sé durante cuanto tiempo. Entonces, una brevísima ráfaga de luz, me hizo ver
que si saltaba desaparecería para siempre, y que entre saltar y desaparecer no
había gran diferencia en cuanto a consecuencias para mi familia, pero en cuanto
a mí, era mucho más interesante desaparecer que saltar.
Bajé de la barandilla y me metí en la cama. A la
mañana siguiente fui al aeropuerto, compré un billete y cogí el primer avión a
París. Durante el viaje estuve pensando en el destino, que tan rígido parece y
que sin embargo es tan fácil de torcer. También pensé en si iba a ser un
escritor bohemio y pobre escribiendo en una buhardilla hasta el amanecer, o un
escritor responsable y famoso escribiendo en una buhardilla hasta el amanecer.
Pero como no quería planificar demasiado —en realidad huía de una vida
demasiado planificada—, tampoco quise llegar a ninguna conclusión.
París me pareció una fiesta desde el principio; una
fiesta mágica que no se acababa nunca. Sobre todo de noche. Allí los días
comenzaban de noche. Era fantástico ver la ciudad bajo las luces eléctricas,
buscar a la Maga en sus calles y al jazz en el metro. Pasear junto a los
turistas convencionales sintiéndome superior. Los primeros días fui tirando de
tarjeta, pero mi mujer no tardó en anularla, lo que, por otra parte, me alegró:
si París era la alternativa al suicidio, París debía ser una experiencia
intensa, un salto sin red, solo de ese modo era posible alcanzar la madurez
definitiva como escritor. Sin embargo, los saltos sin red están bien para los
niños prodigio del trapecio y del aire; no para los adultos banales que se
acercan a los cincuenta sin haber entrado nunca en un circo.
Así que París comenzó a acabarse. Primero se acabó el
dinero. Busqué trabajo por todas partes sin encontrar nada decente. Después la
fiesta. Se acabó la magia de las noches en sus calles y bajo la Torre Eiffel, y
el buscar a la Maga en los puentes que cruzaban el Sena. Más bien ocurrió justo
al contrario. Fue la Maga la que me encontró a mí.
La Maga tenía más de cincuenta años y era soltera y de
Burgos. Su verdadero nombre era Ascensión, aunque ella quería que la llamara
África, y se enfadaba mucho conmigo si la llamaba de otro modo. Era gorda,
ardorosa, y muy lista. Me caló la primera vez que me vio, tomando un café con
leche en el Relais Odéon y hablando español con el camarero de aquel bar. Ella
iba sola, África iba sola a todas partes. Pidió lo mismo que yo y comenzó a
lanzarme miradas cargadas de intención. Aquella noche, después de que ella
pagara los dos cafés y de invitarme a la primera comida consistente que probaba
en semanas, acabé en su cama. También era la primera mujer con la que me
acostaba en semanas, así que a pesar de no gustarme demasiado físicamente —su
cuerpo parecía engullirme cuando me rodeaba con sus piernas—, nos corrimos un
par de veces. Aunque mi mujer era mucho más joven y guapa que ella, y se
cuidaba constantemente, hacía años que no me pasaba aquello. París comenzaba a
ser París.
A la mañana siguiente África me dijo que si lo deseaba
podía quedarme en su casa mientras ella iba a trabajar. Tenía una vieja máquina
de escribir que yo podía utilizar con total confianza. Estuve toda la mañana
escribiendo. Comencé una historia de amor no correspondido que se desarrollaba,
como no, en París. Escribí casi quince folios de un tirón. Cuando África llegó
me encontraba pletórico, más lleno de vida de lo que lo había estado en mucho
tiempo. Por la noche, después de cenar, cada uno con una copa de coñac en la
mano, le mostré las hojas que había escrito. Al terminar de leer, levantó los
ojos y vi que estaban llenos de lágrimas. Dijo que nunca había leído algo tan
hermoso. Se alegraba de haberme encontrado. Ella., si no me parecía mal, me
mantendría mientras yo terminaba la novela que me haría famoso, después ya le
pagaría de algún modo. Sin embargo, dijo, aquellas quince hojas eran demasiado
buenas como para dejarlas así. Pensaba, me dijo, que si las trabajaba un poco
más y conseguía mejorarlas, estarían muy cerca de ser perfectas. Volvimos a
hacer el amor como animales salvajes, a pesar de que a mi me seguían asustando
sus caderas desmesuradas y sus abrazos de pulpo devorador.
A la mañana siguiente, después de que África se fuera,
rehíce otra vez las hojas, que en lugar de ser quince se quedaron en diez. Nada
más regresar ella del trabajo, se las enseñe. Ahora sí, dijo. Ahora si es este
el material de una gran obra. Y volvimos a hacer el amor, ya sin miedo ni
decoro. Sin embargo, añadió poco antes de dormirse, hay algún adjetivo que…
A la mañana siguiente de nuevo reescribí aquellas diez
hojas. Lo mismo hice a la siguiente. Y a la otra. Y a la otra…
He vivido durante dos años con África. Desde el
principio decidimos despedir a la chica de la limpieza; fui yo quien se hizo
cargo de darle una pasadita a la casa, lavar la ropa, hacer las camas y
preparar la comida antes de meterme a escribir. África solía decir que cada vez
escribía mejor, que se notaba como iba progresando día tras día. Yo creo que
también es cierto. Creo que me estoy convirtiendo en un escritor. Un escritor,
«prodigioso» por fin. Han sido dos años muy felices. Sin embargo, hoy ha
sucedido algo terrible, irreparable se mire como se mire. África ha muerto. Ha
muerto en mitad de un orgasmo. El corazón le ha debido de fallar con el
esfuerzo. Desde aquí la estoy viendo: gorda, desparramada y fría en suelo de
una habitación de París. Mi enorme musa, mi mecenas, mi única lectora. La mujer
que me ha transformado en un escritor. Muerta. Estoy tan abatido. Y lo que es
peor, ahora no sabré como continuar esta novela invertida que comenzó con
quince folios, y que tras dos años de duro trabajo, ha llegado a convertirse en
una sola frase. Aunque una frase casi perfecta:
Sí, pero
quien nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer
por las rue de Huchette.
PD: La última frase es de
Cortazar, de cómo empezaría Rayuela si se leyera la novela de la segunda manera
que propone el autor.
José Vicente Aracil Lillo. Nací en San Vicente del Raspeig,
Alicante. Soy licenciado en Psicología, pero trabajo como Técnico Auxiliar de
Farmacia. Quedé finalista en el Primer Concurso de Micro relatos del Centro
Comercial Los Molinos. También finalista en el II Certamen de Relatos Ábacos. Fui ganador del
II concurso de Micro-cuentos El planeta de los libros –organizado por la radio
del Círculo de Bellas Artes de Madrid- con “Lagartijas”.
Buen relato, Pepe Lillo.
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